Una profesión de putas (2 page)

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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: Una profesión de putas
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La noche del estreno de la obra se sentó a cenar con nuestra madre y nuestro padrastro. Es posible que adelantaran un poco la hora de la cena para que tuviera tiempo de llegar a la escuela y disfrutar de la emoción de la noche del estreno. Fuera por lo que fuera, el caso es que mi hermana no tenía apetito y apenas probó bocado. Y cuando se levantó de la mesa para vaciar su plato en el triturador de basura, mi madre le indicó que se volviera a sentar, porque no había terminado de comer. Mi hermana dijo que, la verdad, no tenía apetito, pero mí madre insistió en que, puesto que alguien había preparado la comida, era de buena educación sentarse y comérsela.

Mi hermana se sentó con su plato, picoteó un poco, intentó comer algo y le dijo a mi madre que, de verdad, no tenía nada de apetito, y que, desde luego, no era por culpa de la comida, sino de su nerviosismo ante el estreno.

Una vez más, mi madre dijo que si se hacía comida, había que comérsela, y mi hermana le aseguró que no podía.

Entonces mi madre asintió, se levantó de la mesa, fue al teléfono, consultó el número, llamó a la escuela, preguntó por el profesor de teatro, se identificó y le dijo que su hija no iría a la escuela esa noche; no, no estaba enferma, pero no iba a ir. Sí, sí, ya sabía que su hija era la protagonista de la obra; y sí, ya se daba cuenta de que muchos alumnos y profesores habían trabajado mucho en ello, etcétera. Y así fue como mi hermana no hizo de protagonista en la función escolar. Pero para entonces ya hacía mucho que yo me había marchado de casa, y andaba bien lejos. De esta historia, y otras parecidas, me enteré con un retraso de veinticinco años.

En la casa piloto, nuestras habitaciones estaban separadas de la suya, la alcoba principal, por un cuarto de baño y un estudio. Algunos fines de semana, yo iba solo a la ciudad a visitar a mi padre, y mi hermana se quedaba y a veces pasaba miedo estando sola en su parte de la casa. Y una vez, en la época en que vivía con nosotros mi abuelo, que tenía sesenta y tantos años, se asustó por un ruido que había oído de noche, o puede que simplemente se sintiera sola, y salió de su habitación y bajó al vestíbulo llamando a mi madre, o a mi padrastro, o a mi abuelo, pero la casa estaba a oscuras y nadie respondía.

Y cuando cruzaba el vestíbulo hacia el cuarto de estar oyó voces.

Dobló la esquina y vio que salía luz por debajo de la puerta cerrada de la alcoba principal. Y oyó a mi padrastro gritando y a mi madre sollozando. Mi hermana se acercó a la puerta y oyó a mi padrastro hablando con mi abuelo y diciendo:

—Dilo, Jack. Dilo de una vez.

Y mi abuelo, con su acento de la Europa oriental, decía, con evidente dolor y dificultad:

—No, no, no puedo. ¿Por qué me obligas a hacer esto? ¿Por qué? Y mientras, se oía a mi madre, llorando convulsivamente.

Mi hermana abrió la puerta y vio a mi abuelo sentado en la cama, a mi padrastro de pie junto al armario y gesticulando, y a mi madre en el suelo del armario, enroscada en posición fetal, gimiendo y llorando y apretándose el cuerpo con los brazos. Mi padrastro estaba diciendo:

—Dilo. Dilo de una vez.

Y mi abuelo, jadeando, repetía:

—No puedo. Ella sabe lo que siento hacia ella. No puedo.

Y mi padrastro insistía:

—Dilo, Jack. Por favor. Dile que la quieres.

Al oír esto, mi madre gimió más fuerte. Y mi abuelo repitió:

—No puedo.

Mi hermana abrió más la puerta y dijo… no sé lo que diría, pero supongo que pediría alguna explicación o algún consuelo, y mi padrastro se volvió, la vio, se fue hacia ella, agarrando al pasar un cepillo de pelo que había sobre una cómoda, la pegó con él en la cara y le cerró la puerta en las narices. Y siguió oyendo lo de «Dilo de una vez, Jack».

Me contó que los fines de semana que yo me iba, mi padrastro siempre acababa pegándola el domingo por la noche, por una u otra razón. Volvía a casa, después de dejar a sus propios hijos en casa de su madre tras la visita del fin de semana, y llegaba cansado y de mal humor. Y como norma general, aquellas noches siempre descubría algún comportamiento intolerable por parte de mi hermana y la pegaba, abofeteaba y daba palizas.

Años después, cuando murió mi madre, mi hermana habló con nuestra tía, la hermana de mi madre, que aportó un comentario adicional a esta conducta. Le dijo que cuando eran pequeñas, mi madre, mi tía y sus padres vivían en un piso pequeño del West Side. Mi abuelo era viajante de comercio desde el amanecer del lunes a la noche del viernes. Su familia tema una fantasía, y esa fantasía, ese artículo de fe, afirmaba que m¡ madre era una mala chica. Y todos los viernes, cuando llegaba a casa, lo primero que mi abuelo preguntaba mientras subía la escalera era «¿Qué ha hecho esta semana?». A lo que respondía mi abuela contándole las cosas terribles que mi madre había hecho, tras lo cual mi madre recibía una paliza.

Esto lo sabía todo el mundo en mi familia. El comentario adicional se refería al comportamiento de mi abuelo más tarde, por la noche. Mi tía tenía una habitación para ella sola, junto a la alcoba de sus padres. Y contó que todos los viernes, cuando la familia se había acostado, oía a mi abuelo a través del delgado tabique, implorando sexo. «Cariñito, por favor.» Y mi abuela respondía «No, Jack.» «Cariñito, por favor.» «No Jack.» «Cariñito, por favor.»

Y una vez, mi abuelo llegó a casa y preguntó «¿Qué ha hecho esta semana?» Y no estoy seguro, pero imagino que no llegó a oír la respuesta completa, tal vez ni siquiera el principio; el caso es que estiró el brazo, agarró a mi madre por el pescuezo y la tiró escaleras abajo.

Y otra vez, en nuestra casa de la periferia, hubo una bronca entre mi padrastro y mi hermana y, de algún modo, ella logró imponerse. Supongo que él estaría mal informado y la habría acusado de hacer algo que ella podía demostrar que no había podido hacer; y supongo que se lo hizo ver con un grado de libertad que, dadas las circunstancias, era comprensible y desde mi punto de vista meritorio. Dando por concluido el incidente, se fue a estudiar a su habitación. A los pocos instantes, mi padrastro abrió la puerta de golpe, le arrancó el libro de las manos, la levantó y la arrojó contra la pared más lejana, donde se golpeó la nuca contra una estantería.

A la mañana siguiente se le dijo que sus dolores, reales o fingidos, no importaban nada y que tenía que ir a la escuela. Ella protestó, alegando que no podía andar y que si andaba le costaba mucho y tema muchos dolores; pero la obligaron a vestirse e ir andando a la escuela, donde se desmayó y tuvieron que traerla a casa. Durante años sufrió dolores de cabeza. Veinte años después, una radiografía que le hicieron por otro motivo reveló que se había roto una vértebra al golpearse contra la estantería.

Cuando salíamos de casa íbamos entusiasmados. Salir a cenar era una aventura, lo cual me extraña ahora que pienso en ello, porque muchas de aquellas cenas terminaban con mi hermana o yo expulsados del restaurante, llorosos o enfurruñados, con la orden de esperar en el coche porque nos habíamos portado mal.

Éstas eran las excursiones que, según nos explicaban, habían terminado mal por culpa de mi intolerable arrogancia o la de mi hermana. Las excursiones que salían bien se celebraban y remataban con una broma. La broma era la siguiente: mi padrastro, mi madre, mi hermana y yo salíamos del restaurante; mi padrastro y mi madre iban a por el coche, diciéndonos que vendrían a recogernos y que aguardáramos a la puerta del restaurante. Llegaban en el coche, abrían la puerta de atrás y esperaban a que mi hermana y yo empezáramos a entrar. Entonces se ponían en marcha.

Se alejaban cuatro o cinco metros y abrían otra vez la puerta. Nosotros nos acercábamos y ellos se marchaban otra vez. A veces, daban la vuelta a toda la manzana. Pero siempre acababan por regresar y para entonces los cuatro estábamos riendo con camaradería, celebrando la que creo que era nuestra única broma familiar.

Estábamos mi hermana y yo limpiando el césped. Yo rastrillaba y ella iba metiendo las hojas en un saco. Yo detestaba aquel trabajo, mis músculos y mi mente se rebelaban y estaba loco de rabia. Mi hermana dijo algo y yo me volví y le tiré el rastrillo, acertándola en toda la cara.

El rastrillo era de bambú y metal, y la parte metálica la pegó en el labio, haciéndole una herida bastante grande.

Los dos nos quedamos aterrados y yo, además, enfermo de remordimiento. Corrimos a la casa, mi hermana apretándose la boca con la mano y con toda la parte delantera del vestido manchada de sangre.

Entramos corriendo en la cocina, donde mi madre estaba preparando la cena y nos preguntó qué había ocurrido.

Ninguno de los dos —yo, naturalmente, porque era culpable y mi hermana porque quería evitarme el terrible castigo que sabía que recibiría— quiso decir lo que había ocurrido.

Mi madre nos insistió y los dos nos negamos a responder. Entonces nos dijo que no iríamos al hospital hasta que uno de los dos hablara. Y efectivamente, la familia se sentó a cenar y mi hermana cenó con una servilleta apretada contra la cara. La sangre empapó la servilleta y goteaba sobre su comida, pero tuvo que comérsela. Yo también me comí mi comida. Después, limpiamos la mesa y fuimos al hospital.

Recuerdo las caminatas de la escuela a casa durante el crudo invierno, a través del campo de maíz que, a pesar de su proximidad a la ciudad, seguía formando parte de la pradera. En invierno hacía un frío que pelaba. Ahora, con la perspectiva que dan los años, me doy cuenta de que aquella zona podría haber sido bonita. Podríamos haber caminado entre los rastrojos o cazar pájaros o disfrutar de otros muchos placeres que se nos ofrecían de manera natural.

Recuerdos de Chelsea

Sucedió el invierno antes de casarme, cuando vivía solo en un piso de un viejo bloque del Chelsea de Nueva York. Estuve enfermo todo el invierno, con un catarro o gripe persistente que pillé, creo que al menos en parte, a causa de la soledad. Aunque también me gustaba la soledad.

Todas las noches —lo recuerdo como todas las noches, aunque es imposible que fuera así— me iba a cenar a un restaurante de la Novena Avenida, me sentaba solo y leía novelas.

Noche a noche, me leí las obras completas de Willa Cather. Me comía cualquier cosa con pan y prolongaba la velada a base de café y varios cigarrillos hasta que el restaurante cerraba.

Me estaba ganado la vida como escritor por primera vez en mi vida. Un chico de veintitantos años en Nueva York, comprometido y muy consciente de estar viviendo una novela.

Recuerdo un domingo de octubre, cuando limpié las ventanas.

Mi apartamento tenía cuatro ventanas y me decidí a limpiarlas un día fresco y luminoso, en el que me sentía más feliz que nunca, ni antes ni después.

Recuerdo las noches frente a la chimenea. En una obra mía que se representó en Chicago había utilizado una alfombra de piel de oso, y la chica que nos prestó la alfombra se había presentado algún tiempo después en Nueva York y me la había regalado. Yo me tumbaba en la alfombra delante de la chimenea y leía, con la cabeza apoyada en la cabeza del oso.

Cuando me casé, mi mujer supuso que yo había hecho el amor con innumerables mujeres encima de aquella alfombra y sugirió que la dejara allí, cosa que hice. Sólo había hecho el amor con una mujer sobre la alfombra, pero ya llegaremos a esa historia.

Me encantaba aquel apartamento. Las noches de verano me sentaba allí con una botella de Pouilly-Fuissé lo más fría que podía conseguir, y bebía mientras leía. No era un vino caro —era justo antes de que el vino blanco francés se pusiera de moda— y me podía dar el gusto.

En resumen, era autosuficiente. Un joven independiente, de mundo. Tenía ingresos y un futuro, y estaba empezando a hacerme un nombre.

Los fines de semana me sentía solo y recuerdo haber deambulado por varias fiestas callejeras en busca de la Mujer de Mis Sueños o, tal vez, de alguna otra versión de la estabilidad.

Los días de labor iba al YMCA de Chelsea para hacer ejercicio o corría por la carretera del West Side.

La carretera elevada estaba cerrada al tráfico, aguardando a ser demolida. Yo corría desde la calle 23 siguiendo la orilla del Hudson y, al llegar a la 54, justo enfrente de las pocas terminales que quedan de barcos de pasajeros, daba media vuelta y volvía corriendo. De vez en cuando, durante el regreso, echaba una carrera con algún transatlántico que zarpaba hacia el sur. Sí acababan de zarpar, podía mantener su marcha durante varios cientos de metros.

En un principio, Chelsea era un barrio para gente acomodada, relacionada con las líneas marítimas. Se construyó para servir de residencia a abastecedores de buques, ingenieros navales, capitanes y otros miembros de la clase media respetable.

Los grandes muelles penetraban en el Hudson al oeste de Chelsea, a dos manzanas de mi apartamento.

Noventa años antes de que yo me instalara, el inquilino de mí piso podía asomarse a la ventana de la cocina y ver el proverbial «bosque de mástiles y vergas».

Si el
Titanio
hubiera llegado a atracar, lo habría hecho prácticamente en mi calle; y los periodistas que aguardaban a los supervivientes que llegaban en el
Carpathía
tomaron copas en el bar de la esquina.

Cuando hacía
jogging
al sur de la autopista corría a lo largo de los grandes muelles desiertos, que se habían convertido en centro de encuentros homosexuales y escenario de mucha violencia.

Al sur de los muelles se veía la estatua de la Libertad. Cuando la veía nunca dejaba de recitar algún fragmento del poema de Emma Lazarus para pasar el rato y ponerme un poco llorón. Y nunca vi la estatua sin sentirme privilegiado por disponer de un acceso tan cómodo.

Abajo, en la Undécima avenida, estaba —y espero que siga estando— la Tienda para Hombres Madison, con Melvin Madison de dueño y señor.

Lo que me atrajo de la tienda fueron las recias topas de trabajo del escaparate, colocadas en medio de la parafemalia de los prácticamente difuntos oficios marinos: insignias, uniformes y cosas así.

Me hice amigo de Melvin, y él me dejaba quedarme en su tienda, charlando de esto y de lo otro y tomando café.

La tienda llevaba muchos años a su cargo. Tema en su almacén un verdadero montón de ropa de faena vieja, sin desempaquetar, sin vender, excelente, resistente y distintiva. Tenía chaquetas y gorras de los años cuarenta, pantalones y zapatos de una duración inimaginable para los criterios de fabricación actuales.

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