Yo había pasado parte de un verano trabajando de cocinero en uno de los barcos que transportaban mineral en los Grandes Lagos, de manera que era un auténtico miembro —aunque sin pasar de cadete— de la Marina Mercante, y Mel estaba dispuesto a contarme anécdotas de su vida en los barcos y de su vida en el barrio.
La verdad es que, varios años antes de instalarme en Chelsea, había pasado bastante tiempo a la vuelta de la esquina de la tienda de Mel, acudiendo a la oficina de contratación del Sindicato Marítimo Nacional con la intención de embarcarme, pero sin éxito.
Mel y su tienda eran un foco de romanticismo y comodidad al sur de mi apartamento.
Al norte estaba la Papelería Chelsea, otro hito del vecindario, cuyo propietario y encargado era Ken.
Ken, y antes que él su padre, llevaba treinta años en el mismo sitio; y también ellos tenían material antiguo en su sótano.
Yo compraba viejas portadas de revistas de los años treinta con imágenes de felices y saltarines futbolistas, plumas viejas y libros de cuentas de aspecto legal para escribir en ellos. Y como siempre había uno de los dos, Ken o yo, que estaba dejando de fumar, nos gorroneábamos cigarrillos el uno al otro y charlábamos sobre mujeres y sobre sus aventuras en la compañía de teatro vecinal de Nueva Jersey.
La papelería era mi primera parada en mi paseo diario para regresar a casa desde el Y.
Cuando salía del Y veía enfrente el hotel Chelsea, largamente ensalzado como uno de los focos literarios de Nueva York.
En el Chelsea habían vivido Thomas Wolfe y Dylan Thomas y Brendan Behan, y otros escritores atraídos sin duda por la presencia de los citados. Yo mismo, en mi primera visita a Nueva York, había pasado unas cuantas noches en él, siendo un jovencito que sentía pavor por la miseria, la violencia y el ruido. Para mí, el hotel era la encamación de Nueva York. Con mi experiencia de clase media en Chicago, no estaba nada preparado para este hotel. No porque fuera sucio y peligroso más allá de toda idealización —que lo era—, sino porque, siéndolo, tenía personalidad y estaba aceptado como foco cultural, siendo un buen lugar para un artista serio que buscara alojamiento.
Y todo el mundo te recordaba que Virgil Thompson seguía viviendo allí.
Conocí a Virgil Thompson a la vuelta de la esquina del hotel, en otra de mis paradas reglamentarias durante la caminata de regreso a mi piso desde el Y. Me lo encontré en el establecimiento de optometría del doctor Herrmann.
Louis Herrmann, que en paz descanse, era un buen oculista y un auténtico aficionado al teatro.
Era hermano de Bernard Herrmann y de pequeño había estado con Bernard en los estudios cuando Orson Welles emitía
La guerra de los mundos
. Jamás he oído a nadie hablar de otro con tanto cariño como Louis de su hermano Bernard.
Contaba anécdotas del teatro Mercury, de Welles, de Bernard y de Hitchcock; hablábamos de teatro. Muchas veces, su mujer, Ruth, estaba trabajando en el local y tomábamos café con ella.
Por entonces debía tener poco más de sesenta años, y para mí fue una revelación verlo con su esposa, ver a dos personas que llevaban casadas treinta o cuarenta años y que seguían tan visiblemente enamoradas. Era un tipo encantador.
En la acera de enfrente de Louis estaba el taller de reparación de calzado, donde yo iba a que me limpiaran los zapatos.
Este taller figura en un lugar destacado de mi mitología de Chelsea, debido al episodio que relato a continuación.
Iba yo un día por la calle con Shel Silverstein, a quien cito como testigo del siguiente e inverosímil diálogo.
Se me había roto una correa de la bolsa de cuero que llevaba al hombro, y entré en el taller de reparación de calzado para que me la arreglaran. El dueño examinó la bolsa con mucha parsimonia y se encogió de hombros.
—¿Cuánto costará arreglarla? —pregunté.
—Le va a costar veinte dólares —dijo él.
—¿
Veinte dólares
? —exclamé—. ¿Sólo por arreglar una
correa
?
—Es que no puedo llegar ahí —dijo—. No alcanzo ese sitio con la máquina. Tendré que desmontar la bolsa y hacerlo a mano, y en eso se tardan dos o tres horas.
Suspiré y dije:
—Está bien. ¿Cuándo puedo venir a recogerla? ¿El jueves, el viernes…?
—Naaaa —dijo él—. Vaya a tomarse un café y vuelva dentro de diez o quince minutos.
Calle abajo, en la misma acera del reparador de calzado, estaba Kenny Fish.
Ken tenía una tienda de muebles. Compraba, restauraba y vendía piezas de roble de Grand Rapids. Era un artesano de primera y tenía buen gusto para comprar. También era buen camarada, y durante mis regresos del gimnasio pasé muchas horas entretenido con Ken y jugando al
gin
. Era el peor jugador de
gin
que he conocido, y todavía tengo la casa llena de muebles sólidos y duraderos que le gané a Kenny.
(Cuando me marché del barrio, Ken todavía me debía unos ochenta dólares. Un día me lo encontré conduciendo un cabriolé en la esquina de la Sexta avenida con Central Park Sur. Me recordó la antigua deuda y yo le dije que si me llevaba en su carricoche al Dakota quedábamos en paz. Nos despedimos en el cruce de la Setenta y Dos con Central Park Oeste, y no lo he vuelto a ver.)
Junto a la tienda de Ken estaba la de Milton, que vendía muebles y cachivaches y era conocido por el apodo de Capitán Spaulding, posiblemente por un verso de la canción del mismo título: «¿Alguien me ha llamado gorrón?»
Más allá de la tienda del capitán estaba la Lavandería Automática de Charlie.
Charlie siempre venía bien para echar un cigarrillo, o para hacer efectivo un cheque pequeño, o para transmitir mensajes entre los miembros de la confraternidad vecinal. Era un tipo muy simpático, generoso y servicial. Me dijo que su hija estaba casada con el hijo de Mark Rothko. Y una vez me invitó a un café para celebrar que Rothko había ganado un prolongado pleito con un marchante de arte.
También en la misma manzana estaba Joe Rosenberg y su tienda de marcos. Joe me enmarcó muchos cuadros y me dio dos consejos importantes. Me dijo que nunca golpeara la madera, porque se había enterado (después de cincuenta años de solecismo) de que golpear la madera es una invocación (por mediación de la Cruz), solicitando la intercesión de Jesucristo. También me dijo que no me casara con una chica que no fuera judía.
Una vez pasados Joe y Charlie doblaba la esquina y ya casi estaba en casa. Rechacé el bloque residencial para que nada se interpusiera con mi necesidad de escribir, exceptuando la preparación de café instantáneo y tal vez algún que otro pensamiento dedicado a Clement Clarke Moore («It was the Night Before Christmas»), que había vivido en el piso de al lado.
(También Anthony Perkins vivió por allí cerca. Cuando me instalé en mi apartamento compré un forro transparente para la cortina de baño y encargué una cortina de baño que hiciera juego. Nunca me llegaron a traer la cortina, así que me quedé con el forro transparente, y fue un éxito. Sin embargo, me quedé con las ganas de que el forro llamara tanto la atención que alguien me preguntara por qué tenía una cortina de baño transparente, para poder responder que porque vivía al lado de Anthony Perkins. Bueno, ahora ya lo he soltado y puedo vivir tranquilo.)
En Chelsea podía asomarme a la ventana de mi cuarto de estar, ver el edificio Empire State y pensar que otros paisanos de Chicago viajaban 1.400 kilómetros para tener ese privilegio. Yo podía ir andando al distrito teatral o al Village. Tenía una chimenea que funcionaba y un par de candelabros de plata que eran lo único que se habían traído mis padres de Polonia. Tenía un cartel del circo Bamum and Bailey, y la alfombra de piel de oso que he mencionado antes; y de esta alfombra y de una desventura relacionada con ella es de lo que voy a hablar ahora.
Había invitado a mi encantador pisito a una no menos encantadora jovencita, que ya mencioné antes al hablar de la alfombra de piel de oso. Llevaba varios meses detrás de ella y parece que alguna de mis carantoñas había hecho efecto, porque por fin había dicho que sí, que vendría a Nueva York a pasar el fin de semana conmigo.
Llegó a Nueva York por la tarde. Yo le había prometido que aquella noche la llevaría a ver una obra mía que representaban.
La recogí en la estación y la llevé a Chelsea, calculando que teníamos tiempo suficiente para un escarceo sexual tan largamente aplazado y ansiosamente aguardado. Pero ella dijo que no, que si no me importaba iba a tomar un baño, y que así los dos tendríamos ganas de hacer algo después del teatro.
Vale, de acuerdo. Salimos a la hora prevista y vimos la función. Mientras los actores aún estaban haciendo el saludo final, yo la saqué a toda prisa al vestíbulo y de ahí a la calle. Estábamos a punto de meternos en un taxi cuando oí que me llamaban por mi nombre y cometí el error de volverme. El que me llamaba era X, un actor mayor, conocido mío. Vino corriendo hacia mí, con su mujer siguiéndole los pasos, me dijo lo mucho que le había gustado la función, me dio las gracias por las entradas y añadió que no necesitábamos el taxi, porque él había traído su coche y podíamos volver todos en él.
¿Volver?, pregunté- Sí. Y entonces me acordé de que, varías semanas antes, les había invitado a él y a su mujer a ver la función,
y
ellos había correspondido gentilmente invitándome a ir a su casa a cenar después del teatro.
Pues vaya. Se me disparó el coco. Tenía que dejar que correspondiera a las entradas que yo le había regalado y pensé (después de razonar como buenamente pude) que no podía cometer la grosería de dejarlos plantados a él y a su mujer.
Así que les presenté a mi joven amiga, les expliqué que ésta había hecho un largo viaje y que estaba agotada, y que la verdad era que no podíamos quedamos mucho tiempo en su casa. «Sólo un bocadito y os podéis marchar», me aseguró.
Fuimos a su casa. Nos preparó una bebida y luego otra. Con no demasiada sutileza, di a entender que si íbamos a comer,
más valía
que comiéramos ya, porque se estaba haciendo tarde y mi amiga estaba
cansadísima
.
Por fin, X se levantó y anunció que sí, que ya era hora de cenar y que, en honor de mi visita,
él mismo
iba a cocinar. Iba a prepararnos un
matzoh brei
.
Ahora bien, amable lector: ¿qué es el
matzoh brei
? Pues es matzoh frito.
Se coge el
matzoh
(ese pan sin levadura que parece una galleta), se reboza con leche y huevo, se fríe en manteca y se sirve con almíbar, azúcar, mantequilla, sal, mermelada o cualquier combinación de dichas sustancias.
Mi madre, que en paz descanse, solía prepararlo los domingos por la mañana. Es absolutamente delicioso, llena una barbaridad, y es lo que menos apetece comer a las once de la noche, antes de una noche de amor preprogramada.
Así que objeté. «No te molestes», dije. «Tonterías», dijo él. Y preparó el
matzoh brei
.
Lo trajo y sirvió un montón en mi plato. Y tuve que comérmelo porque, naturalmente, aquello era un honor.
El era un patriarca judío que había realizado una insólita y ceremonial incursión en la cocina para preparar un plato tradicional judío y servírmelo a mí, un joven judío al que había invitado a su casa porque se sentía orgulloso de mí.
De manera que tenía que comérmelo.
Me tragué todo aquel enorme plato y, como es natural, lo elogié poniéndolo por las nubes y, como es natural, tuve que aceptar otro, y un poco de un tercero. Y dije «Es el
matzoh brei
más delicioso que he comido en mí vida».
Y entonces, la señora de X dijo
«¿A esto lo llamáis matzoh brei?»
Y se metió en la cocina.
Y desde allí nos explicó a gritos que X y su familia eran tan ignorantes que no tenían ni idea de cómo es y cómo se prepara este plato, y se puso a cocinar la versión de su familia del
matzoh brei
.
Aquello me dejó estupefacto. Intenté marcharme, pero X nos dijo que no podíamos movernos de allí hasta haber comparado y proclamado la verdad al mundo.
De modo que nos sentamos y aguardamos a que la mujer terminara de cocinar; y tuve que comer tantos platos como antes y pronunciar la declaración ritual de excelencia de ambas recetas.
Por fin conseguí que nos dejaran marchar a mi acompañante y a mí, empachado y muerto de sueño como no lo he estado en la vida.
En el taxi, la chica me dijo que le gustaba el
matzoh brei
.
Subí tambaleándome las escaleras hasta mi piso, con la chica detrás de mí, y éramos lo bastante jóvenes como para enfrascarnos en caricias a las que, a aquellas alturas, ninguno de los dos se sentía muy inclinado.
Esta es la historia de la alfombra de piel de oso y de mi piso de Chelsea. Me sentaba junto a la ventana trasera ante una mesa de café de roble y acero, y contemplaba la hilera de jardines que se extiende entre las partes posteriores de las casas de las calles Diecinueve y Veinte. Podrían muy bien haber sido aquéllos los jardines que inspiraron a O. Henry «La última hoja».
No tenía televisor y ha sido la vez que más tiempo he pasado sin teléfono. Tenía un montón de libros y, por primera vez en mi vida, un poco de dinero. Fue una época romántica.
En 1965 trabajé varios meses en un restaurante de carretera de Trois Riviéres, provincia de Québec, en la autopista, a mitad de camino entre Montreal y Québec. Allí aprendí a hablar un poco de francés. En el pueblo no había turistas, sólo los nativos y los marineros de los barcos que bajaban por el San Lorenzo rumbo a las fábricas de papel.
Viví allí en otoño. El clima era frío y húmedo y, debido a las fábricas de papel, todo el pueblo olía como el interior de una caja de cartón mojada.
El restaurante estaba al borde mismo de la autopista. Mi jornada se prolongaba desde las diez de la mañana, que era la hora de abrir, a la una de la madrugada, hora de cierre, y entonces tenía que andar dos millas por la Ruta 2 hasta el pueblo propiamente dicho.
Esto ocurrió hace veintisiete años, que puede ser mucho o poco tiempo, pero parece un pasado increíblemente remoto, sobre todo cuando recuerdo que muchas veces volví al pueblo montado en lo que su propietario, Roger Bellerive, aseguraba que era el último carro de lechero tirado por un caballo que quedaba en el continente. De vez en cuando, volvía en la máquina barrecalles.