Ese mismo otoño publicó su décimo octavo libro, el mejor de todos. Trataba sobre un escritor de novelas policiacas que mataba por aburrimiento. El libro vendió ciento veinte mil ejemplares en tres meses y fue comprado de inmediato por editoriales de más de veinte países.
Sólo un puñado de personas, entre ellas Inger Johanne e Yngvar, sabía que en el fondo el libro trataba de la propia Wencke Bencke. Nunca pudieron demostrar nada, pero lo sabían todo. La propia novelista se había encargado de que lo supieran. Las pistas que fue dejando eran inútiles como prueba, pero suficientes para Inger Johanne Vik. Y lo cierto es que aquellas pistas estaban dedicadas a ella, de eso estaba convencida.
Wencke Bencke salió impune de sus asesinatos.
Y cuando de vez en cuando pasaba una noche de insomnio después de encontrar la amplia sonrisa de Wencke Bencke al otro lado del mostrador de congelados del supermercado o de verla saludar con la mano desde la calle Haugen, Inger Johanne seguía sin poder quitarse de la cabeza que aquellos asesinatos se habían cometido para atormentarla precisamente a ella. Sólo que no conseguía comprender por qué. Un día del otoño anterior, cuando se dirigía en coche a su cabaña de la montaña con sus dos hijas en el asiento trasero, un vehículo se detuvo junto a ella en un semáforo de Ullernchausseen. La conductora le enseñó el pulgar, tocó el claxon y giró hacia la derecha. Era Wencke Bencke.
Una casualidad, decía siempre Yngvar, harto ya de la historia. Oslo era una ciudad pequeña e Inger Johanne tendría que quitarse aquel maldito caso de la cabeza de una vez por todas.
Así que acudió a Hanne Wilhelmsen. Al principio era la curiosidad lo que la impulsaba. Si había alguien capaz de ayudar a Inger Johanne a entender a Wencke Bencke, era ella. El carácter sereno y casi indiferente de la inspectora jubilada la tranquilizaba. Era fríamente analítica allí donde Inger Johanne era intuitiva, e indiferente allí donde Inger Johanne se dejaba provocar. Y Hanne se tomaba tiempo para escuchar, siempre tenía tiempo para escuchar.
«Así que la Policía está atascada —decía la novelista en el estudio, enderezándose las gafas—. Raras veces se los ve tan completamente perdidos. Y por lo que tengo entendido, tienen un problema que parece más bien de una novela policiaca antigua que del mundo de la realidad.»
El presentador se dirigió hacia ella. Los enfocaron cuando se inclinaron el uno hacia el otro como si compartieran un secreto.
«¿Ah, sí?»
«Como es natural, había un extenso aparato de seguridad en torno a la presidenta, ya lo hemos visto en muchos reportajes durante la última jornada. Entre otras cosas había cámaras de vigilancia en los pasillos…»
—No te lo tomes muy a pecho —dijo Hanne en voz baja—. Podemos apagarla.
Inger Johanne había agarrado un cojín al que se aferraba sin saberlo.
—No —respondió con ligereza—. Quiero verlo.
—¿Estás segura?
Inger Johanne asintió con la cabeza sin quitar los ojos de la pantalla. Hanne la observó durante un par de segundos y luego se encogió imperceptiblemente de hombros y siguió leyendo.
«… con otras palabras, una especie de "misterio de la habitación cerrada" —dijo Wencke Bencke sonriendo—. Nadie salió de la habitación, nadie entró…»
—¿Cómo puede saber todo eso? —preguntó Inger Johanne—. ¿Cómo puede saber siempre todo lo que hace la Policía? Pero si no la aguantan y…
—La Comisaría General se filtra como un embudo de IKEA —dijo Hanne, que por fin parecía haberse interesado por la conversación de la televisión—. Así ha sido siempre.
Inger Johanne se puso a estudiarla. Hanne había cerrado el libro, que estaba a punto de caerse al suelo sin que ella se diera cuenta. Maniobró con la silla un poco hacia delante y agarró el mando a distancia para subir el volumen. Tenía el cuerpo en tensión, como si tuviera miedo de perderse el más mínimo matiz de lo que contaba la novelista. Despacio, se quitó las gafas de lectura, sin apartar los ojos de la pantalla ni un solo instante.
«Así debió de ser en sus tiempos», pensó Inger Johanne, sorprendida. Así de despierta e intensa. Así de distinta del personaje que se había encerrado voluntariamente en su lujoso piso de un barrio bueno para dedicarse a leer novelas. En ese momento Hanne daba la impresión de ser más joven. Le brillaban los ojos y se humedeció los labios antes de colocarse el pelo detrás de la oreja. Un diamante centelleó al atrapar la luz de la ventana. Cuando Inger Johanne abrió la boca para decir algo, Hanne alzó un dedo para detenerla, de modo casi imperceptible.
«Tenemos que pasar la conexión a la sede del Gobierno —dijo por fin el presentador, y le dio las gracias a la novelista—. El primer ministro va…»
—Tienes que llamar —dijo Hanne Wilhelmsen, y apagó el televisor.
—¿Llamar? ¿A quién tengo que llamar?
—Tienes que llamar a la Policía. Creo que han cometido un error.
—Pero… ¡Pues llama tú, mujer! Yo qué puedo… No conozco…
—¡Escucha! —Hanne giró la silla hacia ella—. Llama a Yngvar.
—No puedo.
—Os habéis peleado. Hasta ahí llego, si te presentas aquí pidiendo asilo. Tiene que ser algo serio, si no, no te habrías marchado con la niña. Pero a mí eso me importa una mierda. No me interesa.
Inger Johanne se dio cuenta de que se le había quedado la boca abierta y la cerró de un audible golpetazo.
—En todo caso, esto es más importante —continuó Hanne—. Si Wencke Bencke está bien informada, y tenemos sobrados motivos para suponer que lo está, han cometido un error tan grande que…
Vaciló como si no se atreviera del todo a creerse su propia teoría.
—Tú eres la que conoce a la Policía de Oslo —dijo Inger Johanne débilmente.
—No. Yo no conozco a nadie. Tienes que llamar. Llama a Yngvar, él sabrá qué hacer.
—A ver, cuéntame —dijo Inger Joanne sumida en dudas; dejó a un lado el cojín—. ¿Qué es eso tan importante? ¿Qué es lo que ha hecho la Policía?
—Se trata más bien de lo que no han hecho —respondió Hanne—. Y, por lo general, eso es peor.
Yngvar Stubø aguardaba delante del ascensor en la cuarta planta de la Comisaría General y se sentía muy incómodo. Aún no había tenido oportunidad de llamar a casa. La sensación de haber hecho algo malo al salir a hurtadillas de la calma matutina de la casa sin hablar con Inger Johanne, se incrementaba a cada hora que pasaba.
Warren Scifford debía de haber tomado un buen desayuno porque ya había rechazado dos veces la propuesta de ir a almorzar. Yngvar estaba muerto de hambre y empezaba a irritarle aquella peregrinación, aparentemente arbitraria, de un despacho a otro del edificio de la calle Grønland 44. El norteamericano se comunicaba cada vez menos con su
liaison
noruego. De vez en cuando se disculpaba para llamar por teléfono, pero se alejaba tanto que Yngvar no captaba ni una sola palabra de la conversación y, al no tener ni idea de cuánto tiempo estaría ocupado Warren, tampoco podía aprovechar la ocasión para llamar a Inger Johanne.
—Me tengo que ir —dijo Warren cerrando el teléfono móvil mientras se aproximaba medio corriendo.
—¿Adónde vamos?
Yngvar llevaba casi un cuarto de hora esperando.
—No te necesito. Ahora mismo no. Tengo que volver al hotel. ¿Tienes un número de teléfono?
Yngvar sacó su tarjeta.
—El móvil —dijo señalando—. Llama a ese número cuando lo necesites. ¿Quieres que te acompañe? ¿Que te consiga un coche?
—La embajada ya me ha mandado uno —dijo Warren con ligereza—. Gracias por tu ayuda. ¡Por ahora!
Luego salió corriendo hacia las escaleras y desapareció.
—¿Yngvar? ¡Yngvar Stubø!
Una mujer delgada y guapa se acercaba hacia él. Yngvar se fijó enseguida en los zapatos. Los tacones eran tan altos que resultaba difícil comprender cómo se mantenía en pie. A la mujer se le iluminó la cara cuando comprobó que de verdad era él. Se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.
—Qué alegría verte —dijo Yngvar, y en esta ocasión la sonrisa era auténtica—. Ha pasado mucho tiempo, Silje. ¿Cómo te va?
—Puf… —Infló los mofletes y dejó que el aire saliera poco a poco—. Esto está muy ajetreado, como sabes. Todo el mundo está trabajando en el caso de la presidenta. Yo llevo aquí más de veinticuatro horas y, con mucha suerte, me queda medio día más. ¿Y tú?
—Yo bien, gracias…
De pronto Silje Sørensen lo miró como si acabara de descubrir algo completamente nuevo en la generosa figura embutida en una chaqueta algo pequeña. Yngvar se interrumpió a sí mismo y se llevó el dedo a la nariz con embarazo.
—Tú estabas trabajando en los robos de los cuadros de Munch —se apresuró a decir ella—. ¿No es verdad? ¿Y con el asalto a NOKA?
—Sí y no —respondió Yngvar, y miró a su alrededor—. Con el robo de los Munch sí, pero con el de NOKA no directamente. Aunque…
—Conoces el mundillo de ese robo, Yngvar. Mejor que la mayoría, ¿no es verdad?
—Sí, he trabajado con…
—¡Ven!
La subinspectora Silje Sørensen lo cogió del brazo y echó a andar. Él la siguió, aunque en realidad no quería. La sensación de que lo trataban como a un perro sin dueño era cada vez más intensa. A pesar de haber trabajado en la Comisaría General cuando era más joven, no se sentía en casa allí y no tenía claro adonde lo llevaba Silje.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó ella corta de aliento mientras se apresuraba pasillo abajo taconeando contra el suelo.
—Para serte sincero, no estoy del todo seguro.
—Nadie está seguro de nada en estos tiempos —sonrió ella..
Por fin se detuvieron ante una puerta azul sin nombre. Silje Sørensen llamó y abrió sin aguardar respuesta. Yngvar la siguió. Un hombre de mediana edad estaba sentado frente a tres monitores y algo que recordaba a las mesas de mezclas de los estudios de sonido. Se giró y los saludó sonriendo antes de volver a concentrarse en su trabajo.
—Este es el jefe de sección Stubø, de Kripos —dijo Silje.
—De la «Nueva Kripos» —le corrigió Yngvar sonriendo.
—Qué nombre tan ridículo —se rio el hombre de la mesa de mezclas—. Frank Larsen. Subinspector de Policía.
No le tendió la mano, seguía con los ojos fijos en el monitor. Las imágenes en blanco y negro de una gasolinera pasaban a toda velocidad por la pantalla.
—Poca gente conoce el mundillo del robo de Østlandet tan bien como Yngvar —dijo Silje Sørensen mientras arrimaba dos sillas a la gran mesa—. Siéntate, anda.
De pronto el subinspector Larsen parecía más interesado. Le dirigió una sonrisa a Yngvar mientras sus dedos tecleaban a toda velocidad. La pantalla se puso negra y al cabo de pocos segundos apareció otra imagen. Un hombre salía por unas puertas correderas. La cámara debía de estar montada en el techo, porque enfocaba al hombre desde arriba. Estuvo a punto de chocar con un estante de periódicos al calarse una gorra sobre la cabeza.
—Aún no hemos tenido tiempo de sistematizar los interrogatorios de los testigos —dijo Silje en voz baja mientras el subinspector manipulaba la imagen para tornarla más clara—. Pero, por ahora, al menos una cosa me parece evidente. Este hombre, u hombres, por ahora creemos que se trata de dos, han intentado que los empleados se fijen en ellos. Pero no quieren que lo capten las cámaras. No tenemos una sola imagen buena de su cara. O de sus caras.
Frank Larsen hizo aparecer otra imagen en el siguiente monitor.
—Aquí lo ves. Es evidente que sabe dónde están colocadas las cámaras. Aquí se baja la gorra —los tres miraron el monitor marcado como A—, y mira hacia otro lado.
El monitor B mostró al hombre en el momento en que se acercaba casi de costado a la caja registradora.
—Si saben dónde están las cámaras, es que han estado allí antes.
Yngvar hablaba en voz baja y miraba con fascinación el monitor C, donde la imagen difusa y grumosa se iba enfocando paulatinamente. Estaba tomada desde un ángulo oblicuo y por detrás. La gorra tapaba la mayor parte de la cara, pero se veían tanto la mandíbula como una prominente nariz. Era demasiado pronto para asegurarlo, pero a Yngvar le pareció ver el contorno de una barba corta.
—Y si han estado inspeccionando con anterioridad —prosiguió—, deberían existir imágenes de las anteriores visitas.
—No creo —respondió Frank Larsen malhumorado, como si la mera idea de tener que revisar más material lo deprimiera—. Por lo general, las gasolineras las borran al cabo de un par de semanas. Eso lo sabe cualquier idiota. Seguro que éstos también. Basta con hacer las averiguaciones con la suficiente antelación y asunto resuelto, igual que éste, por cierto.
Un dedo rechoncho tocó el monitor C.
El hombre de la imagen era ancho de espaldas y efectivamente tenía la barbilla cubierta de una aseada barba corta. El puente de la nariz y los ojos estaban ocultos, pero debajo de la gorra asomaba una nariz aguileña mucho más grande de lo normal. El pelo bajo la gorra era muy corto y en la oreja derecha llevaba un anillo de oro macizo.
—Tengo la impresión de haberlo visto antes —dijo Silje—. Y algo me dice que tiene que ver con el entorno del robo. Pero…
—Se ha cortado el pelo —dijo Yngvar arrimando la silla más a la mesa—. Y se ha dejado barba. El pendiente también es nuevo. El problema es —sonrió de oreja a oreja al pasar el dedo por encima de la pantalla— que nadie puede escapar de esa nariz.
—¿Sabes quién es? —Frank Larsen lo miraba con suspicacia—. No se ve gran cosa del maldito.
—Es Gerhard Skrøder —dijo Yngvar reclinándose en la silla—. Lo llaman «el Canciller». Estuvo hablando tanto por las calles que durante un tiempo creímos que estaba implicado en «el asalto NOKAS». Pero se demostró que estaba alardeando. En el robo de los Munch, en cambio…
Frank Larsen trabajaba con los dedos mientras Yngvar hablaba; la impresora del rincón empezó a sonar.
—Nunca hemos podido demostrar nada. Pero si me preguntas a mí, estaba implicado.
Silje Sørensen trajo la hoja de la impresora y la estudió durante un instante antes de dársela a Yngvar.
—¿Sigues estando seguro?
Ciertamente no era una buena fotografía, pero tras el meticuloso tratamiento informático, al menos era clara. Yngvar asintió pasando el dedo por la fotografía. Aquella gigantesca nariz, rota por primera vez durante una pelea en la cárcel en el año 2000 y por segunda vez durante un altercado con la Policía dos años más tarde, era inconfundible.