Pero volvía a aguantar. Siempre volvía a aguantar y callar.
Probablemente habría seguido esa dinámica durante mucho tiempo más de no ser por la ruptura que supuso trasladarse a Madrid. A ese piso que sus padres le pagan religiosamente cada mes. Ese refugio de diseño hecho a su medida. Una nueva vida que le abrió las puertas en el mismo momento en que su avión aterrizó en Barajas. Lola ni siquiera barajó la posibilidad de cursar la carrera en las universidades de su provincia. Sabía que debía alejarse de todo y de todos cuanto antes. Esa era su oportunidad. Tenía dos motivos de peso para hacerlo. Uno, alejarse de Fran. Otro, dar rienda suelta a su atracción por las mujeres en un lugar en el que nadie la conociera.
Porque Lola, pese al tiempo pasado junto a Fran, sabía que también le gustaban las mujeres. No necesitaba haber estado con ninguna para comprobarlo. Esas cosas se saben. Es algo en las entrañas, un pinchazo de inquietud y ansiedad cuando se descubría mirando a la chica de la peli en lugar de al héroe, una euforia nerviosa y descontrolada cuando por casualidad la película en cuestión contenía alguna escena subida de tono entre dos de las actrices. Eran esas oleadas de calor subiéndosele a la cabeza las que le indicaban, sin ningún atisbo de duda, que las mujeres le atraían. Y que quizá le atrajeran de un modo mucho más intenso que los hombres. Porque, a decir verdad y dejando a Fran aparte, nunca se había sentido demasiado interesada por los chicos de su edad. Ni por los mayores. Ni por los ídolos de temporada de las revistas de quinceañeras. En cambio sí que le interesaban, a menudo rayando en la obsesión, las chicas. Amigas, profesoras, cantantes, actrices… Casi cualquier integrante del sexo femenino podía llegar a cautivarla y subyugarla. Era una atracción visceral y descomedida, sexual pero también muy emocional. Lo de Fran podría considerarse fruto de las circunstancias. Se enganchó a él a falta de algo mejor y acabó dejándose atrapar en sus redes hasta enamorarse. Si en lugar de él hubiera aparecido una «ella» de las mismas características, Lola habría perdido la cabeza sin remedio.
Y si con Fran la relación había sido tan intensa que dolía a Lola lo que le asustaba era que le pasara algo así con las mujeres. Porque sabía que pasaría. Porque lo que sentía por ellas era mucho más virulento. Si se enamoraba de una mujer lo haría hasta el tuétano, sus sentimientos y emociones se desbocarían como un caballo encabritado. Así que decidió, nada más llegar a Madrid y conocer chicas en el ambiente, que ella nunca se enamoraría. Se construyó una poderosa armadura que el amor no pudiera penetrar sino que, al contrario, rebotase muy lejos de ella. Se convenció a sí misma de que era fría e insensible, de que nada la afectaba ni podría hacerlo. Abanderó el egoísmo como única consigna y se comportaba siempre de manera despreocupada e impersonal con los sucesivos ligues que iban apareciendo con la misma facilidad con la que luego desaparecían.
Quizá eso ha sido el detonante del cambio interno que viene sufriendo desde hace un tiempo. Quizá ese modo de vida la haya agotado y quemado por dentro. Quizá lo que necesitase era dejar de estar sola. Intentar abrirse a alguien, querer y dejarse querer, acostumbrarse a pensar en plural y no en singular como ha estado haciendo hasta ahora. Y piensa que debe tratarse de eso porque cuando estuvo con Sara se sintió completa, calmada, feliz, satisfecha y convencida de haber encontrado a una mujer con la que podría comenzar eso que parecía hacerle tanta falta.
Se levanta de la cama. Aún no son ni las ocho de la mañana. Cree que es domingo pero bien podría ser miércoles. Hace mucho que dejó de distinguir los días. Antes podía hacerlo gracias a la programación televisiva pero al mudarse a Madrid también cambió de hábitos. No quiso comprarse un televisor, no quería intoxicarse con la realidad más de lo necesario. Y pronto se dio cuenta de que con el proyector y el ordenador de sobremesa tenía suficiente. Puede pasarse horas viendo películas y series descargadas previamente de Internet. No necesita atontarse con ninguno de esos programas basura que se emiten en televisión.
Decide darse una ducha para sacudirse el sopor. Aunque aún es marzo deja que el agua fría caiga sobre ella a intervalos con la caliente. Mareada por los cambios de temperatura, sale del cuarto de baño y se viste. Con el cabello mojado entra en la cocina para prepararse un té. Luego se va hacia el salón con la taza humeante entre las manos, casi quemándose con ella. Se recuesta en uno de los sofás. Paco trata de subirse también sin resultado. Lola lo agarra por la piel del cuello y lo alza hasta dejarlo en el hueco de sus piernas. Momentáneamente tranquilo, el perro se tumba a sus pies, suspirando con satisfacción. Ella deja perder la mirada a través del ventanal del balcón que tiene más cerca, dispuesta a ver pasar el tiempo sin hacer nada. Nada de nada. Porque no tiene nada que la haga reaccionar.
Y la mañana va pasando hasta convertirse en media tarde. El día es nublado y mortecino, sin brillo alguno. Igual que su ánimo. Apenas sí se nota que las horas van sucediéndose. Sólo cuando va cayendo la noche se aprecia algún cambio. Y ella sólo se levanta del sofá para ir al baño y para coger su portátil. No cree tener fuerzas para nada más. Se limita a vegetar como lleva meses haciendo. Sólo que esta vez parece ser aún más desolador. Ya ni siquiera sus amigas han llamado para preguntarle si saldría. Seguramente no quieran escucharla hablar de Sara otra vez. Pero es que Lola no puede dejar de hablar de Sara, de darle vueltas a lo sucedido, aunque ya haya pasado un mes. No puede. Es superior a sus tuerzas.
Se ha preguntado muchas veces qué habría pasado si el mechero de Sara no hubiese dejado de funcionar en ese preciso instante. O si Ruth no se hubiese dejado el suyo en su casa provocando que Lola, en un intento de complacer a Sara, hubiera acudido en su búsqueda. O si ella no hubiera roto sus propias normas y le hubiera dicho a Sara que prefería que no fumase en su casa. ¿Habría cambiado eso las cosas? Seguramente sí. El nombre o la presencia de Ruth no hubieran sobrevolado sobre ellas. Y si, con el tiempo, hubiera salido a la luz está segura de que el descubrimiento no habría sido tan dañino.
Pero ocurrió. Y elucubrar acerca de lo que habría podido pasar de no haber ocurrido no cambia nada. Sara no ha querido volver a verla. No la ha llamado, no le ha mandado ningún mensaje. Y Lola tampoco ha hecho nada. La llamó esa única vez para saber cómo estaba y no se atrevió a volver a hacerlo. El temor a la decepción era mucho mayor que el ansia por saber de ella. La decepción de haber creído que alguien era especial y descubrir que sólo se trataba de un espejismo.
También ha pensado en escribirla. A Lola se le da bien escribir. Por eso quiso estudiar Comunicación Audiovisual. Quería contar historias, conmover a la gente con ellas. Siempre se la ha dado bien transmitir sentimientos. Aunque ha estado mucho tiempo sin escribir a causa de ello, de la ausencia de emociones que ella misma venía sufriendo, ahora todo sería distinto porque siente tantas cosas que podría escribir sin parar horas y horas y no acabar nunca de expulsar todo lo que le bulle en la cabeza. En su mente redacta interminables cartas a Sara explicándole cómo se encuentra, todo lo que le hizo sentir en esos pocos momentos que compartieron y todo lo que no entiende de su comportamiento posterior. Le contaría lo mucho que lamenta lo sucedido con Ruth pero sabe que, muy probablemente, se le colarían algunos reproches entre líneas. Y a la gente no le gusta que le pongan la verdad en la cara. No quieren escuchar, ni para bien ni para mal —mucho menos para mal—, lo que piensan de ellos. Tampoco admitir que se hayan podido equivocar. O que su actitud está dañando a otra persona. La gente siempre piensa que actúa correctamente, que son razonables y consecuentes, que tienen motivos para hacer lo que hicieron y muchos argumentos —aunque se contradigan entre ellos— para demostrarlo. Y la realidad es que en muy raras ocasiones lo son.
De todas formas, por mucho que quiera exponerle por escrito sus sentimientos, no puede hacerlo. Ni tiene un e-mail a donde enviar esa hipotética carta ni cuando estuvo en su casa se quedó con la dirección porque saliendo del centro todas las calles le parecen iguales. El único modo que tiene de ponerse en contacto con ella es llamándola por teléfono. Eso o contar con que la casualidad haga que se crucen como las primeras veces que se vieron. La primera opción no le convence porque intuye que, como la otra vez, no querrá prolongar mucho la llamada. Con la segunda no se puede contar porque, aunque la casualidad hizo que se cruzaran varias veces, ahora podrían no volver a cruzarse nunca. Lo más lógico y también lo más práctico sería olvidarse de ella. Porque ni en el supuesto de que pudiera enviarle una misiva que intuye desesperada, no cree que hacerlo cambiara mucho las cosas. Ya nadie se emociona con las cartas. Más bien al contrario, lo consideran inconvenientes intrusiones en su vida, sobre todo si su remitente no es quien esperan o les dicen en ellas cosas que no quieren escuchar.
Pero, ¿cómo se logra olvidar algo que no llegó a suceder?
Algo que se quedó a las puertas pronunciando promesas que la realidad ha impedido cumplir. Una historia que prometía y que no se pudo seguir escribiendo. ¿Cómo se borra a alguien que entra en tu vida por la puerta grande y haciendo todo el ruido posible y luego sale a hurtadillas por la ventana? Lola no lo sabe. Y es entonces cuando la ira la consume como jamás lo había hecho. Porque no es capaz de olvidar a Sara. La echa de menos en la misma medida en que recordarla hace que le hierva la sangre de la pura rabia de sentir que tardará mucho en dejar de hacerlo.
Sus amigas no le son de mucha ayuda. Le restan importancia a lo sucedido. Lola supone que no les cuadra esa obsesión por alguien en una persona que ha demostrado tanta indiferencia por las relaciones. A la que, de hecho, nunca han visto que haya mantenido una. La cortan tajantemente, aconsejándole que deje de darle vueltas, que ya se le pasará, que no es para tanto y, a continuación, cambian de tema. En el fondo no le sorprende su reacción. Aunque sí el hecho de que las haya considerado amigas suyas cuando, en realidad, no son más que compañeras de juergas. Quedan para salir y si se ven entre semana sólo es para hablar de lo que pasó el fin de semana anterior o lo que podría pasar al siguiente. Son frivolas y superficiales. Nunca hablan de nada trascendente sino que matan el tiempo con trivialidades y lugares comunes. Lola sabe que no es sólo con ella. Es consciente de que ninguna sabe apenas nada de las vidas de quienes la rodean. No interesa profundizar en los miedos y anhelos de cada una, en lo que sienten cuando están solas en la cama y hacen repaso mental de lo que les preocupa o les ilusiona. Sólo importa lo que pasa por las noches, en la calle, en los bares, con la gente que se deja ver por esos escenarios. El resto es accesorio y superfluo. Sin importancia.
Y Lola ahora se siente más sola que nunca. No tiene a nadie en quién confiar, nadie a quién contarle sus pesares y, mientras tanto, su dolor continúa creciendo imparable, oxidándole el corazón, haciéndole perder toda esperanza. No es que desfallezca al primer intento pero ese obstáculo en el camino ha aparecido en el peor momento posible.
Paco la mira desde el suelo con expresión lastimera. Tumbada en el sofá, Lola le devuelve la mirada y se da cuenta de que no le ha bajado en todo el día. Probablemente el animal no haya podido aguantar y se encuentre con que ha apaciguado su vejiga o su intestino en algún rincón de la casa. Aliviada de hacer algo que no implique pasividad, pega un brinco y se levanta. Paco la sigue alegremente bufando con esa respiración asmática propia de su raza y contento ante la perspectiva de ir a la calle. Ella se pone una chaqueta, le engancha la correa al perro, coge bolsas para los excrementos y sale del piso.
El aire frío entra en sus pulmones casi cortándole las vías respiratorias y se da cuenta del mucho tiempo que lleva encerrada en el piso. La luz escasea y las farolas ya están encendidas. Se deja llevar por Paco, que tira fuertemente de la correa mientras olisquea todo lo que encuentra a su paso. Paseando por entre las callejas se van acercando a la plaza de Chueca. No hay casi nadie por la calle. La tarde amenaza lluvia y la gente ha preferido refugiarse en el interior de los locales. Al pasar junto al Baires Lola no puede reprimir la tentación de mirar en su interior pese a no saber cómo reaccionaría si encontrara a alguien conocido sentado en alguna de las mesas. Por suerte las caras que llenan la cafetería no pertenecen a nadie de su entorno. Continúa bajando por la calle Gravina, dejando atrás la plaza, hasta donde la calle empieza a nombrarse como Almirante. Piensa en seguir caminando hasta Recoletos y luego dar la vuelta. Y así lo hace. Al pasar junto a una sucursal de CajaMadrid se fija en un chico que está apoyado en el capó de un coche de cara a la calzada. Muchas veces Lola ha escuchado decir que en esa calle suelen apostarse chaperos en busca de clientes. Observa de reojo al chico mientras le sobrepasa y piensa que no tiene pinta de ganarse la vida vendiendo su cuerpo pero también sabe que las apariencias siempre engañan.
Dobla la esquina y pasa junto al Café Gijón. Algún día podría venir aquí a desayunar, a sentir el ambientillo literario aunque sólo sea por permanecer un rato en un lugar tan emblemático. Lo anota mentalmente en un intento de aplacar la pasividad de su existencia. Al volver a doblar la esquina para subir por Prim nota cómo empieza a lloviznar levemente. Aprieta el paso y en la esquina de Augusto Figueroa con Barbieri decide atajar por la plaza de Chueca. Al comenzar a atravesarla arrecia la lluvia. Paco gime y acelera el paso. Lola encoge los hombros y agacha la cabeza. En el otro extremo de la plaza divisa a una pareja de chicas que, antes de seguir cruzándola en dirección opuesta a ella, se detienen para abrir un paraguas. Con él ya abierto y cubriendo sus cabezas se miran y se besan. Lola las observa sin mucho interés, sólo porque se encuentran en su campo de visión. No las ve realmente. Pero al ir acercándose a ellas, siente cómo se le para el corazón al reconocer a ambas. Junto con el corazón, la sangre también se detiene, concentrándose en sus sienes y oídos. Y es entonces cuando Lola no puede dar un paso más. Se queda quieta en medio de la plaza mientras las dos mujeres, ajenas a todo, sólo pendientes de sus risas y de los besos que se siguen regalando, continúan con paso firme. Pero Lola está justo en su camino y por fuerza tienen que reparar en ella.