Venganza en Sevilla (28 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Venganza en Sevilla
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El rostro del anciano prior se había demacrado y su labio inferior, siempre colgante, temblaba como si fuera a echarse a llorar.

—¿Qué es lo que intentáis decirme, doña Catalina? —balbució, presa de una súbita desazón que se le trasudaba en estremecimientos.

—Esa dama, a quien yo consideraba una hermana, acusando falsamente a su propio lacayo de librea de robar unos saleros de plata de mucho valor, consiguió que su señor esposo echara a la calle al desdichado y, a continuación, con muchos y muy pensados artificios, me convenció de que, como le hacía grande falta un buen lacayo de librea, cualquiera de los míos le vendría como anillo al dedo. Como yo tenía tres y haraganeaban en demasía, me sentí muy gustosa de ayudarla y, cayendo en la trampa, porfié para que se llevara al que más le conviniera. Ella, tonta de mí, escogió a su amante y desde ese día se refocilan juntos ante las propias narices de su desdichado esposo. Hace algunas semanas —continué, aunque para entonces el viejo prior se hallaba al borde mismo de la muerte—, recibí la visita de mi primo de Toledo y, llorando, me contó su triste historia. Yo le ofrecí cobijo y ayuda en todo cuanto precisara pues, según me expuso, había descubierto que el traidor que había seducido a su esposa y a quien había jurado matar se hallaba viviendo en Sevilla. Me pidió discreción y se la he dado, de cuenta que nadie conoce su presencia en la ciudad salvo yo. Imaginaos mi asombro cuando ayer por la noche me dijo, por fin, que el nombre del infame era Alonso Méndez y que había sabido que se hallaba a vuestro servicio, don Luján, y, por más, acostándose con vuestra esposa y hermana mía, doña Juana Curvo.

El prior puso los ojos en blanco y se echó de súbito hacia atrás. Guardé silencio y esperé. Era propio de un mercader de grueso valorar el pro y el contra de cada una de sus acciones como en un importante negocio de trato. Conocía todo cuanto pasaba por su cabeza en esos momentos y debía dejarle llegar solo hasta el lugar en el que yo le estaba esperando.

—¿Y cómo sabéis que las palabras de vuestro primo son valederas? —me preguntó, al fin, con voz llena de ira.

—No me creáis a mí, don Luján —murmuré apenada—. Acudid ahora mismo a vuestra casa, antes de la hora a la que acostumbráis a llegar, y con vuestros propios ojos contemplaréis la verdad.

—¡Mas yo sólo soy un viejo! —tronó encolerizado—. ¿Cómo voy a enfrentarme a ese infame?

—Mi primo, Martín Solís, os suplica que le permitáis acompañaros en la hora de vuestra venganza. Ocupaos vos de doña Juana que él se encargará del lacayo.

—¡Matar a Juana! —exclamó con furia, llevándose las manos a la daga que lucía en el cinto.

—Estáis obligado a quitarle la vida a vuestra esposa adúltera —porfié con su mismo tono—. La muerte limpiará vuestro nombre y el de la muy digna y honesta familia Curvo. Cuando se conozca la verdad, vuestros cuñados, don Fernando y don Diego, os agradecerán que hayáis resuelto el asunto sin remilgos ni dilaciones. Estas desgracias vuelan por el aire en Sevilla y los pecados contra el honor y la honra sólo se limpian con sangre, don Luján, como bien sabéis.

—Habláis con buenas razones —murmuró—, mas, por ser tan grande la ofensa y por padecer yo tantos achaques, considero que mi hijo Lope lo ejecutará todo mejor.

—Celebro oíros discurrir con tanta discreción —ahí quería yo que llegase, justo ahí, pues él no podía, en verdad, clavarle certeramente un puñal a la gallarda y brava Juana sin que ella lo echara al suelo de un empellón, mas Lope de Coa, el hijo de hasta veinte años que desde pequeño había deseado profesar en los dominicos, tenía la fuerza y la firmeza necesarias para acabar con su madre y restituir la dignidad a la familia.

—Mi hijo nunca tuvo buenas relaciones con su madre y ahora comprendo la razón: ella era malvada, siempre lo fue, y yo no supe verlo.

Aquellos pensamientos ya no me interesaban. El tiempo apremiaba.

—Conservad en la memoria, don Luján, y hacédselo saber así al joven don Lope, que el lacayo Alonso es de mi primo y sólo de mi primo. Buscad a vuestro hijo y acudid con él sin demora a vuestra casa. Martín os está esperando en la puerta. Él se os dará a conocer.

El viejo prior me miró, conmovido.

—Nunca, doña Catalina, podré agradeceros en lo que vale el favor que me habéis hecho. Estaré en deuda eterna con vos, no lo olvidéis.

—Marchad presto, don Luján, y que Dios os acompañe.

—Quedad vos con Él, queridísima señora —dijo abriendo la portezuela del carruaje.

Damiana, en ese punto, volvió a mi lado y ocupó el lugar dejado por el prior.

—No tardará en hallar a su hijo en las Gradas —dijo—. Mude voacé de ropa y partamos al punto.

Di dos golpes en el tejadillo para que Rodrigo nos sacara de allí y el coche tomó el camino de la puerta de Jerez para dirigirse hacia el lugar en el que habíamos acordado encontrarnos con fray Alfonso y sus hijos. Las calles eran estrechas y tortuosas y se fueron volviendo más solitarias y cenagosas según nos alejábamos de la Iglesia Mayor y del centro de la ciudad. Tuve tiempo de sobra para mudarme en Martín, protegiéndome esta vez del frío de la calle con un herreruelo
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de buen paño, y de colgarme el tahalí con mi hermosa espada ropera forjada tanto tiempo atrás por mi verdadero padre en su taller de Toledo.

El coche se detuvo en una plazuela solitaria cerca de los muros del Alcázar Real. Allí nos esperaba fray Alfonso con Lázaro y Telmo, muy abrigados y quietos junto a su padre, sujetando por las riendas tres hermosos caballos que a saber de dónde habrían salido. Bajé prestamente del coche y me allegué hasta ellos. Los ojos de fray Alfonso no se apartaban de mí por lo mucho que le espantaba mi apariencia, mas yo sólo deseaba montar en una de aquellas cabalgaduras y partir hacia la casa de Juana Curvo, a no mucha distancia, pues pronto sería mediodía y todo podía acabar mal si nos retrasábamos.

—Tomad —me dijo el fraile entregándome una excelente yegua tordilla dispuesta con arreos de camino y estribos cortos, más adecuados para la posterior huida apresurada que para un paseo por la ciudad.

Sin mediar palabra monté ágilmente en la yegua y me volví hacia Rodrigo para mirarle y buscar aliento.

—Sígueme, compadre.

—Siempre detrás de ti, Martín.

Piqué espuelas y me alejé por las calles lodosas y malolientes, sola por primera vez en aquel extraño día. Debía llegar a la casa antes que don Luján y su hijo, que, como habíamos acordado, irían a pie y acompañados por sus criados de escolta. La muerte de Juana no me importaba un ardite, mas el pensamiento de encontrarla en el lecho con Alonso era un trago muy amargo que me producía congojas y tormentos. Yo misma había inventado aquel lamentable artificio aunque, cuando lo concebí, no recelé ni de lejos lo poco que iba a gustarme su resolución.

Conocía el palacete por haber pasado en coche por delante en repetidas ocasiones, de cuenta que distinguí al punto sus estrechos muros de tierra amasada, el blasón de la familia del prior encima de la puerta de la calle y los álabes del tejado de madera.

No se hizo esperar don Luján. En cuanto hube desmontado, un grupo de cinco o seis hombres torció la esquina y se allegó hasta mí a paso raudo.

—Mi nombre es Martín Solís —dije con voz grave en cuanto me alcanzaron.

Don Luján me observó sorprendido.

—¿Qué edad tenéis, señor? —me preguntó.

—La suficiente, don Luján, como para haber sido cornudo.

Un rayo de dolor le cruzó el rostro.

—Entremos —ordenó.

Lope de Coa podía no haber sido hijo del prior mas, de cierto, era hijo de Juana Curvo y sobrino de Fernando y Diego: el mismo porte alto y seco, el mismo rostro avellanado y los mismos dientes blancos y bien ordenados. Algo muy fuerte había en la naturaleza de los Curvos para que sus cualidades pasaran con tanta firmeza de una generación a otra. El mozo me miró sin vacilaciones y percibí su desprecio por la delicadeza de mis rasgos. Debió de sentirse más hombre junto a un alfeñique refinado como yo. Su mano diestra permanecía oculta bajo el recio gabán y un algo de locura brillaba en sus ojos. No se dignó saludarme ni dirigirme la palabra. Era un cabal heredero de su mala estirpe.

En cuanto entramos en el patio, lleno de macetas y grandes tinajas dispuestas a la redonda, los criados y esclavos negros que por allí había se barruntaron los problemas. Todos se mostraron asustados y desaparecieron de nuestra vista como por ensalmo. El secreto de Juana Curvo no había sido, a lo que se veía, tan secreto como ella tenía por cierto pues resultaba evidente que, menos el marido y el hijo, no había nadie en la casa que no estuviera al tanto de lo que venía acaeciendo en aquella alcoba del piso alto. Lope de Coa subió los escalones de dos en dos y, cuando los demás llegamos a la antecámara —yo respeté el paso tardo de don Luján—, lo hallamos empujando a un lado con grande violencia a la doncella que protegía la puerta, aunque la pobre muchacha, comprada con mis caudales, ni se le oponía ni gritaba para avisar a los adúlteros del peligro. Todo acontecía en un asombroso silencio, el mismo que reinaba en la casa entera, que parecía un monasterio de cartujos salvo por ciertos ruidos lujuriosos que salían de la alcoba.

Lope dio una firme patada a la puerta y las hojas se abrieron de par en par, dejando ver una estancia apenas iluminada por la luz de una vela (ventanales cerrados y tapices extendidos impedían que entrara la claridad del sol). Al punto, todo se tornó confusión y alboroto: Juana Curvo, pillada en flagrante alevosía, gritaba a pleno pulmón entretanto se esforzaba por cubrir su desnudez con las ropas de cama que yacían por el suelo; su hijo Lope, liberado del gabán, avanzaba hacia ella como un perturbado rabioso con un afilado puñal en la mano llamándola pérfida, adúltera, infiel y traicionera; los tres criados de escolta de don Luján se habían arrojado, entre gritos y exclamaciones, sobre Alonsillo, que, tan despojado como su madre le había traído al mundo, se debatía con todas sus fuerzas para liberarse de las garras de sus apresadores. Sólo don Luján y yo permanecíamos callados y detenidos en el umbral de la alcoba. El motivo de don Luján lo desconozco hasta el día de hoy; el mío era un dolor que me apretaba el corazón hasta hacérmelo reventar. Cosas muy extrañas me pasaban por la mente y me dolía como un ascua sobre la piel lo que tenía delante, mas, con todo, no podía apartar la mirada de aquel maldito Alonso, que tampoco retiraba de mí sus bellos ojos demandando en silencio mi pronta intervención. Me sentí torpe y necia por lo que me estaba aconteciendo, de cuenta que, con un esfuerzo sobrehumano, di un paso al frente y grité:

—¡Quieto todo el mundo!

Lope de Coa, que ya levantaba el puñal sobre el pecho de su madre, se volvió raudo hacia mí, admirado por la autoridad de mi voz.

—¡Quietos todos! —ordené de nuevo, avanzando—. Tú —le dije a uno de los apresadores de Alonso—, suelta a ése, dale su ropa y retira los tapices para que entre la luz. Tú —le dije a otro—, cierra la puerta de la alcoba y presta tu auxilio a don Luján, que no se sostiene en pie y está presto a caerse al suelo. Y tú —le dije al tercero—, retírate hasta el ventanal que da al patio y estate a la mira para que los criados no salgan de la casa hasta que todo concluya, no sea que vengan los alguaciles antes de tiempo.

Los tres hombres se volvieron hacia don Luján y éste asintió con la cabeza. Cuando entró, al fin, la luz de la calle, contemplé una estancia muy amplia en la que la abundancia, belleza y pureza de la plata que la adornaba hubiera trastornado el seso de cualquiera que no se hallara prevenido. ¿Qué había contado Rodrigo que le había contado Carlos Méndez que le había contado el bellaco de Alonso para que me lo contara a mí...? Que la cama era de tamaño medio, sí, poco aderezada y sin colgaduras, muy cierto. Aunque, ¿para qué ocultar que era toda de plata? ¡Una cama de plata labrada! Mas no era yo la única pasmada; los tres criados de don Luján habían quedado también en suspenso. Estaba cierta de que nunca se había visto cosa igual en todo lo conocido de la Tierra como no fuera en el palacio de algún sultán o en el de algún rey de la Berbería.

Un grito de Juana Curvo me sacó de mi arrobamiento. Al punto volvió a mi memoria dónde me hallaba y lo que acontecía a mi alrededor. Las riendas se me estaban escapando. El futuro dominico anhelaba poner fin a la vida de su madre y, si no lo contenía, su puñal acabaría con Juana antes de que yo pudiera conversar con ella.

—¡Deteneos, don Lope! —grité, acercándome—. Haced la merced de dejarme decir unas últimas palabras a esta adúltera que tanto me recuerda a otra que yo maté.

—¿Qué podéis querer decirle vos a mi señora madre? —objetó el joven demente—. ¡Aquí y ahora, sólo mi padre y yo diremos algo si es que hay algo que decir!

—¡Sea! —admití precipitadamente—. Don Luján, hacedme la merced de ordenar a vuestro hijo que me permita hablar con vuestra esposa antes de matarla.

El viejo prior, humillado, cornudo y rabioso, se allegó hasta su hijo y le puso la mano en el hombro.

—Deja que el joven le diga a esta ramera lo que le venga en gana.

Juana Curvo, siempre tan altiva y tan digna, lloraba, gemía y suplicaba por su vida desde el suelo, al que se había dejado caer, cubriéndose como podía la desnudez del cuerpo. De vez en cuando, miraba con adoración y a modo de despedida a su joven amante, Alonsillo, que ni siquiera reparaba en ella de tan asustado como se hallaba.

—Prepárese, mi señor don Lope —solicité al joven De Coa—, para clavar el puñal a su señora madre en cuanto yo termine de hablar con ella, pues sólo desprecio va a recibir de mí y procederá en consecuencia.

—Hacedme sólo una señal —masculló él, destilando odio. No era de extrañar que desde pequeño hubiera sentido el deseo de profesar en la orden de los dominicos, regente y alma de la Santa Inquisición. No hallaría un lugar mejor para sus inclinaciones, heredadas de su cruel tío Diego por una parte y, por otra, de su beato padre. ¡Y pensar que su tía Isabel me dijo de él cierto día que, de tan callado y piadoso como era, parecía un ángel! En aquella familia nadie veía sino lo que quería ver y como quería verlo.

Juana Curvo, que hasta entonces no se había fijado en mí por el mucho miedo que sentía y las amargas lágrimas que derramaba, abrió grandemente los ojos cuando, doblando una rodilla, puse mi rostro frente al suyo a tan corta distancia que nuestras narices se tocaban. Supo al instante que yo era Catalina Solís y eso hizo que tuviera para sí que había perdido por completo el juicio. En ese punto, por ayudarme, Alonsillo organizó un buen guirigay intentando huir de sus captores. Sin volverme, oí los gritos de los criados y los de don Luján y don Lope, así como los muchos golpes que le dieron.

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