Venganza en Sevilla (18 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Venganza en Sevilla
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—¡Bendita la hora! —exclamó—. Creí que nunca llegaría.

—Acaso Diego no salga esta noche —murmuré cavilosa—, mas, si no es esta noche será mañana y, si no, la noche después de la de mañana.

—No se inquiete vuestra merced —exclamó Alonsillo, abriendo ya la puerta para marcharse—, que Diego sale todas las noches. Mi padre y mi hermano Carlos lo tienen bien a la mira y no yerra un día que ese poltrón no busque jarana.

—Rodrigo, dile a los mozos que dispongan el coche.

—¿Cuál?

—El negro, el que compré y nunca he usado guardándolo para esta noche.

—¿Quieres tus caballos de siempre o les digo que pongan esos dos picazos extranjeros que engordan en las caballerizas?

—Los picazos, que no conviene que nadie relacione la casa de esta viuda con las cantoneras de la Madera, las Barrancas o las Hoyas de Tablada.

Una vez en mi alcoba, abrí el cofre de ropa blanca en cuyo falso fondo dormían un vestido nuevo de seda para Martín, con todos sus aderezos, y las armas que no empuñaba desde que había llegado a Sevilla en el aviso dos meses atrás. Plácidamente, rocé la hoja de mi espada con las yemas de los dedos.

—Calma, calma... —musité—. Pronto haré uso de ti. Ya no falta mucho.

Me dispuse a desvestirme sola, sin la ayuda de mi doncella, así que la tarea me llevó un cuantioso tiempo pues no estaba acostumbrada a pelear con los broches, botones, corchetes y cintas de mis vestidos, especialmente los de la espalda. Una hora larga después, cuando me miré en el espejo de la cámara, un acalorado Martín Nevares me contempló a su vez con descaro e insolencia. Limpié de mi rostro, ya sin afeites ni lunares postizos, el sudor que me llovía como de alquitara, y esperé pacientemente a que, llegadas las diez, los criados cerraran la casa y se retiraran a dormir. Unos golpéenlos me sacaron del letargo. Era Rodrigo.

—Vamos —me dijo cuando le abrí—. Ya no queda nadie.

Abandonamos el palacio silenciosamente. El portero sólo vio a Juanillo en el pescante del coche, al gobierno de los caballos picazos, y a Rodrigo dentro, pues yo iba escondida y cubierta por una tela que, aun siendo fresca, me hacía sudar como en Tierra Firme, donde siempre llevábamos la ropa pegada al cuerpo.

Llegamos a casa de doña Clara y entramos en el patio. Allí mismo nos esperaba Alonsillo con ella, que no portaba tafetán para el rostro ni manto, impaciente por verme tras tanto tiempo de ausencia. En cuanto salí del carruaje me abrazó.

—¡Qué bien lo estás haciendo, muchacha, qué bien lo estás haciendo! —exclamaba apretando el abrazo con fuerza una y otra vez.

—Me alegro de que vuestra merced se encuentre perfectamente, doña Clara —repuse casi estrangulada.

—¡Me da lo mismo de qué vayas vestida esta noche! —me dijo con grande entusiasmo aludiendo a mis ropas de Martín—. ¡Eres la reina de Sevilla, la emperatriz de Castilla! ¡Qué bien te enseñé, has de reconocerlo! ¡Toda la ciudad habla de ti día y noche, con admiración y asombro! Y yo me siento muy orgullosa de haberte creado. ¡Para que luego digan que las enamoradas no podemos comportarnos como damas! ¿Y las tres lechuzas? Cuéntamelo todo, por Dios. ¿Cómo es la marquesa de Piedramedina, la esposa legítima de don Luis? Tienes que darme cuenta de la fiesta de tu palacio con todos los pormenores.

Oí resoplar a Rodrigo en mi espalda, aunque bien hubiera podido ser el bufido de uno de los caballos, mas doña Clara, felicísima como estaba, no se apercibió del ruido e, ignorándole a él, a Juanillo y a Alonsillo, me agarró por el brazo y me arrastró hasta la sala de recibir sin tomar aliento entre cuestión y cuestión. No había tiempo para darle tantas razones como pedía mas hice cuanto pude por sosegar su curiosidad en tanto mis compadres se cargaban de paciencia en el oscuro patio. Cuando, al cabo de un rato, apremiada por mis quejas, se le alcanzó al fin que su afán podía desbaratar mi noche, renunció con pesar a conocer todo cuanto ansiaba y suspiró resignadamente.

—Sea, te dejaré ir —concedió de mala gana—, mas antes querrás tratar con la joven que te he buscado.

—¡A fe que sí! —repuse, aliviada.

—¡Ángela! —llamó. La doncella entró prestamente en la sala—. Dile a nuestra invitada que ya puede venir.

La criada salió al punto a cumplir la orden.

—¿Cuál es su gracia? —quise saber.

—Mencia Mosquera. Hasta hace un mes trabajaba en la mancebía de una querida comadre del Compás, una vieja hermana de juventud que nunca alcanzó a nuestra María en belleza ni a mí en ventura mas se convirtió pronto en madre de su propio negocio y ha ganado muchos caudales y mucha reputación. Mencia era la más solicitada de las veinte o treinta afamadas jóvenes de su casa y ahora mismo advertirás la razón.

Y así fue. Nada más abrirse la puerta y entrar a rostro desvelado la susodicha Mencia, advertí la notable belleza de la joven. Sus finos rasgos y su piel de nieve la convertían en una Venus, en una ninfa como las que mencionaban los libros de caballerías que leíamos en la Chacona. No usaba afeites ni adornos y vestía sin lujos, con saya, jubón y mantilla, pues así estaba ordenado para las mujeres públicas de Sevilla y, por más, llevaba el medio manto azafranado que declaraba notoriamente cuál era su profesión. Sus años no llegarían a los quince ni bajarían de los doce.

—¿Es conforme con lo que me pediste? —se interesó doña Clara.

—Tengo para mí que no ha de existir el hombre que pueda resistirse a la hermosura de Mencia —declaré convencida—. Una vez más, doña Clara, habéis puesto eficazmente en ejecución lo que os he pedido. Tenéis toda mi gratitud.

—¡Oh, no, no! —repuso contenta—. ¿Qué más podría desear que ayudarte?

—¿Cuánto cobras, muchacha? —le pregunté a la joven, que parecía no saber a quién mirar ni cuál debía ser su forma de obrar.

—Ahora, trescientos maravedíes —anunció sin expresión en el rostro. En nuestra casa de Santa Marta las mancebas pedían entre doscientos las más jóvenes y bonitas y cincuenta o sesenta las más feas y viejas. Sin embargo, en España, trescientos maravedíes era un precio muy bajo para la espléndida belleza de Mencia.

—Te pagaré tres mil y al caballero a quien seducirás esta noche le pedirás doscientos, para que no tenga nada que objetar, ¿conforme?

La muchacha asintió, complacida.

—¿Conoces que puedes recibir golpes?

Ella volvió a asentir.

—Sea, pues —concluí, levantándome de la silla—. Gracias otra vez por todo cuanto hacéis por mí, doña Clara. Pronto tendréis nuevas mías. Vamos —le dije a la joven—. Debemos partir.

La hermosa manceba se apartó para dejarnos salir a doña Clara y a mí y nos siguió hasta el patio donde esperaban mis compadres, cuyos seis ojos, al tiempo, se quedaron prendados en ella. Alonsillo, que había tenido la piel morena cuando trabajaba de esportillero en el puerto, desde que era criado en la casa de doña Clara había ido recuperado la fresca blancura, de cuenta que, cuando puso la vista sobre Mencia, se le apercibió el rojo granate de las orejas y las mejillas y me dolió pensar que estuviera sufriendo mal de amores.

—Sube al coche —ordené destempladamente a la muchacha, que obedeció sin chistar—. Quedad con Dios, doña Clara.

—Ve tú con Él, querido Mar...

—¡Sin nombres! —exclamé, señalando el carruaje.

—Como gustes —admitió, abrazándome y alejándose después hacia la puerta.

Mis compadres seguían mudos, turbados, y Alonsillo no perdía el intenso rubor que tanto me incomodaba. Juanillo, a no dudar, debía de estar igual, mas no se le notaba porque era negro como la noche. ¡Ay, los hombres, qué necios!

—¡Vamos! —grité con voz imperiosa—. Los tres reaccionaron al punto y, ya dispuestos, nuestro carruaje partió hacia el Arenal, donde habíamos quedado con el padre de Alonsillo, fray Alfonso. La puerta del Arenal (que, a diferencia de las otras, no se cerraba nunca, ni de día ni de noche y por más, no tenía guardas) era paso obligado para quienes deseaban frecuentar a las mujercillas que trabajaban fuera del Compás. El Arenal, para mi sorpresa, albergaba la misma multitud que a cualquier otra hora del día, aunque la ralea nocturna era de mucha peor calidad que la otra. Los hachones clavados en la arena iluminaban los juegos de naipes, los encuentros de mendigos, picaros y avispones, y las peleas de borrachos y truhanes. ¡Cuánta miseria y hambre procuraba el grande imperio español a sus gentes!

Fray Alfonso, que deambulaba por allí con la tranquilidad de quien conoce el paño y se siente a gusto, no nos advirtió hasta que nos detuvimos junto a él, cerca del río y de las naos. Allegóse hasta nosotros en la penumbra y, de tan oscuro como estaba, no pude verle, sino sólo escuchar su voz cuando Alonsillo abrió la portezuela.

—En nombre sea de Dios —murmuró.

Yo no debía hablar pues Fray Alfonso sólo me conocía como Catalina, no como Martín, y mi voz, aunque engrosada, podía llevarle a pensar que ella asimismo estaba en aquel coche.

—Me alegra veros, padre —le respondió su hijo—. ¿Qué nos contáis? Y considerad que no resulta conveniente que uséis nombres o linajes.

—Sea —respondió y, atento al mandato, refirió que, aquella noche, Diego Curvo y sus camaradas, buenas gentes de barrio aunque rufianes de la pendencia como él, habían cenado en el corral de los Olmos y, más tarde, se habían emborrachado de largo en el mesón que dicen del Moro, del cual salieron pasado el filo de la medianoche para dirigirse hacia las bodegas del Arenal, donde se encontraban ahora.

—A no mucho tardar atravesarán la puerta. Tu hermano Lázaro, que los tiene a la mira, nos avisará.

—Gracias, padre.

—¿Cuándo vendrás a casa? Los pequeños preguntan.

—Pronto, padre. Una tarde iré.

—¡Atento a Lázaro! —advirtió al punto Fray Alfonso, señalando—. ¡Ya vienen!

Cuatro jinetes que, por no ser reconocidos, llevaban bien calados los chambergos y el rostro embozado con las capas, salieron de la ciudad por la puerta del Arenal y, entre jolgorios y bufonadas, comenzaron a alejarse rodeando las murallas en dirección a los lugares de trajín ilícito de cantoneras. Tras ellos, un niño de hasta seis o siete años, vestido sólo con un calzón, movía los brazos en el aire haciendo ver que bailaba. Ése debía de ser Lázaro Méndez.

—Con Dios, padre —le dijo Alonsillo a Fray Alfonso al tiempo que saltaba del coche y trepaba hasta el pescante para quitarle las riendas a Juanillo, mal conocedor de aquellos andurriales. Yo cerré prestamente la portezuela antes de que el tiro de picazos saliera a todo correr en pos de los jinetes.

Tras pasear por oscuros llanos, huertos y olivares, los jinetes se detuvieron en un erial pobremente iluminado por un par de hogueras cerca de la ermita de San Sebastián. Sin tardanza, varias mujeres de trato se les acercaron y ellos, tras desmontar, las llevaron hasta el fuego para considerarlas. No debe comprarse la mercadería sin echarle antes el ojo.

—Mencia, es hora de trabajar —le dije a la joven al tiempo que depositaba en su mano los tres mil maravedíes acordados—. ¿Ves a aquellos jinetes? Tu caballero es uno que tiene los dientes perfectos, blancos y ordenados, sin agujeros ni marcas de neguijón. Lleva, por más, una vara al cinto, la vara con la cual, a no dudar, te pegará. No permitas que te lo quiten. Pasa toda la noche con él y aléjate presurosa de su lado antes del nuevo día y no vuelvas a verle jamás. Ya sabes lo que podría acaecerte después de hoy.

La muchacha asintió. Guardó los maravedíes en su faltriquera y, sin decir palabra, bajó sigilosamente del coche para no descubrirnos. Rodrigo y yo la seguimos con la mirada desde detrás del lienzo del ventanuco. Juanillo entró en ese momento por el otro lado y se sentó frente a mí, suspirando de largo.

Mencia ya estaba en el círculo de Diego Curvo, luciendo su muy blanco escote y su rostro gentil y perfecto. Una sonrisa de ángel la iluminaba toda. Diego no iba a poder resistirse al doble placer de poseerla y de golpearla con su vara. Para ese hideputa no había gusto sin palos. Ella se dirigió a él con unas palabras y él le sujetó el rostro por el mentón y se lo volteó a diestra y siniestra, como buscando imperfecciones. Luego, soltó una grande carcajada que sólo pudimos ver mas no oír y, agarrándola con rudeza por la cintura, se la llevó hacia la lobreguez de los campos de olivos.

Juanillo volvió a suspirar dolorosamente al tiempo que Rodrigo, con grande satisfacción, daba dos golpes en el tejadillo para que Alonso nos sacara de allí. El coche se puso en marcha, dio la vuelta y tomó el camino de regreso.

—Es muy cruel —nos soltó al punto Juanillo cargado de resentimiento— poner a una muchacha tan delicada y hermosa en manos de un puerco como Diego Curvo. ¿Qué es lo que pretendéis? Tenía para mí que veníamos a matarlo.

—Y a eso hemos venido —repuse. Juanillo me miró torvamente.

—¿La muchacha le va a matar? —preguntó sin darme ningún crédito—. ¿Es una asesina?

Miré al antiguo grumete de la Chacona y me volvió a la memoria aquel remoto día en que le vi por primera vez, cuando sólo era un niño pequeño que corría como el viento por mi isla cumpliendo las órdenes de mi señor padre. Ahora ya era un hombre completo y precisaba algo más que órdenes. Precisaba conocer.

—Mencia, esa hermosísima joven que has visto —le dije—, está muy enferma del mal de bubas
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pronto se hallará hecha una pura lepra. Lo mismo que él gracias a esta noche.

Juanillo no dijo esta boca es mía. Despavorido y aterrado se echó atrás en la oscuridad del carruaje.

—Deseo que Mencia —continué— tenga familiares que la cuiden y que, con los caudales que le he dado, tome una buena cama en el hospital del Espíritu Santo cuando le florezca la enfermedad.

No pesaba en mi conciencia el infierno que tenía por delante esa bestia majadera que era el menor de los Curvos, el maldito Diego, conde de Riaza. Su destino final era la muerte. Quien tal hace, que tal pague.

Y quiso el demonio que Damiana sanara al cardenal de Sevilla.

Cuando el anciano y enfermo don Fernando Niño de Guevara, culpable de la muerte de cientos de personas durante sus años como Inquisidor General, se halló en disposición de abandonar su palacio por primera vez tras convalecer de su melancolía y su hidropesía, no acudió a la Iglesia Mayor de la ciudad como hubiera sido lo justo y lo cabal, sobre todo tras haberse celebrado recientemente la festividad de la Virgen de los Reyes. Lo que hizo don Fernando, ante el asombro de la ciudad entera y de la corte de Madrid, hasta donde llegó la voz, fue visitar mi casa cierta tarde de finales de agosto para darme las gracias por su mismo ser. No me sentí honrada por tan grande agasajo pues no era más que otro bellaco escondido bajo un disfraz, aunque fingí grande contento y lo fingí muy bien.

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