Una reina en el estrado (39 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
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En una feria los pueblerinos borrachos tiran su dinero y luego desdeñan lo que les ofreces. «¿Llamáis un monstruo a eso? ¡Eso no es nada comparado con la madre de mi mujer!»

Y todos sus compadres se dan palmadas en la espalda y ríen.

Pero entonces tú les dices: bueno, vecinos, os enseñé esto sólo para poner a prueba vuestro temple. Pagad un penique más y os enseñaré lo que tengo en la parte de atrás de la tienda. Es un espectáculo que puede hacer temblar a hombres endurecidos. Y os garantizo que nunca habéis visto una obra del diablo como ésta.

Y entonces ellos miran. Y se vomitan en las botas. Y tú cuentas el dinero. Y lo guardas en la caja fuerte.

Mark en Stepney.

—Ha traído su instrumento —dice Richard—. El laúd.

—Dile que lo deje fuera.

Aunque estaba alegre antes, ahora se muestra receloso, vacilante. En el umbral:

—Yo pensaba, señor, que venía para divertiros…

—No lo dudéis.

—Creí que habría mucha gente, señor.

—Conocéis a mi sobrino, el señor Richard Cromwell.

—De todos modos, me gustaría mucho tocar para vos. ¿Queréis tal vez que oiga a vuestros niños cantores?

—Hoy no. Dadas las circunstancias podríais sentiros tentado a alabarlos en exceso. Pero ¿os sentaréis y tomaréis un vaso de vino con nosotros?

—Sería un acto de caridad el que pudieseis indicarnos un maestro de rabel —dice Richard—. Sólo tenemos uno y siempre está escapándose a Farnham a ver a su familia.

—Pobre muchacho —dice él en flamenco—, debe de tener nostalgia.

Mark alza la vista.

—No sabía que hablaseis mi idioma.

—Ya sé que no lo sabíais. Porque no lo habríais usado para hablar insolentemente de mí si lo hubieseis sabido.

—Estoy seguro, señor, de que nunca pretendí ofenderos. —Mark no puede recordar lo que ha dicho o no ha dicho sobre su anfitrión. Pero su cara muestra que recuerda el tenor general de ello.

—Dijisteis que sería ahorcado. —Extiende las manos—. Sin embargo, vivo y respiro. Pero tengo un problema y, aunque no os agrado, no tengo más elección que acudir a vos. Así que os ruego que me ayudéis.

Mark se sienta, los labios ligeramente separados, la espalda rígida y un pie apuntando hacia la puerta, que indica que le gustaría mucho estar al otro lado de ella.

—Mirad —junta las palmas: como si Mark fuese un santo colocado en un pedestal—. Mi señor el rey y mi señora la reina están enfadados. Todo el mundo lo sabe. Ahora, mi más caro deseo es reconciliarlos. Por el bien de todo el reino.

Hay que conceder esto al muchacho: no carece de temple.

—Pero, señor secretario, lo que en la corte se dice es que vos os habéis unido a los enemigos de la reina.

—Para descubrir mejor sus prácticas —dice él.

—Ojalá pudiese creer eso.

Ve que Richard se mueve en el taburete, impaciente.

—Vivimos tiempos amargos —dice él—. No recuerdo ningún periodo de tensión y de pesadumbre como éste, al menos desde la caída del cardenal. Lo cierto es que no os culpo, Mark, de que os resulte difícil confiar en mí, hay tanto malestar en la corte que nadie confía en nadie. Pero acudí a vos porque vos estáis próximo a la reina, y los otros gentilhombres no me ayudarán. Puedo recompensaros, y me aseguraré de que tengáis todo lo que merezcáis, si sois capaz de darme algún acceso a los deseos de la reina. Necesito saber por qué es tan desgraciada, y qué puedo hacer para remediarlo. Pues es improbable que llegue a concebir un heredero mientras su mente esté agitada. Y si ella pudiese hacer eso: ah, entonces todas nuestras lágrimas se secarían.

Mark alza la vista.

—Bueno, no es nada extraño que se sienta desgraciada —dice—. Está enamorada.

—¿De quién?

—De mí.

Él, Cromwell, se inclina hacia delante, los codos en la mesa. Luego alza una mano para taparse la cara.

—Estáis asombrado —sugiere Mark.

Eso es sólo una parte de lo que siente. Creí, se dice, que esto sería difícil. Pero es como coger flores. Baja la mano y mira resplandeciente al muchacho.

—No tan asombrado como podríais pensar. Pues os he observado y he visto los gestos de ella, sus miradas elocuentes, sus muchas indicaciones de favor. Y si muestra eso en público, ¿qué no será en privado? Y por supuesto no es ninguna sorpresa, cualquier mujer se sentiría atraída por vos. Un joven tan apuesto.

—Aunque nosotros pensábamos que erais un sodomita —dice Richard.

—¡Yo no, señor! —Mark se ruboriza—. Soy un hombre tan bueno como cualquiera de ellos.

—¿Así que la reina daría buenas referencias de vos? —pregunta él, sonriendo—. ¿Os ha probado y os ha hallado de su gusto?

La mirada del muchacho se desliza desviándose, como una pieza de seda sobre cristal.

—No puedo hablar de eso.

—Por supuesto que no. Pero nosotros debemos extraer nuestras conclusiones. Ella no es una mujer inexperta, creo yo, no se interesaría por cualquier cosa que no fuese una actuación magistral.

—Nosotros, los pobres —dice Mark—, los hombres que hemos nacido pobres, no somos en modo alguno inferiores en ese sentido.

—Cierto —dice él—. Aunque los gentilhombres procuran por todos los medios que no lo sepan las damas.

—Porque, si no —dice Richard—, todas las duquesas andarían retozando por el bosque con un leñador.

Él no puede evitar reírse.

—Sólo que hay tan pocas duquesas y tantos leñadores. Tiene que haber una competencia entre ellos, ¿verdad que sí?

Mark le mira como si estuviese profanando un misterio sagrado.

—Si os referís a si ella tiene otros amantes, nunca se lo he preguntado, no se lo preguntaría, pero sé que están celosos de mí.

—Quizá ya los haya probado y la hayan decepcionado —dice Richard—. Y aquí Mark se lleve el premio. Os felicito, Mark. —Con qué abierta sencillez cromwelliana se inclina hacia delante y pregunta—: ¿Con qué frecuencia?

—No debe de resultar fácil aprovechar la oportunidad —sugiere él—. Aunque las damas de ella ayuden.

—No son amigas mías tampoco —dice Mark—. Hasta negarían lo que yo os he contado. Ella son amigas de Weston, Norris, esos señores. Yo no soy nada para ellas, me revuelven el pelo y me llaman sirviente.

—La reina es vuestra única amiga —dice él—. ¡Pero qué amiga! —Hace una pausa—. En determinado momento, será necesario que digáis quiénes son los otros. Nos habéis dado dos nombres. —Mark alza la vista, consternado, ante el cambio de tono—. Ahora nombradlos a todos. Y contestad al señor Richard. ¿Con qué frecuencia?

El muchacho se ha quedado paralizado bajo su mirada. Pero al menos ha disfrutado de su momento de gloria. Al menos puede decir que cogió por sorpresa al señor secretario: lo que pocos hombres que estén ahora vivos pueden decir.

Espera por Mark.

—Bueno, tal vez hagáis bien en no hablar. Mejor ponerlo por escrito, ¿no? He de decir, Mark, que mis ayudantes están tan asombrados como yo. Les temblarán los dedos y mancharán la página de tinta. E igual de asombrado se quedará el consejo el rey, cuando se entere de vuestros éxitos. Habrá muchos señores que os envidiarán. No podéis esperar su simpatía. «Smeaton, ¿cuál es vuestro secreto?», os preguntarán. Vos os sonrojaréis y diréis: «Ah, caballeros, no puedo decirlo». Pero lo diréis todo, Mark, porque os obligarán a hacerlo. Y lo haréis libremente o lo haréis a la fuerza.

Aparta la vista del muchacho, porque la cara de éste se desploma en el desmayo, mientras el cuerpo empieza a temblar: cinco minutos de arrebato impulsivo, en una vida ingrata, y los dioses, como comerciantes nerviosos, le pasan sus cuentas. Mark ha vivido un cuento ideado por él, en el que la bella princesa oye en su torre, al otro lado del ventanal, una música de dulzura celestial. Mira fuera y ve a la luz de la luna al humilde músico con su laúd. Pero a menos que el músico resulte ser un príncipe disfrazado, esa historia no puede terminar bien. Las puertas se abren e irrumpe en rostros ordinarios, la superficie del sueño se hace añicos: estás en Stepney en una noche cálida a principios de primavera, el último canto de un pájaro se apaga en el rumor del crepúsculo, traquetea en algún lugar un cerrojo, arrastran por el suelo un taburete, ladra un perro debajo de la ventana y Thomas Cromwell te dice: «Todos queremos cenar, vamos, aquí hay papel y tinta. Aquí está el señor Wriothesley, él escribirá para nosotros».

—Yo no puedo dar ningún nombre —dice el muchacho.

—¿Queréis decir que la reina no tiene ningún amante más que vos? Os dice eso. Pero yo creo, Mark, que ha estado engañándoos. Cosa que podría fácilmente hacer, tenéis que admitirlo, si ha estado engañando al rey.

—No. —El pobre muchacho mueve la cabeza—. Creo que ella es casta. No sé cómo llegué a decir lo que dije.

—Tampoco yo lo sé. Nadie os había hecho daño, ¿verdad? Ni os había coaccionado ni engañado… Hablasteis libremente. El señor Richard es mi testigo.

—Lo retiro.

—No creo que podáis.

Hay una pausa, mientras la habitación se reordena, las personas se sitúan en el paisaje del anochecer. El señor secretario dice:

—Hace frío, deberíamos tener un fuego encendido.

Una simple petición doméstica, y sin embargo Mark piensa que están pensando en quemarlo. Se levanta bruscamente de su taburete y se dirige a la puerta; quizá el primer detalle de juicio que muestra, pero allí está Christophe, corpulento y amistoso, para disuadirlo. «Sentaos, niño bonito», dice Christophe.

Han puesto ya la leña. Lleva mucho tiempo reavivar la llama. Un pequeño crepitar bienvenido y el criado se retira, limpiándose las manos en el delantal, y Mark ve cómo la puerta se cierra tras él, con una expresión perdida que puede ser envidia, porque preferiría ser un pinche de cocina ahora o el muchacho que limpia las letrinas.

—Ay, Mark —dice el señor secretario—. La ambición es un pecado. Eso me dicen. Aunque yo nunca he visto que sea algo diferente a utilizar tus talentos, como la Biblia nos manda hacer. Así que aquí estáis vos y aquí estoy yo, y los dos servimos al cardenal en una época. Y si él pudiese vernos aquí sentados esta noche, sabéis, no creo que se sorprendiese lo más mínimo… Ahora vayamos al asunto. ¿A quién desplazasteis vos en el lecho de la reina?, ¿fue a Norris? ¿O quizá tenéis una lista, como las sirvientas de cámara de la reina?

—No sé. Lo retiro. No puedo dar ningún hombre.

—Es una vergüenza que tengáis que sufrir solo, si otros son culpables. Y, por supuesto, son más culpables que vos, pues ellos son gentilhombres a los que el rey ha recompensado personalmente y hecho grandes, y todos ellos hombres educados, y algunos de edad madura; mientras que vos sois simple y joven, y tan digno de ser compadecido como castigado, diría yo. Habladnos ya de vuestro adulterio con la reina y de lo que sabéis de sus tratos con otros hombres, y luego si vuestra confesión es rápida y completa, clara y detallada, es posible que el rey muestre clemencia.

Mark apenas lo oye. Le tiemblan las extremidades y se le acelera la respiración, está empezando a llorar y se le traban las palabras. Lo mejor ahora es la sencillez, preguntas rápidas que exijan respuestas sencillas. Richard le preguntará: «¿Veis a esa persona de ahí?». Christophe se señala a sí mismo, por si Mark tiene alguna duda. «¿Creéis que es un individuo agradable? —pregunta Richard—. ¿Os gustaría pasar diez minutos solo con él?»

—Cinco bastarían —predice Christophe.

Él dice:

—Os expliqué, Mark, que el señor Wriothesley anotará lo que digamos. Pero no necesariamente lo que hacemos. ¿Entendéis? Eso quedará sólo entre nosotros.

Mark dice:

—Madre María, ayudadme.

El señor Wriothesley dice:

—Podemos llevaros a la Torre, donde hay un potro de tortura.

—Wriothesley, ¿puedo hablar un momento con vos aparte?

Indica a Llamadme que salga de la habitación y en el umbral habla en voz baja.

—Es mejor no especificar la naturaleza del dolor. Como dice Juvenal, la mente es su propio mejor torturador. Además, no deberíais hacer amenazas vacías. Yo no le haré pasar por el potro. No quiero que tengan que llevarle ante el tribunal en una silla. Y si necesitase hacer pasar por el potro a un triste muchachito como éste…, ¿después qué? ¿Pisotear lirones?

—Acepto la regañina —dice el señor Wriothesley.

Él le pone una mano en el brazo.

—No importa. Lo estáis haciendo muy bien.

Se trata de un asunto que pone a prueba al más experimentado. Él recuerda aquel día en la forja en que un hierro caliente le había quemado la piel. No había más salida que resistir el dolor. Abrió la boca y brotó un grito y golpeó en la pared. Su padre corrió hasta él y dijo: «Cruza las manos», y le ayudó con el agua y el bálsamo, pero después le dijo: «Eso nos ha pasado a todos. Así es como se aprende. Aprendes a hacer las cosas tal como te enseñó tu padre, y no por algún método estúpido que hayas podido encontrar hace media hora».

Él piensa en eso: al volver a la habitación, le preguntará a Mark: «¿Sabéis que podéis aprender del dolor?».

Pero, le explica, las circunstancias deben ser adecuadas. Para aprender, debes tener un futuro: ¿y si alguien ha elegido ese dolor para ti y van a infligírtelo todo el tiempo que quieran, y sólo cesará cuando hayas muerto? Tal vez puedas dar un sentido a tu sufrimiento. Puedes ofrecerlo por las ánimas del Purgatorio, si crees en el Purgatorio. Eso podría resultar en el caso de los santos, cuyas almas son de un blanco resplandeciente. Pero no en el caso de Mark Smeaton, que está en pecado mortal, que es un adúltero confeso. Él dice: «Nadie quiere que vos sufráis, Mark. No le hace bien a nadie, nadie está interesado en eso. Ni siquiera el propio Dios, y desde luego yo no. De nada me valen los gritos. Yo quiero palabras que tengan sentido. Palabras que pueda transcribir. Ya las habéis dicho y será bastante fácil decirlas otra vez. Así que ahora, ¿cuál es vuestra elección? La responsabilidad es vuestra. Habéis hecho suficiente, por vuestra cuenta, para condenaros. No nos convirtáis a todos nosotros en pecadores».

Es posible que sea necesario, incluso ahora, grabar en la imaginación del muchacho las etapas de la ruta que le espera: el camino desde la habitación de confinamiento hasta el lugar de sufrimiento: la espera, mientras se desenrolla la cuerda o se pone a calentar el hierro inocente. En ese espacio, se retiran todos los pensamientos que ocupan la mente y se sustituyen por el terror ciego. Se te vacía el cuerpo y se llena de pánico. Te fallan los pies, te cuesta trabajo respirar. Los ojos y los oídos funcionan pero la cabeza no puede dar sentido a lo que se ve y lo que se oye. Se tergiversa el tiempo, los instantes se convierten en días. Los rostros de tus torturadores surgen como gigantes o resultan inverosímilmente lejanos, pequeños, como motas. Se dicen palabras: traedle aquí, sentadle, ahora es el momento. Eran palabras vinculadas a otros sentidos vulgares, pero, si sobrevives, ése será ya el único sentido que tengan, y el sentido es dolor. El hierro silba cuando lo separan de la llama. La cuerda se dobla como una serpiente, forma un lazo, y espera. Es demasiado tarde para ti. Ya no hablarás, porque se te ha hinchado la lengua y te ha llenado la boca, y el lenguaje se te atraganta. Más tarde hablarás, cuando te retiren de la maquinaria y te depositen en la paja. Lo he soportado, dirás. He conseguido superarlo. Y la piedad y el amor a ti mismo abrirán tu corazón con un chasquido, de manera que al primer gesto de bondad (por ejemplo, una manta o un sorbo de vino) tu corazón se desbordará, tu lengua no parará. Fluirán las palabras. No te llevaron a esa habitación para pensar, sino para sentir. Y al final has sentido demasiado.

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