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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Una noche más (22 page)

BOOK: Una noche más
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Cuando decidieron casarse en ningún momento Pilar barajó la posibilidad de comunicárselo a sus padres. Los años le habían enseñado que ellos nunca aceptarían su orientación así que aún menos que se casara con otra mujer, por mucho que el gobierno hubiera creado una ley para que eso fuera posible. No se paró a pensar cuánto tiempo podría mantenerlo en secreto pero tampoco creyó que resultara muy complicado. Ella nunca iría al pueblo con Pitu y las escasas ocasiones en las que sus padres pudieran venir a Madrid, bastaría con verse en lugares públicos. No haría falta meterles en su casa. De hecho, en su antiguo piso sólo habían estado en una ocasión, años atrás, para cerciorarse de que su hija vivía en condiciones normales. Quizá pensaran que su piso estaba lleno de gente sin oficio ni beneficio o que se pasaban el día drogándose. Tal es la imagen que ellos tienen de la gente joven que vive en las grandes ciudades.

Se acuesta intranquila, nerviosa. Pitu la observa sin decir nada y se mete en la cama junto a ella, abrazándola, tratando de calmarla. Pero Pilar apenas sí duerme durante la noche. A intervalos se despierta sobresaltada. Comprueba la hora en el reloj de la mesilla viendo con horror que cada vez queda menos para levantarse. Y cuando el impertinente martilleo comienza a sonar a la hora en la que Pitu tiene que levantarse, Pilar lo hace también pensando que así su mente, al mantenerse ocupada en las cotidianas tareas de ducharse, vestirse y desayunar, podrá descansar aunque sea durante unos poco minutos. No le importa que aún quede un buen rato para que ella tenga que ponerse en marcha. Llegará la primera a la oficina y se pondrá a trabajar antes que nadie. Se mantendrá ocupada y así no le dará vueltas a la cabeza.

A las ocho menos veinte se está sentando en su puesto de trabajo. Los operarios que van y vienen del almacén la miran con sorpresa, extrañados de verla tan pronto allí. Enciende su ordenador y comienza a trabajar. El resto de sus compañeras van llegando y la normalidad de la jornada parece instaurarse. Pero Pilar no consigue calmarse. Algo en su interior le avisa de que ese día no acabará bien. No tiene ganas de ver a sus padres. Le asusta que sepan la verdad. Tiene miedo de su reacción. En principio no tendría por qué preocuparse. Quedará con ellos, comerán en algún sitio, aguantará las cansinas retahilas de su madre y el mutismo de su padre y luego se separarán. Ellos volverán al pueblo y ella a su casa. No habrá más. No tendrá por qué decirles nada. Y ellos no tendrán motivos para sospechar que algo en la vida de su hija ha cambiado.

Pero la sorda inquietud que la domina se desata cuando sobre la una su madre llama para avisarla de que ya han salido de la consulta médica y le pregunta dónde quiere quedar. Pilar le dice que la esperen en el metro de Ópera, fuera, junto al kiosco de prensa. Nada más colgar su estómago se contrae hasta la nausea. Las tres horas que la separan del encuentro con sus progenitores pasan en un suspiro justo cuando ella querría que lo hicieran con la lentitud y parsimonia de un día habitual. A las cuatro menos cinco sus compañeras ya empiezan a recoger. Ella se entretiene fingiendo una febril actividad tratando de dilatar el momento todo lo que puede. Pero a las cuatro en punto, apremiada por las demás chicas, tiene que apagar el ordenador y recoger su abrigo y su bolso para salir.

Durante los escasos minutos que tarda en ir desde su trabajo a la boca de metro Pilar camina como lo haría una condenada a muerte. Al llegar hasta ella se despide de sus compañeras sin dar más explicaciones. Ya ha avistado a sus padres a unos poco metros. Ellos aún no la han visto. Y por una milésima de segundo piensa en bajar escaleras abajo y refugiarse en la seguridad del suburbano madrileño. Pero piensa que está reaccionando como una niña. No puede ser tan malo. Comerán, hablarán de trivialidades y se irán como han venido. No tiene por qué pasar nada. Así que Pilar levanta la cabeza y se dirige con paso firme hacia sus padres.

—¡Pilar, hija! —exclama su madre al verla dándole a continuación un contenido abrazo. Su padre no dice nada, se limita a asentir con la cabeza y darle dos besos en las mejillas.

—¿Lleváis mucho rato esperando? —pregunta Pilar sin saber qué otra cosa podría decir.

—No, qué va. Acabamos de llegar. Bueno, tu padre quería pasear por los jardines del Palacio Real así que hemos estado dando una vuelta por allí pero acabábamos de llegar ahora mismo…

—¿Qué os apetece? Aquí cerca hay un asturiano en el que se come muy bien… —aventura Pilar.

—Cualquier sitio estará bien.

Echan a andar. Pilar pregunta por la revisión de su padre. Él no dice nada, se limita a caminar por detrás de ellas como si fuera un guardaespaldas al que no le está permitido hablar con sus protegidas, es su madre la que se encarga de desglosar una sucesión de términos médicos que a ella sólo le suenan de las series de televisión para acabar diciendo que todo está bien y que tiene una salud de hierro hablando de él como si no estuviera presente. En pocos minutos llegan al restaurante, piden una mesa para tres y les acomodan en uno de los primeros salones. Estudian la carta en silencio. Pilar no tiene mucha hambre y no sabe muy bien qué pedir. Con sus padres ya delante está algo más calmada pero no por ello tiene menos ganas de que el momento pase cuanto antes.

Sería agradable decir que la comida transcurre en silencio pero su madre se encarga de que eso no sea así. Entre bocado y bocado se ocupa de hacer un profundo repaso a todo lo habido y por haber. Lo delgada y estropeada que encuentra a Pilar y el disgusto que le produce ver que no se arregla ni se maquilla. Su deseo de que al fin se estabilice. ¿La han hecho fija ya en su empresa? Es que hay que ver, qué gentuza, cómo explotan a los trabajadores, qué poco les costaría hacerla fija para que así se pudiera comprar un pisito y dejará de compartir con extraños. Pilar sabe que de nada serviría explicarle a su madre que ya no basta con tener un contrato fijo para comprarse un piso, que hacen falta dos sueldos para poder hacerlo. Y eso le vuelve a traer a la cabeza la farsa que está representando a ojos de sus padres. Porque ella ya está pagando un piso. Un piso que es de su mujer y suyo cuya hipoteca se lleva la mitad de sus sueldos cada mes. Le entristece no poder compartir con ellos ese tipo de cosas. Que sólo podría compartirlas si Pitu fuera un hombre y no una mujer. Pero sabe que no lo aceptarían. Ni lo entenderían. Ni siquiera lo tolerarían. Y eso le hace que se le cierre aún más el estómago. Juguetea con la comida en el plato y de vez en cuando se la lleva a la boca y mastica durante largo rato hasta que consigue tragar. Mira el reloj con disimulo y agradece que los camareros comiencen a mirarlos aviesamente, apremiándoles para que terminen y ellos puedan recoger y descansar antes del siguiente turno.

No toman postre ni café. Su padre, hablando casi por primera vez desde que se encontraron, pide la cuenta y la paga en efectivo. En cuanto traen el cambio los tres se levantan de la mesa y salen del restaurante. Pilar comienza a sentirse más relajada sabiendo que el suplicio llega a su fin. Caminan por la calle Mayor hacia la Puerta del Sol. Su madre va contando algo acerca de la gente del pueblo y Pilar finge prestarle atención. Su padre continua detrás de ellas, con las manos cruzadas a la espalda y mirando hacia las fachadas de los edificios.

—Te hemos traído unas cosas del pueblo. Huevos, queso y un poco de carne, ya sabes. Acompáñanos al coche y así te acercamos a casa —le dice su madre de repente. A Pilar se le erizan los pelos de la nuca.

—No hace falta que me acerquéis, que luego se os va a hacer muy tarde para volveros y como pilléis el atasco de por la tarde… Mejor os acompaño al coche, cojo las cosas y yo me voy en metro, como siempre. Que bastante paliza es que vengáis y os vayáis en el mismo día —le explica quitándole importancia, haciendo ver que lo que más le preocupa es que ellos no lleguen muy tarde al pueblo.

—¡No digas tonterías, Pilar! Si no pasa nada. Además, las cosas están en una caja. No puedes ir con ella en el metro como si tal cosa. Anda, tira, vamos a por el coche… Lo tenemos aparcado por detrás de Correos.

Pilar, aunque continúa caminando, se siente por completo paralizada. Pero su mente comienza a ir a mil por hora. Tiene de tiempo lo que tarden en recorrer el trecho que separa Sol de Cibeles para buscar alguna excusa o para contar a sus padres que ya no vive en el piso de siempre. ¿Y qué excusa darles? ¿Cómo explicar que se ha mudado y no les ha dicho nada? Porque sí, últimamente han hablado poco por teléfono pero durante la comida podría habérselo contado. Podría haberlo hecho si no tuviera nada que ocultar. Pero no lo ha hecho. Porque sí que tiene algo que ocultar. Su madre sigue con su retahila pero Pilar sólo puede pensar en que cada vez se acercan más a dónde está el coche y ella sigue sin encontrar una salida. Un sudor frío le recorre la espalda. El corazón le late muy deprisa. Los tres caminan como si tal cosa pero ella se encuentra al borde del colapso. Según se acercan a Cibeles sus pulsaciones aumentan. Al sobrepasar el edificio de Correos ya le tiemblan las piernas y antes de que se pueda dar cuenta llegan casi hasta la Puerta de Alcalá y ve cómo sus padres se meten por una de las calles aledañas y se detienen a pocos metros junto a un coche. Un coche que al principio a Pilar le cuesta reconocer aunque sea el mismo de siempre. Acorralada, se da cuenta de que ya no le queda más remedio que decir la verdad. O parte de ella.

—Bueno… —empieza a Pilar en tono jocoso, tratando de quitar hierro al asunto, cuando sus padres están abriendo las puertas—. Lo que no os he dicho es que me he mudado de piso…—anuncia con una sonrisa forzada que le tiembla en las comisuras.

Sus padres cesan en su movimiento, se quedan quietos y la miran contrariados. Su madre abre mucho los ojos, esperando que añada algo más. Al ver que Pilar no dice nada, es ella quien pregunta.

—¿Que te has mudado? ¿Y cuándo te has mudado? ¿Por qué no nos lo habías dicho?

—Es que ha sido hace poco —miente—. Y bueno, no quería preocuparos…

—¿Y por qué nos íbamos a preocupar? —inquiere su madre.

—No sé… Llevaba tanto tiempo en el otro piso… Y este está fuera de Madrid… Hasta que la cosa no se estabilizara no quería decir nada…

Su padre se mete en el coche. Su madre menea la cabeza con condescendencia y, quizá, algo apesadumbrada. Retrocede unos pasos y abre la puerta de atrás.

—Bueno, entonces ponte tú delante para que puedas indicar a tu padre… —le ordena y, acto seguido, se mete en el interior del coche.

Pilar avanza hasta la puerta abierta del copiloto, se sienta, cierra y se pone el cinturón de seguridad. Su padre mete la llave en el contacto y arranca el motor. Luego la mira expectante.

—Tú dirás —es lo único que dice.

—Baja hasta Recoletos y tira por la Castellana. Tenemos que salir por Plaza Castilla —explica ella exhalando un suspiro y hundiéndose en el asiento.

Inician el viaje. En el interior del auto el silencio es tan denso como la tensión contenida. A partir de Plaza de Castilla Pilar va indicando a su padre el camino a seguir. Por su cabeza se suceden las posibles situaciones al llegar a casa. Y empieza a estar tan harta de todo que incluso le da igual lo que pueda pasar. Se siente tentada de mandarle un mensaje a Pitu para que no vaya al piso al salir de trabajo, que espere hasta que ella llame confirmándole que todo ha acabado. Pero no le da la gana que su mujer no pueda entrar en su propia casa sólo porque sus padres no deban enterarse del papel que juega en su vida. Y decide consigo misma que lo dejará todo en manos del azar. No mentirá. Si llega el momento de la verdad dará la cara de una vez por todas. Ella nunca ha sido muy activista, por mucho que haya colaborado en colectivos gays, pero ya está harta de esconderse ante su propia familia. Si sus padres no aceptan su situación, su persona, su vida, si anteponen sus convicciones al hecho de que Pilar es su única hija y que, como tal, deben quererla por encima de todo, quizá sea lo mejor que pueda pasarle. Así al menos sabrá por fin cuánto les importa.

Pilar le indica a su padre que ya están llegando y que puede empezar a buscar aparcamiento. Como aún es media tarde, la mayoría de la gente no ha vuelto de trabajar y no les cuesta mucho encontrar un hueco. Se bajan del coche en completo silencio. Su padre abre el maletero y saca una caja atada con cuerdas. Todo podría terminar ahí. Pilar podría coger la caja, despedirse de sus padres y subir sola a su casa. Pero sabe que ellos esperan que les invite a subir, que, de hecho, es algo que dan tan por supuesto como la propia Pilar. Así que la siguen sin decir nada mientras ella se encamina hacia uno de los bloques de la barriada. Entran en el portal y suben en el ascensor. Nota como su madre la observa de reojo, presta a hacer algún comentario pero sin acabar de atreverse. Su padre continua ausente, portando la caja, como si nada de lo que está sucediendo le afectara de algún modo. El ascensor se detiene y los tres salen al descansillo. Pilar saca las llaves de su bolso y mete una en la cerradura. Al darse cuenta que la puerta tiene todas las vueltas echadas sabe que Pitu aún no ha vuelto de trabajar. Aunque debe estar al llegar. Suspira silenciosamente y los tres entran en el piso.

—Puedes dejar la caja aquí, en la cocina —le dice Pilar a su padre nada más entrar puesto que la cocina queda a su izquierda. El hombre obedece y deposita la caja sobre la encimera, junto al fregadero. Su madre observa todo con detenimiento, con la mirada escrutadora de quien viene a juzgar y criticar cada pequeño detalle que le parezca inconveniente.

—Bueno, ¿nos enseñas el resto del piso? —le pregunta su madre resuelta.

—No hay mucho que enseñar, es bastante pequeño —se excusa Pilar saliendo de la cocina para ir al salón. Ellos la siguen.

Por un momento Pilar siente vergüenza. El piso está aún casi sin amueblar. Pitu y ella tienen que ir comprando las cosas poco a poco. Sólo tienen lo indispensable. En el salón un sofá, una mesita y el mueble para el televisor. La cama y las mesillas en el dormitorio y poco más. Por suerte el armario es empotrado. Pero ahora, allí, en medio del salón, con sus padres mirando todo con curiosidad reprobadora lo encuentra desnudo, vacío.

—¿Y las habitaciones? —inquiere su madre dirigiéndose hacia las puertas del baño y el dormitorio. La primera está cerrada pero la segunda no y desde donde está Pilar puede ver cómo su madre observa la cama de matrimonio todavía sin hacer. Se gira hacia ella y señala la puerta cerrada—. ¿Esta es la otra habitación? ¿Y el baño dónde está? —pregunta extrañada. Luego le dirige a su marido una significativa mirada.

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