Raze abrió la puerta trasera de la limusina e indicó a Kraven que entrara. Éste tragó saliva, incapaz de disimular del todo la incomodidad que sentía, y subió al coche. Mientras Raze cerraba la puerta, Kraven no pudo evitar mirar atrás una última vez para asegurarse de que Soren seguía allí. Entonces la puerta se cerró bruscamente y lo dejó aislado de su imponente guardaespaldas.
Barbilla alta, se recordó para sus adentros tratando de darse ánimos. No muestres debilidad. No soy yo el que tiene que temer el desenlace de este encuentro. No tengo nada de que disculparme.
A pesar de ello, tenía un nudo en la garganta.
El interior de la limusina estaba a oscuras y olía a moho. La luz parpadeante de una farola cercana penetraba débilmente el cristal negro de las ventanillas tintadas del vehículo. Al otro lado de la ventanilla, Kraven vio que Soren y Raze tomaban posiciones a ambos lados de la limusina. Se fulminaron el uno al otro con la mirada, dos soldados inmortales que aventaban su amarga rivalidad bajo la incesante lluvia.
Kraven apartó de mala gana la mirada de la ventana y le prestó toda su atención al asunto que se traían entre manos. Más nervioso con respecto a aquel encuentro de lo que se atrevía a admitir incluso a sí mismo, decidió pasar de inmediato a la ofensiva.
—¡Enfrentarse a un grupo de Ejecutores en público y dedicarse después a perseguir a un humano inútil no es precisamente lo que tenía pensado! —protestó con brusquedad mientras realizaba un expresivo despliegue de justa indignación. Helado, húmedo e incómodo, dejó que las sensaciones físicas que estaba experimentando se transmitieran a su voz—. Se os dijo que estuvierais en silencio y no os dejarais ver —continuó—, no que…
Una mano emergió de improviso de la oscuridad del otro asiento, sujetó a Kraven por el cuello e interrumpió su diatriba. Una figura ataviada de negro se inclinó hacia él. Sus ojos entornados no mostraban demasiada paciencia para con el histrionismo del empapado vampiro.
—Cálmate, Kraven —dijo Lucian. Como de costumbre, el medallón en forma de estrella brillaba sobre su pecho. Kraven nunca le había visto sin él.
Las uñas de los dedos del licano se extendieron y se convirtieron en garras afiladas como cuchillos que se clavaron en la carne de Kraven. El vampiro se encogió de dolor, y trató en vano de librarse de la poderosa presa de Lucian. Intentó decir algo pero casi no podía ni respirar. Lucian apretó y asfixió a Kraven un poco más.
—El humano no te concierne —dijo el licano con calma, como si en aquel mismo momento no estuviera ahogando a Kraven—. Y además —añadió con una sonrisa lupina—. Creo que ya hemos estado en silencio demasiado tiempo.
Lo soltó por fin. Jadeando, Kraven se dejó caer sobre el respaldo de su asiento. Lanzó una mirada funesta a Lucian con los ojos inyectados en sangre. No por primera vez, lamentó el día en que firmara una alianza con aquel repulsivo hombre-bestia. Algún día pagará esta afrenta, se prometió en silencio. En aquel momento había demasiado en juego como para ponerlo en peligro. Pero algún día. Y no muy lejano…
Tras recuperar el aliento, hizo lo que pudo por recobrar la dignidad.
—Mantén a tus hombres a raya, Lucian. Al menos por algún tiempo. —Lucian necesitaba que le recordaran que Kraven era u colega de conspiración, no su subordinado—. No me obligues a arrepentirme de nuestro acuerdo.
Lucian se rió en voz baja. Saltaba a la vista que la amenaza de Kraven no lo había impresionado. Sus uñas recobraron su tamaño normal mientras dirigía al petulante vampiro una mirada capaz de marchitar las flores.
—Tú concéntrate en tu parte —le dijo con un tono que no toleraba disenso alguno—. Recuerda que ya he sangrado por ti en una ocasión. Sin mí, no tendrías nada.
Sus ojos grises, que no conocían el miedo, desafiaron a Kraven a contradecirlo. Lo repitió con lentitud, subrayando cada palabra para darle mayor énfasis.
—No serías… nada.
E
n la mohosa atmósfera del archivo reinaba el peso de las edades. Las estanterías de roble oscuro se inclinaban bajo el peso de incontables volúmenes de saber e historia. Manuscritos miniados, trabajosamente ilustrados y copiados por monjes medievales, compartían las abarrotadas estanterías con los abundantes frutos literarios de las generaciones posteriores a Gutenberg. Memorias, historias y códices encuadernados en piel se guardaban en dobles filas o se amontonaban sobre el suelo en pilas en precario equilibrio que amenazaban con volcarse en cualquier momento. Había polvorientos artefactos —recuerdos de los siglos pasados— desperdigados aquí y allá entre numerosos registros escritos: un cáliz de bronce del siglo XIII, la curva cimitarra de un príncipe otomano muerto hacía siglos, una placa de plata en relieve que conmemoraba la Batalla de Vezekeny de 1654, un cetro de filigrana dorada con el símbolo regio de Transilvania… reliquias preciosas todas ellas de novecientos siglos de historia vampírica.
Selene tenía toda la apartada biblioteca para ella sola. No era nada nuevo; Kraven y su séquito de hedonistas sentían más interés por los placeres del presente que por los restos acumulados del pasado. Los arcaicos tomos estaban cubiertos de polvo y telarañas, lo que demostraba lo raro que era que el archivo recibiera la visita de alguno de los sibaritas que habitaban en Ordoghaz. Ni siquiera las numerosísimas criadas de la mansión entraban más que en raras ocasiones en aquellas estancias polvorientas. Por regla general, eran elegidas más por la belleza de su rostro y su figura y por su disposición complaciente que por su diligencia.
Igual da,
pensó Selene. Tenía que realizar una investigación importante y no quería que la interrumpieran. Sus ojos recorrieron las atestadas estanterías en busca de los legajos específicos que necesitaba. Ataviada aún para la batalla, caminaba por la biblioteca con su traje de cuero manchado de barro. En el exterior, la tormenta todavía arreciaba. La lluvia azotaba los ventanales de medio punto de la biblioteca y proyectaba espeluznantes y acuosas sombras que danzaban sobre las paredes.
Su mirada se posó en la puerta rectangular de pino del inocente armario, encajado entre dos enormes estanterías de roble. A decir verdad, habían pasado casi setenta años desde que examinase aquellos archivos en persona pero recordaba vagamente que las crónicas referentes a las primeras décadas de la guerra se guardaban en aquel armario abandonado. En teoría, la información que buscaba debía de estar allí.
Dio un suave tirón al antiquísimo pomo de cristal y descubrió que la puerta del armario estaba cerrada. Por supuesto, pensó frunciendo el ceño. Sólo el cielo sabía qué se había hecho de la llave. Pero no estaba dispuesta a dejarse desalentar tan fácilmente, de modo que levantó la pierna y —¡Ka-boom!— arrancó la obstinada puerta de sus goznes. La luz polvorienta se arrastró hasta el interior del armario y su contenido quedó al descubierto por vez primera en varias generaciones. Selene sonrió al ver varias docenas de tomos pesados, guardados en una vitrina de grueso cristal, tal como ella recordaba.
Eureka,
pensó.
La vitrina no estaba cerrada, lo que le ahorró la necesidad de seguir rompiendo cosas. Tras abrirla, cribó con la mirada los volúmenes, examinando sus lomos y tapas desgastados por el tiempo. Seleccionó cuatro o cinco de los candidatos más prometedores y llevó los gruesos textos a una mesa de arce de estilo victoriano que dominaba el centro de la biblioteca. Sopló sobre las tapas y la mesa para quitarles las décadas de polvo acumulado y a continuación se sentó para inspeccionar las antiquísimas crónicas.
En un mundo perfecto, se hubiera tomado su tiempo para examinarlos con detenimiento y poder leer con cuidado hasta la última de las palabras. Sin embargo, tenía la sensación de que se le estaba acabando el tiempo, de modo que pasó rápida pero suavemente las resecas y crujientes páginas, en busca de las respuestas que necesitaba con urgencia.
Las columnas de caligrafía intrincada estaban acompañadas por imágenes medio borradas que representaban escenas de la larga cruzada contra los hombres-lobo. Al principio, Selene asintió de aprobación al ver los retratos de Ejecutores medievales cabalgando a la batalla y su corazón no-muerto se llenó de orgullo. Sin embargo, a medida que continuaba examinando los elaboradamente detallados grabados, empezó a encontrarse, con creciente consternación, con ilustraciones que más que batallas parecían representar masacres. Imágenes espeluznantes, dignas de Doré, mostraban a hombres y mujeres-bestia (reconocibles por sus pelajes y sus zarpas) torturados y quemados en la pira por sus ancestros. Cachorros medio humanos eran arrojados como combustible a las llamas o aplastados por los cascos de plata de los corceles de los Ejecutores, para quienes su condición no suponía garantía alguna de cuartel. Desde el otro lado de un abismo de siglos, el miedo y la angustia de los licanos se escuchaba alto y claro.
Frunciendo el ceño, pasó una página y se encontró con otra ilustración igualmente inquietante que mostraba a varios licanos encadenados, lo mismo machos que hembras, obligados a arrodillarse y marcados como ganado. Crueles Ejecutores, armados con picas y ballestas, asistían a la escena mientras la plata al rojo vivo se aplicaba al cuerpo de los desgraciados licanos y dibujaba los emblemas de sus nuevos amos en su misma carne.
—¿Qué es esto? —preguntó Selene con voz entrecortada mientras se apartaba de las horripilantes imágenes. ¿Mitos de la antigüedad? ¿Propaganda medieval?
Pasó un dedo por el amarillento pergamino tratando de encontrar alguna explicación a las inquietantes ilustraciones del libro. Su frente marfileña se arrugó mientras trataba de descifrar el texto adyacente. Por desgracia, los diminutos caracteres parecían emplear una forma arcaica del magiar que estaba más allá de sus conocimientos. Contempló con frustración la diminuta e indescifrable caligrafía, que estaba astutamente entrelazada con varias imágenes en miniatura en las que se representaban los diferentes símbolos con los que se marcaba la carne de los aullantes licanos. Puede, pensó, que aquellas páginas constituyesen un catálogo de las diferentes marcas.
Al mirar con mayor detenimiento los misteriosos símbolos, no pudo dejar de observar que aunque las diferentes marcas variaban ligeramente de ilustración a ilustración, todos los diseños tenían como base una de las siguientes mayúsculas: V, A o M.
Como la insignia en las tumbas de los Antiguos.
Viktor, Amelia y Marcus.
A pesar de la ropa de cuero ajustado que vestía, un escalofrío recorrió el cuerpo de Selene. Mientras su mente le daba la espalda a las implicaciones inquietantes de los grabados medievales, apartó el volumen acusador y alargó la mano hacia un libro diferente.
Por suerte, este estaba escrito en Inglés Antiguo. Sin embargo, al pasar sus páginas se dio cuenta de que muchas de las ilustraciones y párrafos habían sido tapados con una generosa aplicación de impenetrable tinta india. Además, parecía que le habían arrancado docenas de páginas. Levantó el libro sobre la mesa y le dio la vuelta: no cayó ninguna de las páginas que faltaban.
Interesante, pensó Selene. Aquello resultaba cada vez más sospechoso. ¿Por qué se habría molestado alguien tanto en ocultar el pasado? ¿Qué oscuro secreto estaba tratando de esconder?
Mientras hojeaba el maltrecho volumen, topó con la imagen de un solitario macho licano, con las garras lupinas extendidas a ambos lados del cuerpo. Lo más curioso era que el rostro del licano había sido quemado por completo y cerca del borde superior de la imagen no quedaba más que un agujero circular.
Selene examinó con más cuidado el mutilado retrato. En el brazo derecho del licano sin cara se veía con toda claridad una marca que contenía una elaborada V mayúscula de grandes dimensiones.
V por Viktor,
pensó casi sin querer.
Bajo el retrato, una leyenda borrosa rezaba:
«Lucian, azote de inmortales, señor de la horda de los licanos».
Selene esbozó una sonrisa sombría. Por fin estamos llegando a alguna parte, pensó. Eso era lo que había estado buscando.
Bajo el retrato decapitado de Lucian había otro grabado en el que se representaba una trabada batalla entre vampiros y licanos. Los vampiros, armados con espadas y ballestas de plata, atacaban una manada de licanos humanoides y lupinos, y cada bando infligía graves bajas al contrario. La caballería de los vampiros empalaba a los licanos en sus lanzas de plata, de tres en tres y hasta de cuatro en cuatro, mientras que en otra parte de la página, licántropos completamente transformados hacían pedazos a desgraciados vampiros con garras del tamaño de cuchillos y colmillos. Como fondo se veía humo y fuego que ascendían al cielo de la noche desde las bocas de varias cavernas de una montaña lejana. En el cielo, la luna, con los rasgos de un licano enfurecido, contemplaba la sanguinaria escena con rabia asesina en los ojos.
Selene reconoció, gracias a los egocéntricos relatos de Kraven, la crucial Batalla de los Alpes. Su dedo pasó sobre el párrafo de la siguiente página.
«De las docenas de almas valientes que se aventuraron en la infernal fortaleza de Lucian, sólo un vampiro sobrevivió: Kraven de Leicester, que fue recompensado con largueza, no sólo por haber entregado a las llamas el castillo sino por regresar con la prueba tangible de la caída del amo de los licanos: la piel con la marca al hierro, cortada del brazo de Lucian».
Al final de la página había lo que parecía un trozo de cuero seco de color marrón, plegado varias veces en forma de cuadrado. ¿La «prueba tangible», anteriormente mencionada? Arrugando la nariz con repugnancia, Selene desdobló con cuidado el miserable trozo de piel y encontró la estilizada V grabada en el fragmento.
Siguió la marca con la yema del dedo, consciente del significado histórico del objeto. No era un sencillo trozo de cuero, era un pedazo de piel arrancado de la carne de un licano caído. Su mirada pasó al retrato sin cara que encabezaba la página adyacente y comparó la marca del brazo de Lucian con la del repulsivo fragmento que tenía delante.
Las marcas eran idénticas.
¿Qué me dices de esto?,
pensó, sin saber sí se sentía aliviada o decepcionada ahora que los archivos habían confirmado la historia de Kraven sobre la muerte de Lucian, que hacía seis siglos le había permitido ascender de inmediato a las posiciones superiores de la jerarquía del aquelarre. Por mucho que hubiera deseado coger a Kraven en una mentira, se alegraba de saber que el infame Lucian estaba realmente muerto.