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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Una noche más (17 page)

BOOK: Una noche más
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—Déjalas —ataja rápidamente Pilar—, tienen que recuperar los polvos perdidos…

Los demás ríen ante la ocurrencia, aliviados de no tener que manifestar su postura. Algunos encienden cigarrillos, otros picotean de las cortezas que hay en un par de recipientes colocados sobre la mesa. Ninguno añade nada esperando que la conversación siga por otros derroteros.

—Bueno —repone Diego, siguiendo en sus trece—, ya hace un mes que han vuelto, ¿no? Podían dejarse ver el pelo, digo yo… —y abre su carta con cierta resignación pero satisfecho de haber dejado claro su punto de vista.

—Que cuatro meses son muchos polvos perdidos, Dieguito. Y es de Ruth de quien estamos hablando… —dice Pilar, continuando con la broma e intentando ocultar su disgusto. Ella hace más de tres meses que no ve a Ruth. Ni siquiera la ha considerado lo suficientemente importante como para llamarla y darle la noticia. No importa cuánto tenga asumido que es poco probable que Ruth y ella vuelvan a tener la misma relación que antes. Sigue doliendo. Mucho.

Pitu, por debajo de la mesa, le aprieta la rodilla con la mano. Es consciente de lo que la sola mención de Ruth puede suponer en el ánimo de Pilar. Y no quiere que en una noche como esa, en la que por fin todos han podido quedar para verse y pasar tiempo juntos, la sombra de una amistad rota les agüe la fiesta. Pilar cubre la mano de su mujer y la aprieta brevemente, dándole a entender que esté tranquila, que no se preocupe. Luego la aparta y la pone sobre la mesa para juguetear con su cigarro, que humea en el cenicero barato colocado entre los platos.

Se deciden por un menú de cuatro personas sabiendo que incluso así sobrará comida. Piden también dos jarras de sangría que, por el contrario, intuyen que serán insuficientes. La camarera les toma nota repitiendo lo que dicen en ese castellano carente de erres tan peculiar de los orientales y les recoge las cartas antes de marcharse. Hay un momento de silencio entre ellos cuando se ven de nuevo a solas en la mesa. Ali mira a sus amigos y a su novio y piensa que forman un curioso conjunto. Aunque sea caer en uno de esos tópicos que tanto odia y contra los que sigue luchando, tiene que reconocer que ese tipo de vinculaciones rara vez se dan en entornos más convencionales. La mayoría de heterosexuales se mueven en grupos sociales de edad parecida y orígenes similares. Muchas personas llegan a la edad adulta con la misma pandilla que tenían en el instituto o en el barrio en el que crecieron. Gays y lesbianas, por una serie de circunstancias que resultaría muy aburrido de explicar, suelen tener una mayor facilidad para establecer amistades entre personas de toda edad y condición. Sólo así se explicaría que en esa mesa estén sentados dos hombres a punto de cumplir los cuarenta, un matrimonio de mujeres iniciando la treintena y ella y David, como los benjamines, a duras penas sobrepasando los veinte. Aunque no le gusta establecer diferencias sabe que esa combinación sería complicada de encontrar en un grupo de amigos en el que todos los integrantes fueran heterosexuales. Ali les mira y se siente orgullosa de formar parte de esa particular cuadrilla. Sabe que se rodea de personas extraordinarias, cada una a su manera, y que se enriquecen unos a otros sólo con su mera presencia. Los jóvenes aprenden de la experiencia de los más mayores sabiéndose protegidos por ellos. Y los más mayores no se anquilosan por dentro sintiéndose envejecer sino que se rejuvenecen al mantener vivas ciertas ilusiones.

Sin embargo a ella también le inquieta esa repentina reconciliación de Ruth y Sara. Después de cuatro meses en los que fue testigo del comportamiento esquivo de la primera y todo lo que ese comportamiento provocó en la segunda, su reacción al saber la noticia fue la de alzar una ceja con todo el escepticismo del que fue capaz y menear la cabeza negativamente. Está claro que ella no es quién para decidir qué está bien o mal en la vida de otras personas pero Ali también estuvo con Ruth. Un breve espacio de tiempo, cierto, pero eso, unido a que ha seguido tratándola y, en consecuencia, conociéndola ha hecho que algo la escame. No se fía de Ruth. Y menos después de ver su actuación tras la ruptura. Está convencida de que se ha convertido en una especie de paralítica emocional que no es capaz de entregarse completamente a una relación. Si Ruth volviera a dejar a Sara la destrozaría definitivamente. Y ella no soportaría verlo. Bastante difícil se le ha hecho asistir al progresivo deterioro de Sara durante los últimos meses.

Porque sí, Ali sigue albergando un extraño sentimiento hacia Sara. No sabe si de amor, de cariño o simplemente de compasión por lo que ha estado pasando. Se da cuenta, además, que ese sentimiento siempre ha estado ahí, desde que la conoció, haciéndose aún mayor cuando Sara supo ver sus dudas acerca de lo que le estaba pasando con David y fue la primera en apoyarla en la aceptación de su propia bisexualidad. Y lo que ahora más la confunde es darse cuenta de todo eso y, por otro lado, comprobar que su relación con David continúa en plena forma. Que le quiere. Que sigue queriendo estar con él. Y es esa ambivalencia de sentimientos la que consigue ofuscar su cabeza como nunca.

Nadie vuelve a mencionar a Ruth y Sara en el transcurso de la cena. Se entretienen soltando gracietas y gastando bromas, comentando cosas triviales y discutiendo temas de actualidad. Los platos se van vaciando y las dos jarras de sangría del principio son sustituidas por otras dos en cuanto se acaban. El alcohol les relaja y les suelta la lengua aún más. Hablan también de lo que van a hacer en cuanto salgan del restaurante, a qué bares irán, los bailes que se piensan pegar para desengrasar cuerpos que hace mucho que no ponen un pie en una discoteca.

Juan sonríe animado de haber podido reunir a todos pero sobre todo de poder compartirlo con Diego, con el que hace mucho que no tiene un rato de ocio fuera de las cuatro paredes de su piso. Pero tiene que reconocer que también echa de menos a Ruth. Él es el único que la ha visto, tanto a ella como a Sara, tras la reconciliación. Y sólo porque se plantó en su casa a los pocos días de enterarse de la noticia de labios de Sara. Las encontró a las dos calmadas y muy cariñosas la una con la otra. Parecía que nunca hubiera pasado nada, que nunca hubieran estado separadas, que nunca se hubieran hecho daño. En el tiempo que tardó en tomarse un café le ofrecieron tal estampa de felicidad y compenetración que le hizo conmoverse, alegrarse por sus dos amigas. Los ojos de Sara brillaban, totalmente exultantes, a la vez que esbozaba una amplia sonrisa, espontánea y sincera, y miraba a Ruth con complicidad. Y Ruth, por su parte, destilaba sosiego y tranquilidad, salvo para preparar el café, no se separó de Sara ni un solo momento. La cogía de la mano, le hacía carantoñas, dejaba caer algún beso por sorpresa cada poco rato… Formaban, de nuevo las dos juntas, una modélica postal de bienestar y placidez. Demasiado modélica, demasiado pretendida. La sombra de las sospecha se alojó en un pequeño rincón de la mente de Juan. Se alegraba de que las aguas volvieran a su cauce sin embargo algo le escamaba de todo aquello. No sabría decir por qué y esperaba equivocarse, que su impresión sólo estuviera provocada por el miedo a verlas sufrir de nuevo.

Acaban con los postres y al pedir la cuenta la camarera les pregunta si quieren algún licor. Todos aceptan y junto al platillo con el ticket les trae otro con seis vasos de chupito que llena a continuación del consabido licor de flores. Cada uno coge el que le corresponde y alzan los vasos para brindar.

—¡A los ojos! ¡A los ojos! ¡Hay que mirarse a los ojos! —recuerdan algunas voces.

Tras un rápido trago van depositando los vasos de nuevo en el plato o sobre la mesa. Se miran unos a otros con cara de circunstancias dando por acabada la cena. Sacan sus carteras y monederos y dejan la parte que les toca de la cuenta consiguiendo el importe casi exacto sin necesidad de pedir cambio. Luego recogen sus cosas y empiezan a levantarse. Juan le hace una seña a la camarera indicándole que ya se puede llevar el dinero. Se pone su abrigo y cierra la comitiva que sale del restaurante.

Ya en la calle, mientras algunos se acaban de poner chaquetas y de colocar bolsos y bandoleras al hombro, Pilar busca su móvil y se encuentra con una llamada perdida del teléfono de sus padres. Una punzada de nervios le atraviesa el estómago. No cree que haya pasado nada porque habrían insistido pero es raro que sus padres la llamen. Siempre suele ser ella quien lo hace. Y no muy a menudo, la verdad sea dicha.

—¿Qué pasa? —le pregunta Pitu al ver la cara que se le ha puesto.

—Nada —Pilar menea la cabeza—, me han llamado mis padres. No he debido oírlo.

Al otro lado del grupo Diego también está mirando algo, en este caso, su busca. Frunce el ceño mientras lee el mensaje y luego lanza una mirada circunspecta a Juan que, a su lado, le mira a su vez con fastidio.

—¿Es una urgencia? —le pregunta con acritud.

—Sí —responde escueto Diego—. Voy a tener que irme… —se vuelve hacia los demás—. ¡Hey, pandilla! —les dice para llamar su atención—. Me temo que no vais a poder contar conmigo, tengo una urgencia…

El resto adopta gestos de fastidio. Diego empieza a repartir besos para hacer el momento menos incómodo de lo que ya es. Finalmente le da a Juan un breve beso en los labios.

—Lo siento —susurra al separarse de él. Su novio, molesto, esquiva su mirada de cejas alzadas y desvalidas que parecen decirle que no es culpa suya pero que tiene que hacerlo aunque no le guste—. Pásalo bien, ¿vale? —añade apretándole el brazo. Luego se da la vuelta y enfila la calle en dirección a Gran Vía, secretamente aliviado de marcharse porque no le apetecía demasiado pasar la noche de copas.

Juan, tras la partida de Diego, se arrima, cabizbajo, al resto del grupo que le recibe con miradas y gestos de compresión. Echan a andar en dirección a la plaza de Chueca.

Aunque finja normalidad, en el fondo Juan empieza a estar cansado de esa situación. En veinte años ha tenido momentos de hartazgo parecidos, por causas similares y también distintas. No obstante, en esas otras ocasiones no llegó a sentir tanto hastío como está acumulando en los últimos meses. Asume como lógico que la pasión y la energía de los primeros años de relación den paso a una calma chicha con breves conatos de la fogosidad de antaño. Cuando se llega a cierta edad se valora más la tranquilidad que produce lo cotidiano que la intensidad emocional que sobrecoge a las parejas cuando todo es nuevo. Lo que le cuesta más aceptar es que con el paso del tiempo y, más concretamente, durante los últimos dos años, su pareja se esté convirtiendo en un mero adorno en su vida.

Desde que se aprobó el matrimonio para parejas del mismo sexo han hablado en multitud de ocasiones de hacer uso de esa ley tan envidiada en otros países. Han buscado en Internet los requisitos que se piden, han hecho incluso ligeros planes acerca de su futura boda pero los meses han ido pasando sin que ninguno de los dos se decidiera a dar el siguiente paso. A efectos prácticos sólo se trataría de una mera formalidad, de constatar por escrito lo que durante dos décadas han mantenido en pie contra viento y marea. Y es en momentos como ese en los que Juan se pregunta si tendría algún sentido hacerlo.

Nunca se ha imaginado su vida sin Diego. Durante años han sido ese tipo pareja que va junta a todas partes, que hace todo a dúo, a la que todo el mundo pregunta extrañado dónde está el otro si uno de ellos no aparece. Pero hace ya mucho que empezó a acostumbrarse a que tenían que hacer las cosas por separado. Lo cual no debería ser malo si no fuera porque cada vez siente que la distancia es mayor, que no es una simple cuestión logística, que el abismo no es sólo físico y temporal sino también emocional. Diego se ha vuelto expeditivo y apático, centrado obsesivamente en su trabajo, arrepentido de haber perdido tantos años de su vida luchando por causa perdidas que le reportaban poco dinero y aún menos satisfacción. Porque en lo que Ruth siempre ha tenido razón es que, a partir de cierta edad, las ansias de cambiar el mundo se agotan y te conformas con cambiar tu propio mundo, si es que puedes. El trabajo en los colectivos quemó mucho a Diego y ahora Juan se da cuenta de que también ha quemado su relación con él.

Su amigo Nando, en las dos o tres veces que han quedado últimamente, le ha sugerido —casi afirmado con ese escepticismo vital que lleva por bandera desde siempre— que sería posible que Diego tuviera algún lío por ahí. Pero Juan ha negado esa posibilidad todo lo rotundamente que ha podido. El cambio producido en Diego no sugiere sino desidia y contrariedad. No ha notado tampoco ningún comportamiento sospechoso que le indujera a pensar que hay alguien tras las sombras. Juan sabe que no siempre es necesaria una tercera persona para que una pareja deje de funcionar aunque pueda parecer el motivo más obvio o recurrente.

Los cinco amigos llegan a la plaza de Chueca y deciden entrar al Soho aduciendo que no habrá mucha gente. Bajan las escaleras hasta la planta de abajo comprobando lo acertado de su suposición y se disponen a dejar los abrigos en los escalones del fondo. Tras hacerlo se van turnando para acercarse a la barra a pedir las primeras copas. Ali y David son los primeros en hacerlo. Juan se sienta en uno de los escalones, apoyando los riñones sobre los abrigos, esperando que Pilar y Pitu no perciban el abatimiento que lo empieza a conquistar.

Acodándose en la barra mientras espera que sirvan las copas que ha pedido, Ali se fija que en el otro extremo están unas conocidas del colectivo. Y en el mismo momento en que ella se da cuenta, las chicas se percatan de su presencia allí, sonríen sorprendidas y, copas en mano, acuden a su lado para saludarla. David, hábilmente, coge su copa recién servida y se escabulle para volver con Juan, Pilar y Pitu. Ya ha aguantado demasiadas miradas aviesas de las amigas de Ali que, incapaces de creer que alguien como ella pueda tener una relación con un hombre, le observan siempre de pies a cabeza con gesto incrédulo, como preguntándose qué ha visto Ali en él para abandonar el barco en cuya proa ella parecía estar tan perenne como el mascarón. Al llegar, Juan le hace un hueco en el escalón y David se acomoda junto a él. Pilar y Pitu aprovechan para ir a pedirse algo.

—¿No tomas nada? —le pregunta David a Juan.

—Sí. Luego —responde lacónico.

—¿Estás bien, tío?

Juan asiente enérgica pero lentamente con la cabeza. Sin embargo el movimiento acaba convirtiéndose en una negativa resignada.

—Me toca los cojones que Diego se haya tenido que ir así de repente pero… —se encoge de hombros—, ¿qué coño voy a hacer? ¿Ponerme a patalear?

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