La potrilla se le acercó. Tenía los ojos negros azabache y los abrió de repente en el momento en que se tambaleó hacia un lado, y tuvo que agitar la cabeza para recuperar el equilibrio. Resopló con desamparo y se pegó al flanco de su madre antes de intentar dar otro paso hacia él.
La vida de Abdallah era como una alfombra y, al morir su hermano, decidió el aspecto que iba a tener. Había introducido algunos cambios por el camino, simples ajustes, pero en realidad nunca había hecho más que lo que hizo su madre: alguna intervención más profunda y seria de vez en cuando, cambiar algún matiz porque era bello y pegaba.
A su único hermano, tres años mayor que él, lo mataron en Brooklyn el 20 de agosto de 1974. Se dirigía a casa de madrugada después de visitar a una amiga norteamericana sobre la que sus padres no sabían nada. Cuando una señora mayor lo encontró a la mañana siguiente, sus órganos sexuales eran una masa sanguinolenta de golpes y patadas. El padre de los chicos acudió inmediatamente a Estados Unidos y regresó a su casa un mes más tarde convertido en un viejo.
El asesinato nunca fue aclarado. A pesar de la poderosa posición del padre en su país de origen y de su indiscutible autoridad incluso en el encuentro con dignatarios norteamericanos, catorce días después, el detective responsable del caso se encogió de hombros y miró hacia otro lado cuando le comunicó que por desgracia era probable que nunca encontraran al asesino. Había demasiados asesinatos y demasiados chicos que no entendían que no había que merodear por los barrios peligrosos después de medianoche, sino quedarse en casa. Había gran escasez de recursos, concluyó el detective, y luego dio carpetazo definitivo al caso.
El padre conocía al hombre que mucho más tarde se convertiría en el presidente Bush y le había hecho varios favores. Cuando llegó el momento de exigir algo a cambio, nunca consiguió contactar con su influyente amigo. Pocos días antes, Richard Nixon había sido obligado a dimitir y Gerald Ford era el nuevo presidente de Estados Unidos. Y la misma noche en la que un joven extranjero fue asesinado a patadas en una calle de Brooklyn, el presidente Ford anunció que Nelson Rockefeller iba a entrar en la Casa Blanca como el cuadragésimo primer vicepresidente de Estados Unidos. George Bush senior, profundamente decepcionado y humillado, tenía mejores cosas en las qué pensar que en un conocido árabe medio olvidado. Y más tarde aquel año, se largó a China para lamer sus heridas políticas.
Ese otoño Abdallah se hizo mayor. No tenía más que dieciséis años. Su padre nunca se recuperó, aunque siguió dirigiendo la compañía. Estaba rodeado de gente eficiente y, a pesar de que la segunda mitad de la década de los setenta fue un tiempo turbulento en el sector petrolífero, la fortuna de la familia no dejó de crecer.
Pero el padre nunca volvió a ser el mismo. Se perdía en cavilaciones religiosas con cada vez mayor frecuencia, y apenas comía. Ni siquiera protestó cuando Abdallah decidió abandonar a sus padres y a sus seis hermanas para adquirir la educación occidental que en principio se había destinado a su hermano mayor.
La gente que dirigía sus cada vez más numerosas compañías era eficaz y contaba con la confianza de Abdallah, pero con sólo veinte años ya estaba al tanto de casi todo lo que sucedía en el emporio y volvía a casa con tanta frecuencia como podía. Sin embargo, el verano que cumplió veinticinco años, su padre murió de pena por el hijo que había perdido casi diez años antes.
Abdallah lo vio venir y lo incorporó a la alfombra de su vida, de manera que no le cogió por sorpresa. Se convirtió en la cabeza y en el único propietario de un emporio que nadie conocía lo suficiente como para tasarlo. Sólo él mismo podría haber proporcionado una cifra razonable, pero nunca lo hizo.
Lo único para lo que no estaba preparado, era para la ausencia de furia.
Medio año después de la muerte de su hermano estaba tan exhausto de enfado que se puso enfermo, pero una convalecencia en Suiza hizo que se recuperara y el lugar de la furia fue ocupado por una serenidad calculadora con la que le resultaba mucho más sencillo vivir. Durante el tiempo en que dirigió su cólera contra todos y todo, ésta lo había devorado por dentro del mismo modo que la pena lo hizo con su padre, pero aquel nuevo cinismo calculado era algo que podía racionalizar. Abdallah descubrió el valor de la planificación a largo plazo y de las estrategias bien meditadas, y trasladó el regalo de su madre a su dormitorio para poder estudiarlo antes de dormirse y en las raras veces que por la noche le despertaban pesadillas sobre su padre.
La potrilla era una de las cosas más hermosas que había visto en su vida. El hocico era perfecto y las fosas nasales anormalmente pequeñas y vibrantes. Ya no tenía tanto miedo en los ojos y las pestañas eran tan largas como las alas de una mariposa. El animal se arrimó a la bola de paja en la que Abdallah aguardaba sentado a que confiara en él.
—¡Padre!
Abdallah se giró muy despacio. Por encima de la valla de poca altura asomaba la cabellera de su hijo pequeño, que intentaba encaramarse a ella para ver la nueva potrilla.
—Espera un poquito —dijo el padre con amabilidad—. Ahora salgo.
Acarició la potrilla con increíble delicadeza, y ésta se inclinó y tembló un poco. Abdallah sonrió y posó la mano sobre el hociquito del animal, que retrocedió nerviosamente. El hombre se levantó, salió despacio del compartimento y cerró la puerta.
—¡Padre!—dijo el niño con alegría—. ¡Hoy íbamos a ver una película! ¡Me lo habías prometido!
—¿No prefieres montar un poco a caballo? ¿En el
hall,
que está fresco?
—¡No! Me habías dicho que íbamos a ver una película.
Abdallah levantó a su hijo de seis años y se lo llevó en brazos hacia el exterior, a través de las grandes puertas del establo. A falta de cines legales en Arabia Saudí, Abdallah había construido su propia sala, con diez asientos y una pantalla de plata.
—Me habías prometido que veríamos una película —se lamentó el niño.
—Más tarde. Esta noche, es lo que te prometí.
El pelo del niño olía a limpio y le hacía cosquillas en la nariz. Sonrió, y lo besó antes de dejarlo en el suelo.
El más pequeño de sus hijos se llamaba Rashid, como su tío muerto. A ninguno de sus cuatro hermanos mayores le había pegado el nombre. Todos tenían los rasgos de la familia de la madre. Luego llegó un quinto hijo. Desde el momento en que nació, Abdallah se percató de la anchura de la mandíbula y del pequeño hoyuelo de la barbilla. Cuando el niño cumplió dos días y por fin abrió los ojos, bizqueaba un poco con el ojo izquierdo. Abdallah se rio de corazón y lo llamó Rashid.
Abdallah nunca había pensado vengarse por la muerte de su hermano. Al menos no desde que controló la cólera del principio, al regreso de Suiza. En todo caso no sabría sobre quién vengarse. Nunca cogieron a los asesinos y a un joven árabe le hubiera resultado completamente imposible investigar por su cuenta un asesinato en Estados Unidos, por grandes que fueran sus medios económicos. El propio policía que archivó el caso era una víctima del sistema y no merecía la pena gastar tiempo y dinero en castigarlo.
El odio, el único odio real que Abdallah al-Rahman se permitió sentir durante mucho tiempo, se dirigía hacia George Bush sénior. El hombre que más tarde fue jefe de la CIA, en 1974 le debía un favor a su padre y tenía una influencia considerable. Con una simple conversación telefónica podría haber revitalizado una investigación aparcada. A juzgar por la coyuntura, Rashid debió de ser asesinado por un grupo de jóvenes racistas que no aceptaban el trato del moro con las rubias, así que tampoco habría sido tan difícil resolver el caso, si se hubiera querido y se le hubiera dado prioridad.
Sin embargo, George Herbert Walter Bush estaba más preocupado por la ofensa de no haber sido nombrado vicepresidente que por atender la llamada de un socio comercial al que había escogido olvidar.
A medida que pasó el tiempo, Abdallah llegó a la conclusión de que la principal enseñanza que podía sacar de las circunstancias en torno a la muerte de su hermano era que un favor no compensaba otro, a menos que se tuviera algo guardado en la manga. Algo que impidiera olvidar la deuda, se quisiera o no. Y había mucha gente que le debía mucho, porque Abdallah llevaba casi treinta años repartiendo generosidad sin exigir nada a cambio.
Nunca había llegado el momento. No hasta que Helen Lardahl Bentley le proporcionó la confirmación definitiva de lo que ya sabía por su propia experiencia vital: jamás, jamás, confíes en un norteamericano.
—¿Puedo ver una película de acción, papá? Puedo ver…
—No. Ya lo sabes. No te conviene.
Abdallah revolvió el pelo de su hijo. El chico puso cara de ofendido y se fue en busca de sus hermanos con la cabeza gacha. Habían llegado desde Riad la noche anterior e iban a estar en casa una semana entera.
Abdallah siguió a su hijo con la mirada hasta que desapareció detrás de una esquina del enorme edificio del establo. Luego se dirigió al sombreado jardín. Quería nadar un rato.
Hanne Wilhelmsen era una persona sin amigos.
Era la vida que había elegido, y no siempre había sido así.
Tenía cuarenta y cinco años y había pasado veinte de ellos en la Policía. Su carrera profesional acabó cuando, en las navidades de 2002, fue abatida por un tiro durante el arresto de un homicida cuádruple. Una bala de revólver de grueso calibre la alcanzó entre la décima y la undécima vértebra torácica. Por alguna razón que los médicos no llegaron a comprender, la bala se quedó allí. Al extraer el cuerpo extraño, el cirujano quedó tan fascinado por los verdosos restos de lo que una vez fueron nervios activos que hizo que los fotografiaran. Para sus adentros pensó que nunca había visto nada peor.
El comisario jefe le había rogado insistentemente que se quedara en el cuerpo.
Durante su convalecencia la visitó a menudo, a pesar de que ella se mostraba cada vez menos receptiva. Le ofreció un acuerdo especial y la adaptación precisa: podría elegir las mejores misiones y no ahorrarían en nada en lo referente a medios y asistencia.
No aceptó, y renunció a su cargo dos meses después de la operación.
Nunca nadie había dudado de la excepcional eficiencia de Hanne Wilhelmsen. Sobre todo era admirada por los agentes más jóvenes, que la conocían poco y aún no se habían cansado de su extraño y distante comportamiento. Hasta el momento del catastrófico disparo, no era inusual que tuviera algo parecido a protegidos. Se manejaba con la admiración, porque la admiración era distancia y la distancia era lo más importante para Hanne Wilhelmsen. Y además era una buena maestra.
Sin embargo, sus compañeros coetáneos, y los de más edad, estaban hartos. Tampoco ellos podían negar que era una de las mejores detectives jamás vistas en la Policía de Oslo, pero su independencia y su obstinada resistencia a trabajar en equipo acabó cansándolos con el paso de los años. Y aunque todo el cuerpo quedara horrorizado cuando la hirieron de tanta gravedad durante aquel arresto, se susurraba constantemente en los pasillos sobre el alivio que suponía librarse de ella. Hasta que todo se acalló y la mayoría la olvidaron, antes o después siempre se olvida a todos aquellos que no están visibles.
Durante todos aquellos años en la Comisaría General había conservado a un único amigo, que le había salvado la vida cuando estuvo a punto de desangrarse en una cabaña en Nordmarka. El corpulento compañero la veló durante los tres primeros días que pasó en el hospital, hasta que empezó a oler tan mal que una enfermera lo echó aduciendo que era mejor para todos que se fuera a casa. Cuando quedó claro que Hanne iba a salir con vida de aquello, se aferró a sus manos y lloró como un niño.
Pero también a él Hanne acabó rechazándolo.
Había pasado ya más de un año desde la última vez que se pasó por allí para averiguar si quedaba algún pequeño resto de amistad sobre la que seguir construyendo. Cuando, un cuarto de hora más tarde, la puerta de salida se cerró tras sus anchas espaldas chepudas, Hanne Wilhelmsen se emborrachó con champán y se encerró en su dormitorio, donde cortó su uniforme de la Policía en tiras que luego quemó en la chimenea.
No obstante, Hanne Wilhelmsen estaba bien, por primera vez en su extraña vida malograda.
Vivía junto a una mujer que con el tiempo había ido aceptando una existencia dividida en dos. Nefis tenía su trabajo en la universidad, sus propios amigos y una vida fuera del piso de la que su novia estaba completamente ausente. Hanne la esperaba en casa, en la calle Kruse, nunca le preguntaba nada y al verla siempre se alegraba de su modo callado.
Y compartían la felicidad de Ida.
—¿Dónde está Ida? —preguntó Inger Johanne.
Estaba sentada en el sofá con las piernas recogidas; una enorme pantalla de plasma mostraba las retransmisiones especiales de la NRK.
—Está en Turquía con Nefis, visitando a sus abuelos.
Inger Johanne no dijo nada más.
A Hanne le gustaba aquella mujer. Le gustaba porque no era su amiga y tampoco exigía serlo. Inger Johanne no sabía nada sobre Hanne, aparte de lo que hubiera oído y captado por aquí y por allá, que evidentemente podían ser muchas cosas, pero nunca se dejó tentar para hurgar, exigir o preguntar. Hablaba mucho, pero nunca sobre Hanne. Como Inger Johanne era la persona con más curiosidad que Hanne hubiera conocido nunca, su aparente falta de interés era algo que dejaba claro que conocía su oficio. Era una auténtica
profiler.
Inger Johanne comprendía a Hanne Wilhelmsen y la dejaba en paz. Y parecía disfrutar de estar en su casa.
—Oh, no —dijo Inger Johanne en voz baja y cerró los ojos—. Esa mujer no.
Hanne, que estaba leyendo una novela, lanzó una mirada a la pantalla.
—No va a salir de la tele para cogerte —dijo, y continuó leyendo.
—Pero ¿por qué siempre…? —preguntó Inger Johanne, abatida, e inspiró hondo—. ¿Por qué se ha convertido precisamente ella en el gran oráculo en todos los asuntos sobre crímenes y criminales?
—Porque tú no quieres serlo —dijo Hanne esbozando una sonrisa.
En una ocasión, Inger Johanne había abandonado un estudio durante la emisión en directo de un debate por pura indignación, y nunca volvieron a invitarla.
Wencke Bencke era la escritora de novelas policiacas más famosa del país. Después de llevar durante muchos años una vida excéntrica, malhumorada e inalcanzable, un año antes había entrado en la escena pública. Una serie de famosos fueron asesinados por riguroso orden en un caso que la Policía nunca llegó a resolver del todo. Inger Johanne se vio envuelta en la investigación contra su voluntad, pero también para ella durante mucho tiempo los asesinatos parecieron carecer de motivo y de relación intrínseca. En esa época, Wencke Bencke se convirtió en la experta favorita de los medios. Brillaba con sus conocimientos sobre el carácter de los criminales y su absurda lógica, al mismo tiempo que mantenía una distancia irónica con respecto a la Policía. Y todo eso quedaba muy bien en la televisión.