—Vos que sois tan diestro y tan valiente, ¿no tenéis más que matarle si vuelve?
—¡Cáspita! También ese es buen medio de bailar en la cuerda.
—¿Conque no deseáis casaros?
—No.
La hermosa fondista se quedó muy desconsolada, pues de buena gana hubiera tomado a D’Artagnan por esposo.
Cuatro años duraban estas relaciones, cuando se organizó la expedición al Franco-Condado. D’Artagnan formó parte de ella, y al tiempo de partir, la patrona se deshizo en lágrimas y juramentos de fidelidad. D’Artagnan no hizo más promesa que la de procurar a toda costa ganar honra y provecho.
Conociendo su valentía, fácil es comprender que se portó bizarramente, y al cargar al enemigo al frente de sus soldados, recibió un balazo en el pecho, quedando tendido en el campo de batalla. Viósele caer del caballo y no levantarse, de suerte que se le creyó muerto, y todos los que tenían esperanza de ocupar su vacante, aseguraron por sí o por no, que era cadáver. Es muy fácil creer lo que se quiere, y en el ejército, desde el general de división que desea la muerte del general en jefe, hasta los soldados que desean la del cabo, todo el mundo desea la muerte de alguien.
Pero D’Artagnan no se dejaba matar ni por esas. Después de permanecer durante los calores del día, privado del sentido sobre el campo de batalla, el fresco de la noche le hizo volver en sí: dirigióse como pudo a una aldea y llamó a la puerta de la casa que le pareció de mejor aspecto, siendo perfectamente recibido. Allí se curó, cuidado con el mayor esmero, y una vez repuesto emprendió el camino de Francia; una vez en Francia, tomó el de París, y cuando llegó a París se dirigió a la calle de Triquetonne.
Al entrar en su cuarto encontróse desagradablemente sorprendido, viendo en ella un equipaje militar, al que sólo faltaba la espada para estar completo.
—Sin duda habrá regresado —dijo para sí—: tanto mejor y tanto peor.
D’Artagnan se refería al marido de la fondista.
Intentó informarse del estado de la casa: la criada y los mozos eran nuevos. El ama había salido a paseo.
—¿Sola? —preguntó D’Artagnan.
—Con el amo.
—¿Ha regresado el amo?
—Sí, señor —contestó sencillamente la criada.
—Si tuviera dinero —pensó el gascón—, me marcharía. Pero como no lo tengo, tendré que quedarme y seguir los consejos de mi patrona, propinando una estocada a su marido.
Apenas acababa este monólogo, que evidencia que todo el mundo habla solo en las grandes ocasiones, cuando la criada, que estaba en la puerta, exclamó de repente:
—Ahí viene la señora con el amo.
D’Artagnan miró a la calle y vio en la esquina de la de Montmartre a su buena patrona, que volvía colgada del brazo de un enorme suizo, que le recordó a Porthos por el aire hinchado y majestuoso con que se contoneaba.
—¿Ese es el dueño? —preguntó D’Artagnan—. Me parece que ha crecido mucho.
Y se sentó en la habitación en sitio en que pudiera ser visto.
La patrona le vio en seguida y lanzó un débil grito.
D’Artagnan, con la mayor naturalidad, se levantó y dirigiéndose a ella la abrazó tiernamente.
El suizo miraba asombrado a la fondista, que se quedó más blanca que la cera.
—¿Sois vos, caballero? —dijo por fin ella con una turbación que no podía disimular.
—¿El señor es acaso hermano o primo vuestro? —preguntó D’Artagnan sin desconcertarse.
Y antes de que la fondista pudiera contestar, abrazó al suizo, que permaneció inmóvil, preguntando:
—¿Quién es ese hombre? La patrona no respondió.
—¿Quién es ese suizo? —preguntó también D’Artagnan.
—El señor va a casarse conmigo.
—¿Ha muerto vuestro marido?
—¿Y qué os importa a vos? —dijo el suizo.
—Me importa mucho —dijo D’Artagnan remedándole—, porque no podéis casaros con esta señora sin mi permiso, y que…
—¿Y qué? —preguntó el suizo.
—Y que… no quiero darlo —dijo el mosquetero.
El suizo púsose más encendido que una grana; llevaba su hermoso uniforme galoneado, y D’Artagnan estaba envuelto en una especie de capa gris. El suizo tenía seis pies de estatura, y D’Artagnan no tenía arriba de cinco. El suizo creía estar en su propia casa.
—¿Queréis salir de aquí? —preguntó dando en el suelo una patada como hombre que empieza a incomodarse seriamente.
—¿Yo? ¡No ciertamente! —dijo D’Artagnan.
—No hay más que llamar para que le echen —dijo un mozo que no acertaba a comprender cómo un hombre tan pequeño disputaba el puesto a aquel gigante.
—Tú —dijo D’Artagnan, que empezaba también a irritarse, agarrando al mozo de una oreja—, tú vas a principiar por quedarte aquí sin moverte siquiera, o de lo contrario te arranco esta oreja. Respecto a vos, ilustre descendiente de Guillermo Tell, haced un lío con las ropas que tenéis en mi cuarto, y salid inmediatamente a buscar casa.
El suizo se echó a reír a carcajadas.
—¿Yo salir?
—Vamos —dijo D’Artagnan—; veo que comprendéis el francés. Venid a dar un paseo conmigo, y os explicaré lo demás.
La patrona, que conocía a D’Artagnan por hombre perito con la espada, principió a llorar y a mesarse los cabellos.
D’Artagnan se acercó a la hermosa afligida, y le dijo:
—Entonces, despedidle vos misma, señora.
—¡Bah! —exclamó el suizo, que había necesitado algún tiempo para comprender la proposición de D’Artagnan—. ¡Bah! ¿Y quién sois vos para proponerme ese paseo?
—Soy teniente de los mosqueteros de Su Majestad, y por tanto vuestro superior en todo; pero como aquí no se trata de grados, sino de boletas de alojamiento, ya sabéis cuál es la costumbre. Venid a buscar la vuestra, y el primero que vuelva recobrará su cuarto.
D’Artagnan se llevó al suizo, a pesar de los lamentos de la patrona, la cual, aun cuando conocía en su interior que su corazón se inclinaba a su antiguo amante, no hubiera llevado a mal dar una lección a aquel soberbio mosquetero, que le había hecho la afrenta de rehusar su mano.
Los dos adversarios se fueron directamente a los fosos de Montmartre, y era ya de noche cuando llegaron. D’Artagnan pidió cortésmente al suizo que le cediese la habitación y no volviese más a ella; pero este se negó a ello con un movimiento de cabeza y tiró de la espada.
—Entonces dormiréis aquí —dijo D’Artagnan—: la cama no es agradable; pero no será culpa mía, pues vos sois el que así lo ha querido. Y diciendo estas palabras, tiró a su vez de su tizona y la cruzó con la de su enemigo.
Tenía que habérselas con un puño de hierro, pero su destreza era superior a toda fuerza. La espada del alemán nunca encontraba la del mosquetero. El suizo recibió dos estocadas casi sin sentirlo, a causa del frío; sin embargo, la pérdida de sangre y la debilidad que le produjo, le obligaron a sentarse.
—Vamos —dijo D’Artagnan—, ¿qué os había yo vaticinado? ¡No habéis dejado de adelantar bastante, testarudo! ¡Y gracias que sólo tenéis para quince días! Permaneced ahí, que yo os enviaré vuestras ropas con el mozo. ¡Hasta la vista! A propósito, mudaos a la calle de Montorgueil, fonda del
Gato Blanco
: allí estaréis bien servido, pero no por la misma patrona. Adiós.
Y volviendo orgulloso a su habitación, envió, en efecto, las ropas al suizo, a quien encontró el mozo sentado en el mismo lugar en que le dejara D’Artagnan, admirado todavía de la serenidad de su adversario.
El mozo, la patrona, y todos los de la casa guardaron a D’Artagnan los miramientos y consideraciones que hubiesen podido tener por el mismo Hércules, si volviese a la tierra para emprender de nuevo sus doce trabajos.
Pero cuando estuvo a solas con la patrona, le dijo:
—Ahora, hermosa Magdalena, ya sabéis la distancia que va de un suizo a un caballero; respecto a vos, nada os digo sino que os habéis portado como la mujer más despreciable. El mal es para vos, que perdéis mi cariño y mi permanencia en esta casa. He arrojado de ella al suizo para humillaros, pero no quiero vivir más aquí; no acostumbro habitar entre personas a quienes desprecio… ¡Eh, mozo! Que lleven mi maleta a la
Manzana de Oro
, calle de Bourdonnais. Adiós, señora.
D’Artagnan hubo de estar, a lo que parece, cuando pronunció estas palabras, imponente y seductor a la par. La patrona se arrojó a sus pies, le pidió perdón y le retuvo con una suave violencia. ¿Qué más hemos de decir? El asador estaba dando vueltas, la sartén hacía rechinar agradablemente las viandas, la hermosa Magdalena lloraba, y D’Artagnan sintió que le acometían al mismo tiempo el hambre, el frío y el amor. No pudo, pues, resistirse a conceder el perdón que se le pedía, y se quedó.
Así es como D’Artagnan continuaba habitando en la calle de Tiquetonne y en su fonda de la Chevrette.
Volvía D’Artagnan hacia su casa muy satisfecho con el dinero que le había dado el cardenal Mazarino, y acordándose de aquel hermoso diamante que fue suyo en otro tiempo y que vio brillar por un momento en el dedo del primer ministro, decía:
—Si otra vez llegara a pescar ese diamante, al momento lo convertiría en dinero, compraría algunas tierras en las inmediaciones del castillo de mi padre, que es una excelente morada, pero que no tiene otras dependencias que un jardín, tan grande apenas como el cementerio de los Inocentes, y allí esperaría tranquilamente a que alguna rica heredera, prendida de mi buena presencia, quisiese casarse conmigo. Después tendría tres guapos chicos, y haría del primero un gran señor como Athos; del segundo un buen soldado como Porthos, y del tercero un gallardo clérigo como Aramis. ¡A fe que esto sería mejor que llevar la vida que llevo! Pero, desgraciadamente ese señor Mazarino es un mostrenco que no se deshará de su diamante en mi favor.
¡Qué hubiera dicho D’Artagnan al conocer que aquel diamante se lo había confiado la reina a Mazarino para que se lo devolviese!
Al entrar en la calle de Tiquetonne, notó que había en ella mucha bulla y movimiento y que una multitud de gente se agolpaba en las inmediaciones de su casa.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó—. ¿Se habrá prendido fuego en la fonda de la Chevrette? ¿O habrá vuelto por fin el esposo de la hermosa Magdalena?
No era ni una cosa ni la otra, y al acercarse D’Artagnan conoció que no era delante de su casa, sino de la próxima en donde se agolpaba la gente. Oíanse fuertes gritos, corrían de una parte a otra varias personas con hachones, y a la luz que éstos despedían, notó D’Artagnan que había uniformes.
Preguntó al fin lo que sucedía.
Dijéronle que un paisano, con veinte amigos suyos, habían arremetido a unos guardias del cardenal que iban escoltando un carruaje, pero que habiendo ido más fuerza armada, habían obligado a los paisanos a apelar a la fuga. El que hacía de jefe de los amotinados se había refugiado en la casa inmediata a la fonda, y con ese motivo se estaba haciendo en aquella un escrupuloso registro.
En su juventud habría D’Artagnan corrido al punto donde hubiese visto uniformes y prestado auxilio a los soldados contra los paisanos, pero ya se había apagado en él aquel fuego, y como por otra parte llevaba en el bolsillo los cien doblones del cardenal no quería aventurarlos en aquel tumulto.
De modo que entró en su casa sin hacer más preguntas.
En otro tiempo, D’Artagnan deseaba siempre saberlo todo; ahora siempre sabía lo bastante.
La linda Magdalena no lo esperaba, creyendo, como le había dicho D’Artagnan, que pasaría la noche en el Louvre. Alegróse, pues, infinito, de aquel regreso inesperado, y con tanto mayor motivo cuanto que precisamente estaba muy asustada con lo que pasaba en la calle y no tenía ningún suizo que la defendiera.
Quiso entablar conversación con él y contarle lo que había pasado; pero D’Artagnan estaba entregado a mil reflexiones y no estaba de humor para hablar. Mostróle la patrona la comida caliente, mas D’Artagnan hizo seña de que se la llevasen a su habitación, añadiendo que subiesen también una botella de rancio Borgoña.
La hermosa Magdalena estaba acostumbrada a obedecer militarmente, es decir, a una señal. Como D’Artagnan habíase dignado hablar aquella vez, fue servido con doble prontitud.
El mosquetero tomó su llave y su luz, y subió a su cuarto. Se había contentado con una habitación en un cuarto piso, y el respeto que profesamos a la verdad, nos obliga a decir que se hallaba aquélla situada debajo del tejado.
Allí tenía su tienda de Aquiles. D’Artagnan se encerraba en aquel aposento cuando quería castigar con su ausencia a la bella Magdalena. Su primer cuidado fue el de guardar en una vieja cómoda, cuya cerradura únicamente era nueva, su saco, sin cuidarse siquiera del dinero que contenía. Luego, como le trajeron la comida juntamente con la botella de vino, despidió al mozo, cerró la puerta y se sentó a la mesa.
No hizo esto seguramente, como es fácil de suponer, para ponerse a reflexionar, pues D’Artagnan pensaba que sólo salen bien las cosas cuando se hacen a tiempo. Tenía hambre y satisfizo su apetito, y así que acabó de comer, se acostó. Tampoco era D’Artagnan de aquellos que piensan que la noche da consejos; la noche sólo le servía para dormir; y por la mañana, al contrario, era cuando enteramente listo y despejado tenía las inspiraciones más felices. Mucho tiempo hacía que no había tenido ocasión de pensar por las mañanas, pero siempre había dormido por las noches.
Al amanecer despertó, saltó de la cama con una resolución propiamente militar y comenzó a pasearse por su cuarto, reflexionando.
—El año 43 —dijo para sí—, a los seis meses poco más o menos de la muerte del otro cardenal, recibí una carta de Athos. ¿En dónde fue? Veamos… ¡Ah! en el sitio de Besanzon, ya me acuerdo; permanecía en la trinchera: ¿y qué me decía? Que vivía en una pequeña posesión; sí, eso es; en una pequeña posesión; pero, ¿dónde? Al llegar a este punto llevóse el viento la carta. En otro tiempo la habría ido a buscar, aun cuando el viento la hubiese llevado a un sitio enteramente descubierto. Pero la juventud es lo más malo del mundo… sobre todo cuando ya no es uno joven. Dejé que fuese mi carta a llevar las señas de Athos a los españoles, los cuales viendo que era un asunto que no les interesaba, podían haber tenido la atención de enviármela. No hay, pues, que pensar en Athos. Vamos por Porthos. En el mes de septiembre de 1646, recibí una carta suya invitándome a una cacería en sus posesiones. Como por desgracia me hallaba entonces en Bearn, a causa de la muerte de mi padre, la carta, que llegó después de mi salida, fue siguiéndome la pista, y no me alcanzó hasta abril de 1647. Buscaré la carta que debe estar entre mis títulos de propiedad.