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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (27 page)

BOOK: Vespera
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—¡Entonces deberíamos marcharnos! —dijo ella, y su sonrisa era totalmente sincera mientras subía a la plancha y caminaba por la cubierta hasta su silla, situada bajo el castillo de popa con una vista sobre todo el navio. A ambos flancos estaban las sillas del mercantarca y el legado. El almirante, según la tradición, estaba al mando de la barcaza del clan y se sentaría más adelante.

—¡Soltad amarras! ¡Adelante un cuarto! —ordenó Seganao.

Ella vio embarcar a Rafael, seguido por el legado, y a los encargados que aguardaban en el entarimado del embarcadero para aflojar las amarras a la orden de Seganao y lanzarlas a los marineros que se encontraban en cubierta. Por debajo del suelo, el suave zumbido de los motores de palisandro incrementó su intensidad, aunque apenas era audible, nada como las vibraciones de una barcaza de carga motorizada. Aún había barcazas de clanes con remos, pero no era fácil hallar entre los miembros de los clanes a quienes remaran, un problema que sólo merecía la pena asumir en las ocasiones más fastuosas.

El
Manatí
se alejó lentamente del embarcadero del palacio y se deslizó sobre las soleadas aguas de la Estrella Profunda, acompañado por las ovaciones de aquellos que se quedaron en palacio. Nadie quería quedarse, pero la actividad de Vespera continuaba y el palacio debía ser custodiado. Los soldados de los clanes no habían luchado entre ellos durante décadas, pero sólo porque el consejo se las había arreglado para mantenerse un paso por delante de sus disputas.

Poco después ya se encontraban en aguas abiertas. El
Manatí
era sólo uno más de los millares de navíos que se desplazaban entre las penínsulas y las islas de la ciudad, aunque, probablemente, era el más espléndido. Leonata se recostó en su silla y se dejó mecer por el movimiento del barco mientras observaba a los miembros de su clan mirar atentamente el paisaje.

Pero incluso allí, las palabras de Rafael rondaban los pensamientos de Leonata; de manera que llamó a Seganao y a su jefe de inteligencia, Tellia, tan pronto como el
Manatí
se encontró apartado del palacio. Los miembros del clan, que permanecían sentados en sus bancos acolchados (después de todo era un trayecto corto y se respetaba cierto grado de formalidad), reanudaron sus conversaciones anteriores ahora que su thalassarca les había concedido permiso implícitamente. Leonata envió a Flavia con Rafael, para que lo entretuviera.

—Seganao, Tellia, ¿cuáles son nuestras mejores estimaciones sobre los efectivos en términos de tripulación y navíos del clan Jharissa?

Los interpelados se miraron mutuamente y, a continuación, Tellia respondió por los dos. Su jefe de inteligencia era una mujer pequeña y rechoncha, con el aspecto de una abuela, con un rostro que irradiaba confianza, manos suaves y una mente como una trampa metálica. Ella era, que supieran los otros clanes, la intendente del palacio.

—Ocho, posiblemente nueve mantas nuevas, tres de segunda mano, en alguna parte de la región unos treinta navíos, aunque no lo sabemos con certeza, pues mantienen muchos en el ártico. Los navíos de tratantes árticos cuentan con grandes tripulaciones; pensamos que ellos mismos pueden ser los que carguen el hielo.

—O quizá puedan convertirse en soldados en caso de un ataque contra el Imperio.

—No es improbable. Sus tripulaciones tienden a estar armadas.

—Sus navíos tienden a estar armados —apuntó Seganao—. Hasta los dientes.

—Un agente mandrugor consiguió presenciar a hurtadillas un ejercicio de combate hace dos o tres años y nuestro agente copió el informe antes de que llegara al despacho del thalassarca —dijo Tellia—. Seis emplazamientos de cañones. Varias cámaras de torpedos. Podrían ser de doble reactor.

—Seguro —dijo Seganao—. A Anthemia se le escapó.

Leonata le dirigió una larga mirada y él tuvo la gentileza de parecer ligeramente avergonzado.

—Es mi trabajo saber estas cosas —protestó él.

—El trabajo de mi hija es la discreción —dijo Leonata. Pero Anthemia siempre había carecido de cierto sentido de la realidad y, en especial, en lo referente a su amado astillero, que no existía en el vacío, pues los barcos que ella construía no eran solamente obras fruto del amor; también eran máquinas capaces, convenientemente equipadas, de provocar matanzas masivas.

—Pero en cualquier caso, la mayoría de estos navíos estarían lejos de puerto —dijo Mazera—. Las mantas no dan dinero quedándose amarradas. Existen para transportar el hielo y así poder emplear las ganancias en comprar nuevos navíos y cosas por el estilo.

—¿Fuerzas en tierra?

—Aún es más difícil saberlo, porque la mayor parte de los tratantes árticos parecen ser capaces de ejercer de soldados, y los soldados no suelen llevar armadura. El informe que nos ha llegado sobre el incidente de la pasada noche sugiere que ninguno de los jharissa implicados eran soldados. La estimación mejor: trescientos soldados. O su equivalente.

Eso era una gran guarnición. Y aún disponían de más fuerzas en la isla de Zafiro, a pocas horas de distancia. Los jharissa eran más fuertes que cualquier otro clan de la ciudad, aunque más débil, después de todo, que las tropas comandadas por cualquiera de los tres príncipes y menos de la mitad de las tropas que Ruthelo y sus aliados reunieron en los inicios de la Anarquía, que dispusieron de una docena más o menos de buques de guerra y no simplemente mantas mercantes armadas.

—Vi algo en Zafiro —dijo Leonata intentando hacer memoria. Volvió a ver la confrontación en la calle. Recordó en el brazo alzado de Iolani y trató de ver a quién estaba señalando: al hombre del tejado que estaba más cerca de ella y que sólo estaba oculto a la vista de Valentino—. Ellos llevaban unos aparatos, de la longitud de un brazo, con una masa en medio. Pesados, quizá fueran metálicos, aunque no brillaban.

—También nos han llegado informes de esos aparatos —dijo el legado Orando—. Los jharissa han sido muy cautos respecto a ellos, lo cual me preocupa.

Leonata arañó el brazo de la silla, un viejo hábito, como ponían de manifiesto las leves marcas en el barniz.

—Supón que se trata de armas nuevas —dijo Leonata lentamente—, capaces de disparar a gran distancia. ¿Qué podrían hacer trescientos o cuatrocientos hombres con un arma así?

—No podría decirlo —dijo Orando, extendiendo las manos, aunque ella pudo advertir que el legado estaba ahora preocupado y se arrepintió de haber estropeado de nuevo la ocasión—. Necesito saber qué es lo que pueden hacer.

Sería algo que habría que mencionar delicadamente a Iolani. A Leonata no le gustaba que le ocultaran información.

—¡Almirante! —gritó uno de los marineros desde atrás, y Seganao se levantó al instante, rozando con su cabeza los maderos del lecho. Era, con mucho, demasiado alto para los navíos thetianos. Leonata indicó a los otros con un gesto que hicieran una pausa para que ella pudiera observar lo que ocurría.

—¡Dos grados a estribor! ¡Aumentad la velocidad en un punto! —ordenó Seganao—. Si Decaris piensa que vamos a esperar a que sus balsas de piedra pasen como los patos, lo tienen claro.

Leonata los veía ahora: una sucesión de cuatro balsas cuadradas, con paletas de piedra para construcción amarradas a ellas, eran arrastradas por un remolcador industrial que escupía nubes de vapor por los respiraderos del motor. Dos lanchas motorizadas de azul decaris lo escoltaban. Debían de estar transportando piedra desde las canteras al sur de la ciudad y su trayectoria iba a atravesar directamente la del
Manatí
.

—¡Bastardos rezongones! —dijo Orando—. Tan sólo quieren cruzarse en nuestro camino por nuestro precioso aspecto.

—Caramba, gracias, legado —dijo Leonata—. ¿O acaso te estabas refiriendo al
Manatí
?

Leonata observó sus sonrisas y supo que había aplacado un tanto su tensión; no les iba a hacer más preguntas por el momento. Todo lo que ella podía ver es que los jharissa eran un clan desesperado por protegerse contra la amenaza del nuevo imperio, con una vendetta cuyas causas mantenían en secreto. Lo que no eran, a pesar de que Leonata no le había dicho a Rafael cómo lo sabía, era una quinta columna de una fuerza invasora mayor.

—¡Dadme el parlante! —gritó Seganao, y agarró la trompeta parlante y se marchó hacia proa dando grandes zancadas. El
Manatí
se mantenía aún en un trayecto de colisión con la flotilla decaris. Y eso sin tener en cuenta todas las demás embarcaciones que tenían a su alrededor.

—¡Barco decaris! —gritó Seganao y su voz escapó reverberando a través del agua—. ¡Os hemos dejado espacio! ¡Alterad el rumbo dos grados a estribor!

Se produjo un momento de consternación, o quizá estuvieran deliberando. En el remolcador, alguien de la tripulación enarboló su parlante.

—¿Con esta carga? ¿Estás loco? Aparta esa monada tuya del camino. Puedes esperar a que hayamos pasado.

—¿Monada? Decaris pagará por esto. Ella...

Ella se detuvo a tiempo para reírse de sí misma. A juzgar por sus expresiones, Tellia y Mazera sabían con exactitud lo que estaba pensando.

—A toda velocidad —dijo Seganao—. Otro grado a estribor. A tu criterio.

El timonel asintió y poco a poco el
Manatí
empezó a ganar velocidad, acercándose con más y más rapidez al trayecto del remolcador decaris. Primero se encontraba a menos de tres cuerpos, pero el
Manatí
iba muy rápido y no quedaba ya más de un cuerpo y medio entre ellos cuando la barcaza le mostró la popa al remolcador decaris. Seganao no dejó el parlante, no obstante, hasta que dejó escapar por él una selección de sus mejores insultos.

—Estúpidos arquitectos —dijo agriamente, arrojando el parlante sobre el arcón—. Cabezotas como muías todos ellos. Pon piedra en el remolcador; ni así podría hacerlo peor.

Se estaban aproximando a su destino, la estructura fantástica del Cubo emergiendo del agua, por debajo de Pharos Norte, en la Cabeza de Proteo. Hace tiempo hubo allí peñascos y una colonia de focas. De ahí el templo al Viejo del Mar, Proteo, cuyas criaturas eran las focas. Las focas huyeron antes de la expansión de la ciudad hacía siglos y lo único que quedaba ahora era una estatua de bronce de una foca en algún lugar del descomunal complejo conocido simplemente como el Cubo.

Allí estarían esperando los invitados de Leonata, los thalassarcas aliados que ella había invitado a la ceremonia y, en breve, allí atracaría la manta que Anthemia había contribuido a construir. Eran pocos los líderes de clan que podían mirar sus mantas nuevas con tanto orgullo.

* * *

—Lugarteniente Palladios —dijo Rainardo de manera cortante—. ¿Qué habrías hecho si hubieras estado al mando de la flota de Ruthelo?

Los ojos del delgado y moreno lugarteniente se estrecharon, y se inclinó sobre la mesa. El resto de oficiales se quedaron atrás, poniendo cuidado en no bloquearle la vista ahora que Rainardo le había puesto en un aprieto. Eran nueve contando a Valentino y Rainardo en la fría y tenebrosa Sala de Guerra, bajo el palacio Canteni, rodeados por piedras que habían sido colocadas allí antes incluso de la vieja República.

A Valentino siempre le había gustado el palacio canteni, más parecido a una fortaleza que a las sedes de los otros clanes.
El guerrero canteni
. Rainardo era sólo el último de una larga saga de almirantes y legados, líderes de genio que habían mantenido vivo el nombre de Canteni a través de los siglos. Sólo Salassa, el antiguo clan de su madre, era más antiguo, y ahora que Petroz se había convertido en príncipe de Imbria y absorbido el clan en su principado, daba la impresión de que se encontraban en su última generación.

—Recuerda —continuó Rainardo—, tú sabes que superas mi ejército principal pero desconoces dónde se encuentran mis elementos de flanqueo, y con éstos yo te supero a ti.

—Si yo divido mis tropas y mantengo una parte en la reserva para proteger el transporte —dijo Palladios, pensando en voz alta, tal y como le había animado a hacer Rainardo—, corro el riesgo de perder mi ejército principal, mientras mi reserva se queda mirando. Y luego, no tendrá oportunidad de escapar.

Rainardo no dijo nada; no pensaba darle al muchacho ningún estímulo.

—No ofrezco batalla —dijo él tras un instante—. Es más importante que el convoy pase; mi flota no está preparada para la batalla. —Trazó una línea sobre el mapa que conducía hacia el noreste, lejos del campo de batalla, entre un grupo de pequeños islotes y el continente—. Probablemente, tú habrás situado un elemento de flanqueo aquí. Yo dispongo de fuerza para abrir una brecha y atravesarlo, así que cojo toda mi flota y entablo combate durante el tiempo suficiente para que pasen todos los transportes. Cuando tu fuerza principal llegue allí, ya será demasiado tarde.

Palladios levantó ansiosamente la mirada hacia Valentino. Después de todo, era un joven lugarteniente, el tercero al mando, y el plan que sugería se parecía mucho a salir huyendo. Era atrevido por su parte.

—Exactamente —dijo Rainardo, complacido, mientras sus ojos pestañeaban en dirección a la entrada, donde, entre las sombras, aguardaba una figura vestida de azul—. Eso es lo que el almirante Ruthelo habría hecho. La guerra no es un asunto de honor. Consiste en conquistar tu objetivo y, en este caso, Ruthelo necesitaba estos suministros en Corala más que una victoria.

—¿Descubriste por qué, en cambio, presentó batalla? —preguntó el superior de Palladios, el capitán Lindos, de la
Unidad
.

La sonrisa de Rainardo se desvaneció.

—No quedaron supervivientes de esa flota. Pero tienes razón. En épocas más civilizadas, convendría preguntar a tus prisioneros para ver qué es lo que se les escapa.

—¿Sólo para ver lo que se les escapa?

—Eres un oficial de la Armada —dijo Rainardo—. Deja los interrogatorios a los espías, a menos que te encuentres muy desesperado. Y ahora, si no me equivoco, ha llegado un mensaje para tu emperador, de manera que creo que la sesión ha finalizado. La retomaremos más tarde.

Valentino asintió con un gesto.

—Bien hecho. Capitán Lindos, no le quites el ojo. Llegará lejos.

Los oficiales comprendieron que los estaba despidiendo. Recogieron sus cosas y salieron por la puerta en el momento en que Aesonia llegaba a ver a Valentino.

—Silvanos tiene algunas informaciones que le gustaría comunicarnos. Mi barco está fuera. ¿Cómo ha ido la clase de estrategia?

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