Una reina en el estrado (15 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
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—¿Y bien? —dice él—. ¿Está?

—Ah. ¿Aún no ha dicho nada? Por supuesto, la comadrona no dice nada hasta que lo sienta moverse.

Él la mira: ojos pétreos.

—Sí —dice ella al fin, lanzando una mirada nerviosa por encima del hombro—. Ya se ha equivocado antes. Pero sí.

—¿Lo sabe el rey?

—Deberíais decírselo, Cromwell. Ser el hombre que da la buena noticia. Quién sabe, podría nombraros caballero en el acto.

Él está pensando: «Llamar a Rafe Sadler, llamar a Thomas Wriothesley, mandar una carta Edward Seymour, avisar con un silbido a mi sobrino Richard, cancelar la cena con Chapuys, pero no dejar que la comida preparada se desperdicie: invitar a sir Thomas Bolena».

—Supongo que era de esperar —dice Jane Rochford—. Estuvo con el rey la mayor parte del verano, ¿no? Una semana aquí, una semana allá. Y cuando no estaba con ella, le escribía cartas de amor y las enviaba por Harry Norris.

—Señora mía, debo dejaros, tengo cosas que hacer.

—Estoy segura de que las tenéis. Bueno, está bien. Vos, que sois normalmente tan buen oyente. Siempre atendéis a lo que yo digo. Y yo digo que este verano le escribió cartas de amor y se las envió por Harry Norris.

Él se aleja con demasiada prisa para entender bien esa última frase; sin embargo, como admitirá más tarde, el dato se grabará y se adherirá a ciertas frases propias, no formadas aún. Frases tan sólo. Elípticas. Condicionales. Como es condicional ya todo. Ana floreciendo mientras cae Catalina. Se las imagina, las caras tensas y las faldas recogidas, dos muchachitas en un camino cenagoso, jugando al sube y baja, columpiándose en una tabla en equilibrio sobre una piedra.

Thomas Seymour dice inmediatamente: «Ésta es la oportunidad de Jane, ahora. Él no vacilará más, querrá una nueva compañera de lecho. No tocará a la reina hasta que dé a luz. No puede hacerlo. Hay demasiado que perder».

Él piensa: tal vez ya el rey secreto de Inglaterra tenga dedos, tenga un rostro. Pero ya pensé eso antes, se recuerda. Ana, en su coronación, cuando lucía su embarazo con tanto orgullo; y al final no era más que una niña.

—Yo aún no lo veo —dice el viejo sir John, el adúltero—. No veo cómo él puede querer a Jane. Porque si fuese mi hija Bess… El rey ha bailado con ella. Le gustaba mucho.

—Bess está casada —dice Edward.

Tom Seymour se echa a reír.

—Tanto mejor para su propósito.

Edward se enfada.

—Basta de hablar de Bess. Ella no lo aceptaría. Ella no tiene nada que ver.

—Podría ser bueno —dice sir John, tanteando—. Porque hasta ahora Jane nunca nos ha servido para nada.

—Cierto —dice Edward—. Jane sirve para tanto como una crema de vainilla. Que se gane ahora su manutención. El rey necesitará compañía. Pero nosotros no la pondremos en su camino. Que sea como aquí, Cromwell, ha aconsejado. Enrique la ha visto. Y ha decidido. Ahora ella debe eludirle. No, debe rechazarle.

—Oh, cuánta arrogancia —dice el viejo Seymour—. No sé si podréis permitírosla.

—¿Permitirse lo que es casto, lo que es propio? —replica Edward—. Vos nunca podríais. Callad la boca, viejo lujurioso. El rey finge olvidar vuestros crímenes, pero en realidad nadie olvida. Estáis señalado: el viejo cabrón que le robó la esposa a su hijo.

—Sí, callad, padre —dice Tom—. Estamos hablando con Cromwell.

—Hay una cosa que me da miedo —dice él—. Vuestra hermana estima a su antigua señora, Catalina. Esto es bien sabido por la reina actual, que no pierde ocasión de maltratarla. Si ve que el rey anda mirando a Jane, me temo que se verá más perseguida aún. Ana no es de las que se quedan sentadas mientras su marido convierte en una…, una compañera…, a otra mujer. Aunque piense que se trata de algo temporal.

—Jane no le dará importancia —dice Edward—. Si recibe un pellizco o una bofetada, ¿qué? Sabrá soportarlo pacientemente.

—Conseguirá de él una gran recompensa —dice el viejo Seymour.

Tom Seymour dice:

—A Ana la hizo marquesa antes de tenerla.

La expresión de Edward es tan hosca como si estuviese pidiendo una ejecución.

—Ya sabéis qué la hizo. Primero marquesa. Después reina.

El Parlamento aplaza sus sesiones, pero los abogados de Londres, aleteando sus negras togas como cuervos, se asientan para su periodo invernal. Se filtra la feliz noticia y se difunde por la corte. Ana se afloja los corpiños. Se hacen apuestas. Garrapatean plumas. Se doblan cartas. Se aprietan sellos en la cera. Se montan caballos. Zarpan naves. Las viejas familias de Inglaterra se arrodillan y preguntan a Dios por qué favorece a los Tudor. El rey Francisco frunce el ceño. El emperador Carlos se chupa el labio. El rey Enrique baila.

La conversación en Elvetham, aquella confabulación de primera hora, es como si nunca hubiese existido. Las dudas del rey sobre su matrimonio parece que se han esfumado.

Aunque se le ha visto pasear con Jane en los desolados jardines invernales.

Su familia la rodeó; le llamaron a él.

—¿Qué os dijo, hermana? —exige Edward Seymour—. Contádmelo todo, todo lo que os dijo.

—Me preguntó si sería su buena amante —contesta Jane.

Ellos intercambian miradas. Hay una diferencia entre una amante y una buena amante: ¿sabe Jane eso? Lo primero implica concubinato. Lo segundo, algo menos inmediato: un intercambio de señales, una admiración lánguida y casta, un galanteo prolongado…, aunque no puede ser muy prolongado, claro, porque si no Ana habrá dado a luz y Jane habrá perdido su oportunidad. Las mujeres no pueden predecir cuándo nacerá su heredero, y él no puede saber más que los médicos de Ana.

—Mirad, Jane —le dice Edward—, no es el momento de ser tímida. Debéis contarnos los detalles.

—Él me preguntó si sería buena con él.

—Buena con él… ¿cuándo?

—Por ejemplo, si me escribía un poema alabando mi belleza. Así que yo le dije que lo sería. Que le daría las gracias por ello. Que no me reiría, ni siquiera tapándome la boca con la mano. Y que no pondría ninguna objeción a las cosas que él pudiese decir en verso. Aunque fuesen exageradas. Porque en los poemas es habitual exagerar.

Él, Cromwell, la felicita:

—Lo habéis hecho todo muy bien, señora Seymour. Habríais sido un magnífico abogado.

—¿Queréis decir si hubiese nacido hombre? —Frunce el ceño—. Pero aun así, no es probable, señor secretario. Los Seymour no son mercaderes.

—Buena amante… —dice Edward Seymour—. Os escribe versos. Muy bien. Bien hasta ahora. Pero si intenta algo en vuestra persona, debéis chillar.

—¿Y si no viene nadie?

Él posa su mano en el brazo de Edward. Quiere impedir que esta escena se prolongue más.

—Escuchad, Jane. No chilléis. Rezad. Rezad en voz alta, quiero decir. La oración mental no servirá. Decís una oración en la que entre la Santísima Virgen. Algo que puede apelar a la piedad y al sentido del honor de Su Majestad.

—Comprendo —dice Jane—. ¿Lleváis vos un libro de oraciones, señor secretario? ¿Vosotros, hermanos? No importa. Iría a buscar el mío. Estoy segura de que puedo encontrar algo que sirva para eso.

A principios de diciembre él recibe noticia de los médicos de Catalina de que está comiendo mejor, aunque no reza menos. La muerte se ha desplazado, tal vez, de la cabecera de la cama a los pies. Sus recientes dolores se han aliviado y está lúcida; utiliza el tiempo para hacer mandas y legados. Deja a su hija María un collar de oro que trajo de España, y sus pieles. Pide que se digan quinientas misas por su alma y se haga un peregrinaje a Walsingham.

Los pormenores de esas disposiciones llegan hasta Whitehall.

—Las pieles… —dice Enrique—. ¿Las habéis visto vos, Cromwell? ¿Son buenas? Si lo son, quiero que se me envíen.

Las cosas vienen y van.

Las mujeres que rodean a Ana dicen: no parece que esté
enceinte
. En octubre tenía bastante buen aspecto, pero ahora da la impresión de estar perdiendo carne, en vez de ganarla. Jane Rochford le dice:

—Casi da la impresión de que esté avergonzada de su condición. Y Su Majestad no es atento con ella como cuando se le ensanchó el vientre la vez anterior. Entonces, no podía hacer lo bastante por ella. Satisfacía todos sus caprichos y la servía como una criada. Y yo una vez entré y la encontré con los pies en el regazo de él, y él se los frotaba como un mozo de establo que aliviase una yegua con los cascos abiertos.

—Frotar no alivia con un casco abierto —puntualiza él—. Hay que recortar el casco y ponerle una herradura especial.

Rochford le mira fijamente.

—¿Habéis estado hablando con Jane Seymour?

—¿Por qué?

—Por nada —dice ella.

Él ha visto la cara de Ana mientras mira al rey, mientras mira al rey mirar a Jane. Esperas negra cólera, y la proclamación de ella: labor de aguja deshecha a tijeretazos, cristal roto. En vez de eso, su expresión es contenida; mantiene la manga enjoyada sobre el vientre, donde crece el niño. «No debo alterarme. Podría hacer daño al príncipe». Aparta las faldas cuando pasa Jane. Se encoge en sí misma, contrae los estrechos hombros; parece tan fría como un huérfano abandonado ante una puerta.

Las cosas vienen y van.

En el país se rumorea que el señor secretario se ha traído una mujer de su reciente viaje a Hertfordshire, o a Bedfordshire, y la ha instalado en su casa de Stepney, o en Austin Friars, o en King’s Place, en Hackney, que está reconstruyendo para ella en lujoso estilo. Es una posadera y su marido ha sido detenido y encarcelado, por un nuevo delito inventado por Thomas Cromwell. El pobre cornudo va a ser acusado y ahorcado en la próxima sesión del tribunal del condado; aunque, según algunos informes, ya lo han encontrado muerto en la cárcel, aporreado, envenenado y degollado.

III

Ángeles

Stepney y Greenwich,
Navidad de 1535 - Año nuevo de 1536

Mañana de Navidad: él llega disparado, dispuesto a resolver el problema siguiente. Le bloquea el paso un sapo inmenso.

—¿Es Matthew?

Llega una risa alegre y juvenil de la boca anfibia.

—Simon. —Feliz Navidad, señor, ¿cómo estáis?

Él suspira.

—Con demasiado trabajo. ¿Enviasteis lo que debíais a vuestro padre y a vuestra madre?

Los niños cantores se van a casa en el verano. En Navidad están ocupados cantando.

—¿Iréis a ver al rey, señor? —croa Simon—. Apuesto a que las obras que hacen en la corte no son tan buenas como las nuestras. Estamos haciendo
Robin Hood
, y figura en ella el rey Arturo. Yo soy el sapo de Merlín. El señor Richard Cromwell es el papa y tiene un cuenco para pedir limosnas. Y grita: «
Mumpsimus sumpsimus, hocus pocus
». Le damos piedras de limosna. Él nos amenaza con el Infierno.

Él da unas palmadas cariñosas en la piel verrugosa de Simon. El sapo se aparta del camino con un gran salto.

Desde su regreso de Kimbolton, Londres se ha cerrado a su alrededor: el final del otoño, sus atardeceres mortecinos y melancólicos, la temprana oscuridad. Los pausados y gravosos asuntos de la corte le han bloqueado, le han atrapado en días atado al escritorio, días prolongados por la luz de las velas en noches atado al escritorio; a veces pagaría un rescate regio por poder ver el sol. Está comprando tierras en las zonas mejores de Inglaterra, pero no dispone de ningún momento de ocio para visitarlas; así que esas granjas, esas viejas mansiones con sus jardines tapiados, esos cursos de agua con sus pequeños embarcaderos, esos estanques con sus peces dorados que ascienden hacia el anzuelo; esos viñedos, jardines de flores, enramadas y paseos, siguen siendo todos ellos para él planos, una construcción de papel, una serie de cifras en una página de cuentas: no hay márgenes mordisqueados por las ovejas, no hay prados donde las vacas pasten con hierba hasta las rodillas, no hay sotos ni arboledas donde tiembla una cierva blanca, una pezuña alzada; sólo campos de pergamino, arrendamientos y dominios plenos delimitados por cláusulas de tinta, no por antiguos setos o mojones. Sus acres son acres teóricos, fuentes de ingresos, fuentes de insatisfacción en las altas horas de la noche, cuando despierta y su pensamiento explora su geografía: en esas noches de vigilia antes de foscas o gélidas auroras, piensa no en la libertad que sus posesiones le otorgan, sino en la intrusión ofensiva de otros, sus servidumbres y derechos de paso, sus vallas y posiciones ventajosas, que les permiten actuar sobre los linderos de las tierras de él e interferir en la tranquila posesión de su futuro. Bien sabe Dios que él no es ningún muchacho de campo: aunque donde creció, en las calles próximas a los embarcaderos, Putney Heath quedaba a su espalda, un lugar en el que perderse. Pasaba largos días allí, corriendo con sus compañeros, muchachos tan salvajes como él: huidos todos ellos de sus padres, de sus cinturones y sus puños, y de la educación con la que los amenazaban si alguna vez llegaban a quedarse quietos. Pero Londres tiraba de él hacia sus tripas urbanas; mucho antes de que navegara en el Támesis en la barca del señor secretario, conocía ya sus corrientes y su marea, y sabía cuánto se podría conseguir, tranquilamente, de los barqueros, descargando y transportando cajas en carretillas cuesta arriba, hasta las casas buenas que se alineaban en el Strand, las casas de los nobles y de los obispos: las casas de hombres con los que, a diario, se sienta ahora en el consejo del rey.

La corte de invierno recorre su circuito acostumbrado: Greenwich y Eltham, las casas de la infancia de Enrique: Whitehall y Hampton Court, casas en otros tiempos del cardenal. El rey suele en estos días, dondequiera que la corte resida, cenar solo en sus habitaciones privadas. Fuera de los aposentos reales, en la cámara de vigilancia exterior o en la cámara de guardia (comoquiera que se llame el vestíbulo exterior, en los palacios en que nos encontramos) hay una mesa principal, donde el lord chambelán, jefe del servicio privado del rey, celebra corte para la nobleza. En esa mesa se sienta Norfolk, cuando está con nosotros en la corte; también lo hace Charles Brandon, duque de Suffolk, y el padre de la reina, el conde de Wiltshire. Hay otra mesa algo más baja en estatus, pero servida con el honor debido, para funcionarios como él, y para los viejos amigos del rey que no son pares del reino. Se sienta allí Nicholas Carew, caballerizo mayor; y William Fitzwilliam, el señor tesorero, que conoce a Enrique desde que era un muchacho. William Paulet, interventor de la Corona, es el que preside a la cabecera de esa mesa: y él se pregunta, hasta que se lo explican, por su hábito de alzar la copa (y las cejas) en un brindis por alguien que no está allí. Se lo explica Paulet, con cierto embarazo:

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