Una mujer difícil (63 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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El asesino tardó poco tiempo en tomar una sola foto, tras lo cual la pose de Rooie no pareció importarle lo más mínimo. La desalojó de la cama, empujándola bruscamente, a fin de usar la toalla que estaba debajo del cuerpo para desenroscar el proyector, que guardó de nuevo en el maletín. (Aunque sólo había estado encendido unos minutos, sin duda el proyector estaba muy caliente.) El asesino también utilizó la toalla para limpiar las huellas dactilares que había dejado en la pequeña bombilla que antes había desenroscado de la lámpara de pie. También eliminó las huellas de la pantalla de vidrio coloreado.

El hombre sacudió la foto que se estaba revelando y que tenía más o menos el tamaño de un sobre. No esperó más de veinte o veinticinco segundos antes de abrir la película. Se acercó a la ventana y descorrió un poco la cortina a fin de juzgar la calidad del positivo con luz natural. Pareció muy satisfecho de la foto. Cuando regresó a la butaca de las felaciones, guardó la cámara en el maletín. En cuanto a la fotografía, la limpió cuidadosamente con el maloliente revestimiento de positivos y la agitó para secarla.

Además de su jadeo, ahora muy reducido, el asesino tarareaba una tonada cuyo hilo era imposible seguir, como si estuviera preparando un bocadillo que esperaba comerse a solas. Sin dejar de sacudir la foto ya seca, se acercó de nuevo a la puerta principal, manipuló la cerradura hasta encontrar la manera de abrirla y, entreabriéndola un poco, echó un rápido vistazo al exterior. Para poder tocar la cerradura y el pomo de la puerta sin dejar huellas, se metió la mano en la manga del abrigo.

Cuando el asesino cerró la puerta, vio la novela de Ruth Cole
No apto para menores
sobre la mesa donde la prostituta había dejado las llaves. Tomó el libro, le dio la vuelta y contempló la fotografía de la autora. Acto seguido, sin leer una sola palabra de la novela, abrió el libro por el centro e introdujo la fotografía entre las páginas. Metió la novela de Ruth en el maletín, pero éste se abrió al alzarlo de la butaca de las felaciones. La lámpara de pie estaba apagada y Ruth no pudo ver el contenido del maletín que había caído sobre la alfombra, pero el asesino se arrodilló. El esfuerzo de recoger los objetos y devolverlos al maletín afectó a su jadeo, que volvió a adquirir la agudeza de un silbato cuando por fin se levantó y cerró firmemente el maletín.

Entonces el asesino dio un último vistazo a la habitación. Ruth se sorprendió al ver que no miraba por última vez a Rooie. Era como si ahora la prostituta sólo existiera en la fotografía. Y casi con la misma celeridad con que la había matado, el topo de semblante grisáceo se marchó. Abrió la puerta de la calle sin detenerse a observar si pasaba alguien por la Bergstraat o si una prostituta vecina estaba en su umbral. Antes de cerrar la puerta, inclinó la cabeza como si Rooie estuviera dentro, despidiéndole. Volvió a cubrirse la mano con la manga del abrigo para tocar la puerta.

A Ruth se le había dormido el pie derecho, pero esperó un minuto o más en el ropero, por si el asesino volvía. Entonces salió cojeando del ropero y tropezó con la hilera de zapatos. Se le cayó al suelo el bolso, que como de costumbre estaba abierto, y tuvo que palpar la alfombra en la penumbra, buscando cualquier cosa que pudiera haberse caído. Comprobó que dentro del bolso estaba todo lo que era importante para ella (o que tenía su nombre inscrito). Su mano encontró en la alfombra un tubo de algo demasiado graso para ser abrillantador de labios, pero lo metió en el bolso de todos modos.

Aquello que más adelante consideraría una cobardía vergonzosa (su pusilánime inmovilidad en el ropero, donde había permanecido paralizada de miedo) se acompañaba ahora de una cobardía distinta. Ya estaba cubriendo sus huellas, deseando primero no haber estado nunca allí y luego fingiendo que así era en efecto.

No pudo dirigir una última mirada a Rooie. Se detuvo en la puerta y durante un tiempo que pareció eterno aguardó en la habitación con la puerta entreabierta, hasta que no vio a ninguna prostituta en los demás umbrales ni transeúnte alguno en la Bergstraat. Entonces salió a la calle y echó a andar con paso enérgico bajo la luz del atardecer, esa luz que tanto le gustaba en Sagaponack pero que allí no tenía más rasgos distintivos que el frío de un fin de jornada otoñal. Se preguntó quién repararía en que Rooie no había recogido a su hija en la escuela.

Durante diez, tal vez doce minutos, intentó convencerse de que no estaba huyendo. Ése fue el tiempo que tardó en caminar hasta la comisaría de la Warmoesstraat en De Wallen. Cuando volvió a encontrarse en el barrio chino, Ruth redujo considerablemente la rapidez de sus pasos. Tampoco abordó a los dos primeros policías que vio. Montaban a caballo, a una altura notable por encima de ella. Al llegar a la entrada de la comisaría, en el número 48 de la Warmoesstraat, no se decidió a entrar y dio media vuelta para regresar al hotel. Empezaba a comprender no sólo lo cobarde que era, sino también su nulidad como testigo.

Allí estaba la famosa novelista con su propensión al detalle. No obstante, en sus observaciones de una prostituta con un cliente, no se había fijado en el detalle más importante de todos. Nunca podría identificar al asesino, pues apenas era capaz de describir su aspecto. ¡Se había propuesto no mirarle! Los ojillos con su aspecto de vestigios oculares, que tan vivamente le habían recordado al hombre topo, casi no eran una característica identificadora. Lo que Ruth había retenido mejor del asesino era lo más corriente, su inexpresividad.

¿Cuántos hombres de negocios calvos con maletines grandes había por ahí? No todos ellos jadeaban ni tenían cámaras Polaroid de formato grande. Desde luego, hoy en día esa cámara anticuada es por lo menos un detalle definitorio. Ruth suponía que era un modo de fotografiar que sólo interesaba a los profesionales. Pero ¿hasta qué punto reducía ese detalle el campo de los sospechosos?

Ruth Cole era novelista, y los novelistas no dan lo mejor de sí cuando actúan precipitadamente. Creía que debía preparar lo que diría a la policía, preferiblemente por escrito. Pero cuando llegó a su hotel, era consciente de la precariedad de su situación una novelista renombrada, una mujer de gran éxito, pero soltera, es la atemorizada testigo del asesinato de una prostituta mientras estaba oculta en el ropero de ésta. Y pediría tanto a la policía como al público que creyeran que estaba observando a la prostituta y a su cliente con vistas a una «investigación»… ¡cuando había afirmado hasta la saciedad que la experiencia de la vida real era secundaria en comparación con lo que una podía imaginar!

No le resultaba difícil prever la respuesta a esas pretensiones. Por fin había encontrado la humillación que buscaba, pero, naturalmente, era una humillación sobre la que nunca escribiría.

Cuando se dio un baño y se preparó para la cena con Maarten, Sylvia y los directivos del club del libro, ya había tomado algunas notas sobre lo que diría a la policía. No obstante, a juzgar por su aturdimiento durante la cena celebrada en el club del libro, Ruth supo que no había logrado convencerse a sí misma de que limitarse a escribir su explicación del asesinato era tan correcto como presentarse en persona a la policía. Mucho antes de que finalizara la cena, se sentía responsable de la hija de Rooie. Y mientras Maarten y Sylvia la conducían de regreso a su hotel, su sentimiento de culpabilidad era cada vez más intenso. Por entonces ya sabía que no tenía la menor intención de ir a la policía.

Los detalles de la habitación de Rooie, desde el punto de vista íntimo del ropero, permanecerían en su memoria durante mucho más tiempo del que la novelista necesitaría para captar la atmósfera apropiada del lugar de trabajo de una prostituta. Los detalles de la habitación de Rooie se mantendrían tan cerca de Ruth como el hombre topo acurrucado en el saledizo, al otro lado de la ventana de su cuarto infantil, el hocico estrellado pegado al vidrio. El horror y el miedo que le producían los relatos infantiles de su padre habían cobrado vida en una forma adulta.

—Vaya, ahí lo tienes…, tu eterno admirador —le dijo Maarten al ver que Wim Jongbloed aguardaba en la parada de taxis del Kattengat.

—Qué pesadez —replicó Ruth con un deje de fatiga, aunque pensaba que nunca se había alegrado tanto de ver a alguien. Sabía lo que deseaba decir a la policía, pero no podía decírselo en holandés. Wim lo haría por ella. Se trataba tan sólo de hacer que aquel joven bobo creyera que estaba haciendo otra cosa. Cuando les dio a Maarten y Sylvia sendos besos y les deseó buenas noches, no le pasó inadvertida la mirada inquisitiva de Sylvia.

—No —le susurró Ruth—, no voy a acostarme con él.

Pero el enamorado muchacho que la estaba esperando tenía sus propias expectativas. También había traído un poco de marihuana. ¿Creía Wim de veras que iba a seducirla drogándola primero? Desde luego, Ruth logró que él se drogara. Entonces no fue difícil hacerle reír.

—Hablas de una manera divertida —le dijo—. Anda, dime algo en holandés, cualquier cosa.

Cada vez que el muchacho hablaba, Ruth trataba de repetir lo que había dicho. Era así de sencillo. Wim le comentó que su pronunciación le parecía histérica.

—¿Cómo se dice «el perro se comió eso»? —le preguntó. Y le planteó una serie de frases antes de pasar a la que le interesaba—. «Es un hombre calvo, de cara tersa, el cuerpo sin rasgos destacables, no muy grueso.» Apuesto a que no puedes decirlo con tanta rapidez —le dijo. Entonces Ruth le pidió que lo escribiera, a fin de que ella pudiera pronunciarlo.

—¿Cómo se dice «no hace el amor»? —preguntó Ruth al chico—. Ya sabes, como tú —añadió.

Wim estaba tan drogado que incluso eso le hizo reír, pero le tradujo la frase y puso por escrito todo cuanto ella le pidió. Ruth le decía una y otra vez que escribiera las palabras con claridad.

Aún creía que iba a acostarse con ella más tarde. Pero Ruth había obtenido lo que necesitaba. Cuando fue al lavabo y buscó en el bolso el abrillantador de labios, encontró un tubo de revestimiento de positivos Polaroid, que al parecer había recogido, por error, del suelo en la habitación de Rooie. En la penumbra de la estancia, Ruth creyó que se le había caído del bolso, pero en realidad cayó del maletín del asesino. El objeto tenía las huellas dactilares de éste y las suyas, pero ¿qué importaban las de Ruth? El tubo de revestimiento era la única prueba auténtica procedente de la habitación de Rooie, y como tal debía entregársela a la policía. Salió del baño y engatusó a Wim para que encendiera otro porro, que ella sólo fingió fumar.

—«El asesino dejó caer esto» —le dijo entonces—. Dime esta frase y escríbemela.

Una llamada telefónica de Allan la libró de tener que hacer el amor con Wim o de soportar que volviera a masturbarse a su lado. El chico comprendió que Allan era alguien importante.

—Te añoro más que nunca —le dijo Ruth sinceramente a Allan—. Deberíamos habernos acostado antes de marcharme. Quiero hacer el amor contigo en cuanto regrese… Volveré pasado mañana, ¿sabes? Irás a recibirme al aeropuerto, ¿verdad?

Wim, incluso drogado, captó el mensaje. El muchacho miró a su alrededor como si en aquella habitación hubiera extraviado la mitad de su vida. Ruth aún estaba hablando con Allan cuando Wim se marchó. Podría haber hecho una escena, pero no era mal chico, tan sólo un joven vulgar y corriente. El único gesto de enojo que hizo al marcharse fue sacarse un condón del bolsillo y arrojarlo sobre la cama, al lado de Ruth, mientras ella seguía hablando con Allan. Era uno de esos preservativos aromatizados, en este caso con aroma a plátano. Ruth se lo regalaría a Allan, diciéndole que era un pequeño recuerdo del barrio chino de Amsterdam. (Ya sabía que no iba a hablarle de Wim ni de Rooie.)

La novelista se sentó para pasar a limpio lo que Wim había escrito, un mensaje de ideas ordenadas, escrito de su puño y letra, y en letras mayúsculas. Trazó cada letra de la lengua extranjera con el máximo cuidado, pues no quería cometer ningún error. Sin duda la policía llegaría a la conclusión de que había sido testigo del asesinato de Rooie, pero no quería que supieran que la testigo no era holandesa. Así podrían suponer que se trataba de otra prostituta, tal vez una de las vecinas de Rooie en la Bergstraat.

Ruth tenía un sobre de papel manila, tamaño folio, que Maarten le había dado, con el itinerario de su viaje en el interior. Introdujo las notas para la policía en el sobre, junto con el tubo de revestimiento Polaroid. Sólo tocó el tubo por los extremos, sujetándolo con el pulgar y el índice. Había tocado el cuerpo del tubo al recogerlo de la alfombra, pero confiaba en no haber echado a perder las huellas del asesino.

A falta del nombre de algún policía, supuso que bastaría con dirigir el sobre a la comisaría de Warmoesstraat, 48. Por la mañana, antes de escribir nada en el sobre, bajó al vestíbulo del hotel y pidió el franqueo correcto en la recepción. Entonces salió a comprar los periódicos de la mañana.

El suceso aparecía en la primera plana de por lo menos dos periódicos de Amsterdam. Ruth compró el periódico que publicaba una foto bajo el titular. Era una foto de la Bergstraat de noche, no muy nítida. La policía había acordonado la acera delante de la puerta de Rooie. Detrás de la barrera, un hombre que parecía un agente de paisano hablaba con dos mujeres con aspecto de prostitutas.

Ruth reconoció al policía. Era el hombre macizo con sucias zapatillas deportivas y una chaqueta parecida a la prenda para calentamiento que utilizan los jugadores de béisbol. En la imagen daba la sensación de estar bien afeitado, pero Ruth no tenía duda alguna de que se trataba del mismo hombre que la había seguido durante un rato en De Wallen. Estaba claro que su ronda se centraba en la Bergstraat y el barrio chino.

El titular decía:
MOORD IN DE BERGSTRAAT
.

Ruth no necesitaba saber holandés para entenderlo. En la noticia no mencionaban a «Rooie», el apodo de la prostituta, pero decían que la víctima era Dolores de Ruiter, de cuarenta y ocho años. Sólo aparecía otro nombre, que también figuraba en el pie de foto, y era el del policía, Harry Hoekstra, al que se referían con dos títulos diferentes. En un lugar era un
wijkagent
y en otro un
hoofdagent
. Ruth decidió retrasar el envío del sobre hasta que hubiera consultado con Maarten y Sylvia sobre la noticia del periódico.

Guardó el artículo en el bolso y se fue a comer. Sería su última comida con sus editores antes de partir de Amsterdam, y había ensayado cómo abordaría con naturalidad el asunto de la prostituta asesinada: «¿Es ésta una noticia sobre lo que creo que es? He paseado por esa calle».

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