Venganza en Sevilla (13 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Venganza en Sevilla
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Pronto la muchedumbre fue amplia y se tenía que apretar para circular entre los objetos de lance que se vendían en el malbaratillo que allí se hacía y en torno a las grandes tiendas de lienzo plantadas sobre la arena, dentro de las cuales se jugaba a los naipes y a los dados y se bebía con abundancia y sin disimulo. Entretanto el patache atracaba, mis criados y yo contemplábamos a las gentes y buscábamos con los ojos el coche del marqués de Piedramedina que debía acudir a recogernos, tal como habíamos acordado antes de nuestra partida.

Me había vestido con uno de mis mejores trajes y había elegido un vistoso sombrero a juego con los chapines y el quitasol para que se me pudiera ver bien desde todas partes y fuera yo quien atrajera todas las miradas. Naturalmente, llevaba el rostro cubierto por un tafetán negro pues, en aquellos momentos, yo era una importante y recatada dama: doña Catalina Solís, hidalga, viuda reciente de un riquísimo encomendero de Nueva España, sin hijos ni otra familia, que volvía con toda su fortuna para establecerse de nuevo en la patria y disfrutar de los dineros ganados por su desdichado marido, don Domingo Rodríguez, de apreciada memoria, muerto de viruelas el año anterior durante uno de sus viajes de negocios. Don Domingo, además de rico encomendero, era grande amigo de muchos nobles de la corte, con quienes había entablado amistad durante su juventud antes de partir para el Nuevo Mundo y uno de sus más apreciados afectos había sido siempre don Luis Bazán de Veitia, marqués de Piedramedina, el cual había sostenido con él una prolongada correspondencia hasta el mismo día de su muerte. Ahora, la viuda de don Domingo, doña Catalina, se ponía bajo la protección de don Luis, quien le había insistido reiteradamente en la conveniencia de regresar a España por ser mujer y por haber quedado sola y desamparada.

Así que allí estaba yo, doña Catalina Solís, viuda de don Domingo Rodríguez (lo cual era todo cierto menos lo del tratamiento de don, aunque no fuera ésta objeción de importancia), llegando a Sevilla en el aviso de la flota de Nueva España para reunirme con el buen amigo de mi esposo, el marqués de Piedramedina, quien me había ofrecido su favor y su auxilio para todo cuanto necesitase hasta que me hallara bien instalada en la ciudad. Llegar en el aviso (los avisos tenían vedado cargar pasaje salvo en ocasiones muy señaladas) era una muestra más de la importancia e influencia de mi difunto esposo en Nueva España, ya que sólo los nobles, los oficiales reales o los más opulentos mercaderes y sus familias podían viajar en ellos. A los que me contemplaban admirados desde el Arenal se les alcanzaba, a no dudar, que yo debía de ser alguien muy principal.

Los esportilleros y los marineros dispusieron, por orden del maestre, unas tablas para que la dama bajara a tierra sin mojarse los chapines y los vestidos. Mi entrada en Sevilla debía ser magnífica, de cuenta que toda la ciudad conociese de mi existencia antes de que acabara el día.

—¡Allí, señora! —me indicó Rodrigo, que se daba buena traza de criado indiano.

El marqués de Piedramedina acababa de salir de su coche y alzaba el brazo para hacerse ver. Sus criados se acercaron y ayudaron a los míos con los cofres, baúles y fardos. Caminé hacia él con elegancia seguida por mi criada negra, Damiana. Había llegado el momento de poner en ejecución todo lo aprendido con doña Clara. Las piernas me temblaban. ¿Se me notaría la hilaza de tela basta por debajo de las saboyanas de seda?

—¡Mi querida doña Catalina! —exclamó el marqués en voz alta para que todos pudieran oírle—. ¡Al fin estáis aquí! ¿Habéis disfrutado de un buen viaje desde Veracruz?

—Muy bueno, señor —repuse, inclinando la cabeza y haciendo una leve reverencia. Él me cogió de las manos y, alzándome, me llevó hasta el carruaje. En el interior, una sombra oscura se removió en el asiento.

—Os presento a mi esposa, la marquesa de Piedramedina. Querida, ésta es doña Catalina Solís, de quien tanto me has oído hablar.

—Subid al carruaje, doña Catalina —ordenó una voz meliflua—. Desde hoy mismo os llamaré hermana, si así me lo permitís.

—Será un honor para mí, marquesa —dije, entrando y tomando asiento frente a una mujer de talla corta aunque gruesa y de hasta sesenta años, carirredonda, de nariz chata y rostro colorado de bermellón, que me acechaba con ojos bailadores y esquivos, muy ajenos a la pretensión de igualdad que anunciaba de palabra con el trato de hermana. No llevaba el rostro cubierto porque el carruaje tenía todas las ventanas protegidas por gruesos lienzos que apenas dejaban pasar la luz.

—¡Qué joven sois! —se le escapó, no sin un deje de envidia—. Para ser viuda, quiero decir.

—En efecto, señora marquesa. Nuestro Señor se llevó a mi marido no hace ni un año. Me lo arrebató a poco de principiar nuestro matrimonio, aunque todo esto ya debéis de saberlo por vuestro esposo, el señor marqués. Guardaré eternamente en mi corazón la felicidad que don Domingo me procuró y la mucha compañía que me hizo.

—La vida siempre es cruel, querida doña Catalina, pero Dios Nuestro Señor, con su grande piedad y misericordia, os dará fuerzas para seguir viviendo.

—Eso espero, marquesa. —Aquel trueco de frases baladíes tendía a la aproximación, así que la cosa no discurría mal—. Mucho tengo que agradecer al señor marqués de Piedramedina, amigo leal de mi difunto marido, por las atenciones que me procura.

El carruaje se balanceó con violencia cuando entró don Luis, quien tomó asiento plácidamente junto a su esposa. Al punto, entornó los ojos y pareció dormitar. Nos pusimos en marcha. La marquesa, doña Rufina Bazán, sonrió y apoyó mustiamente sus manos en el regazo.

—Hemos adquirido en vuestro nombre —me anunció—, el palacio que llaman de Sanabria, que fuera hogar y solar de los condes de Melgarejo. Deseamos que os agrade.

—No albergo ninguna duda al respecto, señora marquesa —afirmé con complacencia—. Yo misma le pedí a don Luis por carta que me buscara una morada en Sevilla en la que vivir.

—Estoy cierta de que os gustará —afirmó ella, zarandeándose con los movimientos del coche—. El palacio se halla situado frente a la iglesia de San Vicente, cerca del río, y lo adquirimos en almoneda pública por la suma de diez y seis mil ducados.

La saliva se me cruzó en la garganta y el resuello se me cortó, mas no hice ningún aspaviento. ¡Seis millones de maravedíes por una casa o, por mejor decir, un palacio! El sudor bañó mi cuerpo bajo los elegantes vestidos. No es que no estuviera en posesión de esos caudales —que, por fortuna, lo estaba—, es que jamás se me había puesto en el entendimiento que una casa pudiera valer lo mismo que un reino.

—Su arreglo, en el que están trabajando desde que la adquirimos, costará otros cinco mil o seis mil ducados.

¡Otros dos millones de maravedíes! No me desmayé porque no me lo podía permitir. El marqués, que seguía con los ojos entornados, sonrió levemente.

—Espero que me ayudéis con los muebles y el ajuar, marquesa. No conozco a los artesanos de Sevilla y, desde luego, quiero a los mejores.

El rostro ancho y pintado de la marquesa se tiñó de satisfacción.

—¡Oh, doña Catalina, por eso no debéis preocuparos! Adquirimos también todos los bienes muebles de los condes de Melgarejo. El palacio Sanabria era notoriamente conocido por la belleza de su interior y el marqués pensó que su contenido os gustaría. Ha tomado mucho empeño en este asunto vuestro. Los arreglos se están haciendo con todo el mobiliario dentro; sólo se han retirado las imágenes, los libros de devoción, los retablos... Cosas de fácil hurto y grande beneficio para los que allí trabajan. Por más, supongo que habréis traído con vos el ajuar de vuestra casa en Nueva España.

—Erráis, marquesa —objeté con pesar—. Lo vendí todo antes de zarpar. Deseo principiar una nueva vida y hasta el objeto más pequeño me traería dolorosos recuerdos de la existencia que llevé en Nueva España con mi marido.

—¡Oh, entonces, desde luego, necesitaréis mi ayuda!

—Hasta los colchones tendré que adquirir, marquesa.

—Como si fuerais una... —sonrió amablemente.

—Una mujer que ha perdido para siempre la vida que amaba —la ayudé a terminar, por si tenía en el pensamiento algo inconveniente—, que se ha despedido de los amigos que más estimaba, de su hogar, de sus propiedades más queridas y hasta de sus animales de compañía.

—Sí, en efecto —murmuró, apretando el ceño. En aquel punto le vi el rostro de lechuza del que hablaba doña Clara, la enamorada del marqués, y era cosa muy cierta que se asemejaba a la dicha ave—. Mas sólo quería decir que me recordabais a una joven criada sin dote.

Con mentida alegría, tomé a reír muy de gana por el menosprecio. Debía estar a la mira y conservar en la memoria quién era yo y lo que pretendía y qué debía ganar en aquélla y en todas las partidas.

—Con vuestra ayuda, señora, eso cambiará pronto.

—Desde luego, querida doña Catalina —respondió—. Contad conmigo para lo que necesitéis.

En sus palabras había un tonillo, disfrazado en el amable ofrecimiento, que dejaba claro que una hidalga como yo, por acaudalada que fuera, no disfrutaría ni en el mejor de sus sueños de la ayuda de una dama noble como ella, de quien ni era una igual ni nunca lo sería.

—Os agradezco mucho vuestro ofrecimiento, marquesa. Así lo haré de muy buena gana.

Y ambas sonreímos.

Dos días después de mi llegada, el jueves que se contaban catorce del mes de junio, se celebró en Sevilla, por todo lo alto, la festividad del Corpus Christi. Como me alojaba en el palacio de los marqueses, donde quedé muy bien atendida a la espera de que terminaran los arreglos del mío, me vi en la obligación de ayudar a doña Rufina a confeccionar un altar de ceremonia en la sala de recibir y de asistir con ella a las procesiones y actos litúrgicos propios de tal gaudeamus (me gustaron los graciosos pastorcillos que bailaron la Danza de los Seises en la Iglesia Mayor), diversiones éstas que nos tuvieron dando vueltas tediosamente en el carruaje por toda ciudad desde que amaneció hasta la hora de la cena. Los barrios de Sevilla, por más, gustaban de sacar los pasos de sus iglesias a recorrer las calles, todos con la Custodia en la cabecera, y era cargo obligado que nadie se perdiese tales solemnidades. Habían transcurrido muchos años desde mi marcha a Tierra Firme y ya no guardaba recuerdo de la beatería y espiritualidad que gobernaba la metrópoli y, mucho más aquella ciudad, donde esas cosas se vivían con grandísimo relumbrón. Triana, la Magdalena, el Salvador, San Bernardo... todos los barrios lucían sus mejores galas y las campanas de sus iglesias repicaban sin descanso.

Sin embargo, de aquella molesta jornada, lo realmente destacado fue el sombrío momento en que nuestro engalanado coche se cruzó con el de las hermanas Curvo, Juana e Isabel, las grandes amigas de mi anfitriona. Uno de los lacayos de las hermanas saltó del pescante y nos detuvo, obligando a entrambos cocheros a colocarse de suerte que los ventanucos quedaran enfrentados. No era el primer encuentro del día ni el primer saludo en la calle, aunque las Curvo sí fueron las únicas que a mí me importaron. La marquesa levantó, pues, la cortinilla para conocer con quién nos habíamos topado esta vez y una grande sonrisa de alegría se dibujó en sus labios rugosos. Tal como yo había querido, mi llegada a Sevilla había resultado muy comentada y el ansia de saber más sobre aquella huéspeda indiana tan rica y opulenta que había llegado dos días antes en el aviso de Nueva España tenía removida a la ciudad. La curiosidad devoraba a los principales y la marquesa ya se había visto solicitada a concertar meriendas con una docena de personas para ofrecer un adelanto de la presentación que tendría lugar en mi palacio cuando estuviese terminado.

Tras los breves intercambios de saludos, y sin que yo supiera aún con quién nos las estábamos viendo, doña Rufina Bazán, orgullosa y satisfecha de tanta atención, se volvió hacia mí y dijo:

—Oíd, doña Catalina, os presento a doña Juana Curvo, esposa de don Luján de Coa, prior del Consulado de Mercaderes, y a su hermana doña Isabel, esposa de don Jerónimo de Moncada, juez oficial y contador mayor de la Casa de Contratación.

—Es un honor —repuse con voz gélida. Sus nombres me habían producido una muy grande alteración y aun un mayor desasosiego, mas debía disimularlo. Allí estaban mis enemigas, allí las mujeres que iba a matar, ésas eran las dos arpías del demonio cuyos rostros y ojos, fijos en mí y sonrientes, me procuraban bascas, dolores y coces en el estómago.

—¿Cuándo tenéis pensado dar la primera fiesta en vuestro nuevo palacio, señora doña Catalina? —me preguntó Juana Curvo con amabilidad.

—Poco o nada sé aún de los arreglos de mi casa, doña Juana —le contesté, guardando bien en la memoria su rostro desvelado. No deseaba olvidar nunca esa piel bruñida bajo el colorete, esos ojos redondos, esa quijada de recto perfil ni esas dos excelentes líneas de dientes níveos en las que no había ni huecos, ni manchas, ni imperfecciones, algo en verdad inexplicable y digno de admiración pues nunca había conocido a nadie que no hubiera sufrido los dolores y las pérdidas que provoca el maldito neguijón.

 

—Dicen que está casi acabado, señora doña Catalina —afirmó la otra hermana, Isabel Curvo, asomando por detrás. Mi extrañeza no tuvo límites al comprobar el inmenso parecido entre ambas. Las dos hermanas hacían gala del mismo rostro perfecto, de la misma piel pulida y de los mismos dientes sin tacha, sólo las diferenciaban detalles menores e inapreciables: Juana era varios años mayor que Isabel; Isabel era más boba que Juana; Juana era más fuerte, decidida y, probablemente, más malvada que Isabel; Isabel era mucho más rolliza de carnes que Juana. La mayor frisaría los cuarenta años; la menor, los treinta y pocos.

—En efecto, el palacio está casi acabado, doña Isabel, mas no lo he visitado y desconozco cuánto tardaré en habitarlo —repuse con sencillez, sin mostrar los tormentosos sentimientos que me ahogaban.

—¡Ojalá sea pronto! —exclamó ella con entusiasmo—. Tengo ganas de visitar el palacio Sanabria. ¡Dicen que es tan hermoso!

—¡Isabel! —la reconvino Juana—. Hacedme la merced de perdonar a mi hermana, doña Catalina. A veces, se comporta como una niña.

—Por Dios, doña Juana, no hay nada que perdonar. Vuestras mercedes están invitadas a mi palacio. Les mandaré aviso en cuanto haga mudanza y las recibiré allí con mucho gusto.

Isabel Curvo sonrió con satisfacción y Juana esbozó una leve sonrisa que declaraba a viva voz que no esperaban menos de una hidalga acaudalada como ellas, su par en la sociedad, certeza que ya me encargaría yo de desmentirles.

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