Venganza en Sevilla (19 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Venganza en Sevilla
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Aquel acontecimiento apremió grandemente en Fernando Curvo y en Belisa de Cabra el deseo de recibirme en su casa, de cuenta que, al día siguiente mismo de la visita del cardenal, un criado portó una fina misiva solicitándome los honrara con mi presencia en la comida del martes siguiente, día que se contaban veinte y ocho de aquel caluroso mes de agosto. Por más, la cortesía del cardenal provocó, amén de aquella precipitada invitación de los Curvo, la inesperada aparición del carruaje de la marquesa de Piedramedina en el portón de carrozas de mi palacio.

—¡Querida señora marquesa! —exclamé yendo a su encuentro cuando entró en mi sala de recibir—. Quedo en deuda con el cielo por conduciros hoy hasta mi casa. ¿Qué nuevas traéis?

Doña Rufina, levantándose el velo, sonrió con amplitud al saludarme. Ya no tenía tantos aires de engreimiento y afectación pues mi posición era tan alta que, aun no siendo noble como ella, a mi palacio había venido el cardenal de Sevilla y al suyo no.

 

—Querida doña Catalina —repuso con su voz meliflua—, no tengo otras razones para visitaros que el placer de volver a veros y de pasar un rato en vuestra compañía.

Las doncellas se hicieron cargo de sus ropas y ella se adelantó hacia el estrado.

—Sed bienvenida a mi casa —añadí, dejándola pasar para que ocupara el lugar principal.

—¡Qué gratos momentos pasé en vuestra encantadora fiesta, doña Catalina! Fue una noche memorable. Aún se habla de la hermosa decoración de la mesa. ¡Oh, aquella figura de la Iglesia Mayor hecha de mazapán! ¡Prodigiosa!

—Cosa de nada, mi señora marquesa, cosa de nada... —repliqué acomodándome a su lado—. ¿Queréis un vino dulce o alguna otra golosina?

—Sea. Que me place.

Di las oportunas órdenes y quedamos solas en la sala.

—Escuchad, doña Catalina... Os traigo un recado del marqués.

—¿De mi señor don Luis? Pues, ¿qué me quiere?

—Su amigo, el conde de La Oda, le ha preguntado por vuestra merced.

—El tal conde, ¿no fue acaso uno de los invitados de mi fiesta?

—En efecto, uno de ellos fue.

Me volvió a la memoria un hombre de hasta treinta años, bien formado y de abundante cabellera negra.

—¿Y decís que...?

—Que le ha preguntado a don Luis por vuestra merced.

¡Oh, un pretendiente! En Tierra Firme, para principiar estos asuntos, se usaban los discretos servicios de hábiles casamenteros o celestinas que sabían conciliar a los novios según sus rentas y calidades, y por eso me asombró mucho ver a la marquesa de Piedramedina ejerciendo estos humildes menesteres, mas, como nada conocía de dichos usos en la metrópoli, hice ver que no me admiraba de aquella plática.

—¿Y el conde de La Oda —quise saber por aparentar un cierto interés— dispone de una buena renta?

El rostro de la marquesa se ensombreció levemente. A la sazón, la puerta de la sala se abrió y la criada entró y se acercó al estrado con el vino dulce. Permanecimos en silencio hasta que se fue.

—Sólo siete mil ducados —declaró entonces—, pero es noble de sangre y... ¡seríais condesa, doña Catalina!

Oh, sí, condesa. Y esclava, como decía madre cuando le preguntaban la causa de no matrimoniar con mi señor padre tras tantos años de concubinato. Si la mujer quiere ser libre, afirmaba, no debe casar pues pierde no sólo su hacienda sino su propio gobierno y hasta su propia voz. Por más, no estaba yo en Sevilla para tales menesteres, de suerte que sonreí y, a la vez, denegué con la cabeza.

—Decidle a don Luis que quite tales ideas de la cabeza del conde de La Oda. No deseo contraer un nuevo matrimonio tan pronto.

Doña Rufina entornó los ojos, recelosa.

—Debéis atender a razones, doña Catalina —murmuró.

—¿A qué razones os referís, señora marquesa? Soy viuda y, como tal, disfruto de completa libertad legal para administrar mis bienes, gobernar mi casa y cuidar de mi hacienda y de mí sin tener que dar cuentas a nadie. Por más, soy rica y feliz. ¿Para qué mudar mi estado? Estoy cierta de que don Luis se habrá reído mucho de la solicitud del conde.

Sobre todo, me dije, porque conoce la verdad y sabe cuáles son mis propósitos. La nariz chata de la marquesa aleteó.

—Así fue —admitió a disgusto—, mas yo le convencí pronto de la grande conveniencia de tal matrimonio y él lo entendió bien y me ha permitido venir. Una hidalga tan acaudalada como vos ya sólo puede aspirar en esta vida a entrar en la nobleza, doña Catalina, y nadie mejor que el conde de La Oda para abriros dicha puerta.

Sus ojos esquivos bailaban raudamente de un lado a otro de la sala. ¿Acaso había presumido por un solo momento que yo iba a aceptar la proposición? Era la mujer más necia que había conocido.

—Mirad, marquesa —le dije—, que no conviene a mis intereses contraer matrimonio al presente pues estoy bien como estoy y ni quiero ni preciso más. Ya tuve un marido y aún le recuerdo, de cuenta que no quiero otro hasta que aquél se me olvide.

—Una mujer, doña Catalina, debe estar casada lo quiera o no, y no le corresponde a ella decidir si desea permanecer viuda o doncella honesta sino a sus padres o, en su defecto como es el caso, a quienes la quieren bien.

Se me estaba terminando la correa.

—Y es a don Luis y a mí —continuó ella, enderezándose—, como allegados vuestros y como los amigos y familiares más cercanos que tenéis, a quienes corresponde aconsejaros en estos asuntos en los que os ciega, a lo que parece, un capricho errado de libertad. Una mujer no precisa libertad, doña Catalina, precisa de un marido conforme a su calidad o, de ser posible, de calidad superior, y el conde de La Oda cumple esta loable aspiración y os conviene mucho.

—Tenéis razón, querida marquesa —suspiré, divertida—, mas no albergo en mi corazón ningún interés por el tal conde.

Doña Rufina recargó sus cañones.

—¿Es que aún soñáis con el amor cortés como una inocente doncella? —bufó—. ¡Por Dios, señora mía, despertad! Mirad a vuestro alrededor. Ya no sois joven. Yo matrimonié con el marqués cuando cumplí los trece años y sólo le había visto una vez en toda mi vida. A doña Juana Curvo la casó su hermano Fernando con don Luján contra su voluntad. Andaba enamoriscada de un mozo muy gallardo que, de tan guapo como era, parecía un querubín rubio caído del cielo y, en cambio, se amoldó a los deseos de su hermano y mirad qué bien le ha ido. A Isabel Curvo, que quería profesar, de igual manera la casó Fernando con don Jerónimo de Moncada y no ha podido resultarle mejor, como es público y notorio. ¿Queréis, acaso, que os relate, una a una, la historia de todos los casamientos de la gente principal de Sevilla? Pues bien, en ninguno de ellos, en ninguno —y levantó un dedo admonitorio frente a mi nariz—, la mujer contrajo nupcias porque sintiera interés por el pretendiente. Las cosas no son así, doña Catalina. El matrimonio es un acuerdo provechoso de ganancias para las dos partes. Vos tenéis los caudales y el conde de La Oda el título. ¿Qué más se puede pedir? ¡Cuántas familias acomodadas con hijas casaderas desearían recibir una proposición semejante! Pensadlo bien, doña Catalina.

Algo tenía que decir pues me había quedado sin habla por culpa de tan dilatada monserga. Tomé aliento y resolví ganar tiempo.

—Consideraré el ofrecimiento, señora marquesa —le dije modestamente—. Me habéis dado muy justas y cabales razones.

—¡Hacedlo, doña Catalina! Que no se quede todo en esas razones.

—Os hago promesa de considerarlo seriamente desde el día de hoy hasta la Natividad, para la que sólo faltan cuatro meses.

—¿Tanto? —preguntó con grande asombro.

—Un asunto de tal importancia no debe tomarse a la ligera.

—No, a la ligera no, mas tampoco borrarlo de la memoria.

—No lo borraré, marquesa. Os lo prometo.

Naturalmente, un instante después de que doña Rufina abandonara mi palacio ya lo había olvidado todo, pues la marquesa había predicado en desierto y majado en hierro frío, mas lo que sí guardaba a buen recaudo en la memoria era aquello que en verdad iba a resultar me provechoso para mis propósitos. Así pues, busqué a Rodrigo por todas partes hasta que lo hallé en uno de los patios cortejando a una de mis doncellas bajo un limonero.

—¿Y aquella viuda con quien pensabas contraer nupcias? —le solté burlonamente de improviso. Él dio un brinco en el aire y la doncella dobló la rodilla y desapareció—. Una tal Melchora de los Reyes, tengo para mí, de Río de la Hacha. ¿Ando errada?

Gruñó, rezongó y renegó entretanto se me arrimaba.

—¿Para qué deseabas verme? —inquirió, enojado.

—He menester de Alonsillo.

—¿Qué tienes que poner en obra?

Se lo conté y su carcajada se escuchó más allá de los muros del palacio.

La casa de Fernando Curvo y Belisa de Cabra, en el barrio de Santa María, se alzaba solitaria entre dos callejones angostos, y, por más, sobre una elevación del terreno como si lo que le viniere en talante a su dueño fuera alejarla del resto de palacetes para destacarse más, algo muy del gusto de la familia Curvo. Era de dos plantas y contaba con unos portentosos pilares de piedra que, dado su sobreprecio, cantaban las alabanzas de la riqueza de su dueño.

Fui fraternalmente recibida por el matrimonio en la puerta principal —ella tan rolliza y oronda como en mi fiesta y él igual de enteco— y, tras los saludos, nos solazamos un buen rato junto a la fuente del patio ajardinado de la casa por mejor admirar las muchas plantas, árboles y flores que daban frescor a la galería porticada que lo rodeaba, en la cual acabamos por resguardarnos cuando el calor del mediodía se tornó ingrato.

Fue allí, en la galería, donde Fernando y Belisa me mostraron a sus tres hijas y a su único hijo, Sebastián, de hasta nueve años de edad, muy parecido a su padre en rostro y traza. La menor, Inés, de unos tres años, también se parecía a la familia Curvo y no paraba de revolverse en los brazos de su ama seca, que a duras penas podía contenerla. Las otras dos, Juliana, de hasta once años, y Usenda, de siete, habían salido en todo a los Cabra pues eran tan gruesas y robustas como su madre, si no más. Por fortuna, el ama seca se los llevó y pudimos retomar la plática que habíamos iniciado.

Hablamos sobre el comercio y la contratación, tanto en España como en el Nuevo Mundo, y otorgué la profundidad de mis conocimientos a la confianza de mi marido, don Domingo, quien discutía siempre conmigo todos sus asuntos. El mayor de los Curvos se demoró largamente en relatarme la buena marcha de los negocios de su familia, a quien había acompañado la fortuna en todo cuanto habían emprendido en los últimos años y yo sentí que me hervía la sangre entretanto guardaba silencio y escuchaba aquella sarta de mentiras que salían por su boca. Ahora conocía, gracias a doña Rufina, que él era el grande hacedor de la ventajosa posición los Curvos tanto en la Casa de Contratación como en el Consulado de Mercaderes, pues había obligado a sus hermanas a contraer matrimonios adecuados para adquirir tanto la información sobre las mercaderías que escaseaban o abundaban en el Nuevo Mundo como la facultad de fijar los precios de las mismas y las cantidades que cruzaban la mar Océana. A no dudar, los Curvos no eran los únicos que obtenían copiosos beneficios gracias al lucrativo comercio con las Indias, mas sí los peores, los más bellacos, viles y ruines.

Supe que estábamos esperando la llegada del padre de Belisa, Baltasar de Cabra, para empezar a comer, pues el viejo comprador de oro y plata había expresado el deseo de compartir con sus hijos mi agradable compañía y tuve que aparentar, una vez más, que aquel suceso me producía una enorme satisfacción cuando era justamente lo contrario.

Por fin, el banquero apareció y, tras algunas banales palabras de saludo, entramos en la casa para ocupar nuestros lugares en la mesa. Y aquí vino mi mayor asombro y admiración: todo, absolutamente todo lo que contenía aquel palacete estaba hecho de plata, de una purísima plata blanca como sólo podía encontrarse en el Nuevo Mundo, en lugares tales como el Cerro Rico del Potosí, en Pirú, o las minas mexicanas de Zacatecas, en Nueva España. Y cuando digo todo, quiero decir todo: los candelabros, las escudillas, las lámparas, las campanillas para llamar al servicio, los jarros, las palanganas, las cucharas y los cuchillos, los saleros, el azucarero, los platos, las salvillas, las copas, las fuentes de servir, las escupideras, los marcos, los velones, los taburetes, las sillas y hasta los bancos y la tabla entera de la mesa para comer, sin contar los Cristos, los Crucifijos, las insignias y las imágenes de bulto de Vírgenes y santos que abarrotaban la estancia. Sólo se salvaban los tapices de Flandes, las alfombras turcas y las pinturas, y eso por ser de tela. El valor de toda aquella plata, exquisita y magníficamente labrada, no sería inferior a muchos millones de maravedíes, a lo menos la que yo veía con mis propios ojos pues no conocía, ni podía conocer, la que se atesoraba en el resto de la casa. Pesare a quien pesare, el mayor de los Curvos no tendría que obligarse con nadie para proporcionar lujosas dotes a sus tres hijas. La plata, y por tanto la riqueza, abundaba en aquel hogar.

Mis tres anfitriones guardaron silencio un instante para mejor disfrutar de la grande satisfacción que les producía mi asombro al contemplar aquella extraordinaria opulencia, mas, al cabo, Fernando consideró que la modestia le obligaba a dar por concluido el alarde y me invitó a tomar asiento para principiar la comida. Los esclavos negros, de los que había muchos en la casa, sirvieron el primero de los platos, que no era otro que un magnífico arroz con leche para el que se había usado una buena cantidad de canela. Luego, acompañadas de aceitunas, nabos, coles y huevos, vinieron las carnes, de las que había de todas las clases: carnero, puerco, gallina, perdiz... Un placer para los sentidos mas, como no quería que las vituallas lo fueran todo y deseaba conocer cuanto me fuera posible sobre los Curvos, fui llevando la conversación hacia mis nuevas y queridas hermanas doña Juana y doña Isabel pues, si no erraba con Belisa de Cabra, ésta las tenía en muy poco aprecio y, antes o después, acabaría hablando más de lo debido por hallarse a gusto en su propia casa, comiendo y en grata compañía. De cierto que el cuero de vino viejo que gustábamos también contribuiría.

Mas no fue Belisa de Cabra sino su padre, don Baltasar, quien, al final, me procuró la información más notable. Yo había percibido que Fernando Curvo sentía una muy grande admiración por su suegro, a quien, a no dudar, veneraba. El viejo comprador de oro y plata era el verdadero amo en aquella casa y como tal actuaba y le dejaban actuar, de cuenta que empecé a dudar de que el mayor de los Curvos, el hacedor de la compleja trama de matrimonios de provecho, el fanfarrón de rostro avellanado que quería matarme de una estocada, fuera el único artífice de todo aquel ventajoso negocio familiar. Ni Juana ni Isabel ni Diego contaban para nada, pues de seguro sólo habían obedecido las órdenes de su hermano mayor en lo tocante a casamientos, y aún contaban menos sus consortes, Luján de Coa, Jerónimo de Moncada y la pobre condesa de Riaza, meras herramientas al servicio de las ambiciones de Fernando. Ignoraba la pujanza del quinto hermano, Arias, que se hallaba en Tierra Firme, mas a tal punto de mi historia hubiera jurado que sólo era otro lacayo más. Y, ¿a quién parecía obedecer y reverenciar Fernando? A Baltasar de Cabra, su suegro, uno de los hombres más ricos de Sevilla.

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