No había nada malo en enviar una carta.
No era un delito hacerle un favor a un amigo. Tom enderezó los hombros y respiró hondo. Quería solventar sus reuniones lo antes posible e intentar coger un avión a Chicago al final de la tarde. Iba a volver con Judith y los niños, y no había hecho nada malo.
Eso sí, estaba tremendamente cansado.
Se detuvo ante un paso de peatones y aguardó la luz verde.
Tres taxis pitaban con enfado, se peleaban por el carril interior para entrar en Madison Avenue. Un perro no dejaba de ladrar y las ruedas chillaban contra el asfalto. Una niña gritaba y protestaba porque la madre la llevaba a rastras, se colocaron al lado de Tom y la adulta le sonrió a modo de disculpa. Él le devolvió una sonrisa llena de comprensión y dio un par de pasos hacia la calzada.
Cuando, un par de minutos más tarde, la Policía llegó al lugar de los hechos, las versiones de los testigos divergían en todas las direcciones. La madre de la niña estaba casi histérica y no pudo aportar gran cosa sobre lo que había sucedido cuando aquel hombre corpulento y de mediana edad había sido arrollado por un Taurus verde. Se aferraba a su hija y lloraba a lágrima tendida. El hombre del Taurus también estaba destrozado, sollozaba algo como «de pronto» y «cruzó en rojo». Algunos de los transeúntes se encogían de hombros y murmuraban que no habían visto nada, mientras miraban el reloj a hurtadillas y salían corriendo en cuanto la Policía les daba permiso.
Sin embargo, dos de los testigos parecían muy lúcidos. Uno de ellos, un hombre de unos cuarenta años, se encontraba en el mismo lado de la calle que Tom O'Reilly cuando todo aquello sucedió. Juraba que el hombre se había tambaleado, antes de que la luz se pusiera verde, y que se había derrumbado hacia la calle. Un desmayo, pensaba el testigo chasqueando la lengua elocuentemente. Estuvo dispuesto a proporcionar su nombre y su dirección a la alterada policía, y miró de soslayo la figura que yacía inmóvil en medio del cruce.
—¿Está muerto? —preguntó en voz baja, y recibió un sí en respuesta.
El otro testigo, un hombre más joven, con traje y corbata, se encontraba en el otro lado de la calle 67 en el momento del suceso. Daba una versión de los hechos que coincidía en gran medida con la primera. La policía apuntó también sus datos personales y se sintió aliviada al poder tranquilizar al abatido conductor diciendo que había sido todo un terrible accidente. El hombre respiró más tranquilo y, al cabo de pocas horas, y gracias a los lúcidos testigos, volvía a ser libre.
Poco más de una hora después de la muerte de Tom O'Reilly, el lugar estaba completamente despejado. El cadáver había sido identificado muy deprisa y se lo llevaron de allí. El tráfico continuó como antes. Aunque por un tiempo los restos de sangre en la calzada hacían que algún que otro transeúnte se sorprendiera un instante, sobre las seis de esa misma tarde cayó un chaparrón que eliminó del asfalto el último indicio de que allí había sucedido algo trágico.
—
¿
Quién te ha dado la idea?
El policía que, sentado ante el monitor del gimnasio de la Comisaría General, se había pasado día y medio repasando unas cintas que no mostraban más que un pasillo vacío, miraba a Yngvar Stubø con suspicacia.
—No es lógico —añadió con un poco de agresividad—. A nadie se le podría ocurrir que hubiera algo interesante en las grabaciones después de que la mujer desapareciera.
—Sí —dijo el comisario jefe Bastesen—. Es completamente lógico, y una verdadera vergüenza que no se nos haya ocurrido antes. Pero lo hecho, hecho está. Será mejor que nos enseñes lo que puedas.
Warren Scifford por fin había vuelto. A Yngvar le había llevado media hora dar con él. El norteamericano no cogía el móvil y en la embajada tampoco atendían el teléfono. Al llegar, sonrió y se encogió de hombros sin dar mayores explicaciones sobre dónde había estado. Cuando entró en el gimnasio se quitó el abrigo, el aire era irrespirable.
—
Fill me in
—dijo agarrando una silla libre, se sentó y se arrimó a la mesa.
Los dedos del policía volaron por el teclado. La pantalla parpadeó en azul hasta que la imagen se aclaró. Habían visto la escena muchas veces: dos agentes del Secret Service se dirigían a la puerta de la suite presidencial. Uno de ellos llamaba.
El contador digital de la esquina superior izquierda de la pantalla marcaba las 07.18.23.
Los agentes aguardaban unos segundos y luego uno de ellos ponía la mano sobre el pomo.
—Es curioso que la puerta estuviera abierta —murmuró el policía, que tenía los dedos listos sobre el teclado.
Nadie dijo nada.
Los hombres entraron y desaparecieron de la zona que cubría la cámara.
—Deja que corra la cinta —dijo Yngvar y se apuntó la hora.
07.19.02
07.19.58
Dos hombres salían precipitadamente.
—Aquí es donde hemos dejado de mirar —dijo el policía con desánimo—. Aquí paraba y rebobinaba hasta las doce y veinte.
—Cincuenta y seis segundos —dijo Yngvar—. Permanecen cincuenta y seis segundos en la habitación antes de salir corriendo y dar la alarma.
—Menos de un minuto en más de cien metros cuadrados —dijo Bastesen restregándose la barbilla—. No es un gran registro.
—
Would you please speak English
—dijo Warren Scifford, sin apartar los ojos de la pantalla.
—
Sorry
—dijo Yngvar—. Como ves, no llevaron a cabo una inspección demasiado rigurosa. Vieron que la habitación parecía vacía, leyeron la nota y
that's about it.
Pero ahora espera. Mira… ¡Mira esto!
Se echó hacia la pantalla y señaló. El policía del teclado había hecho avanzar la cinta hasta una imagen en la que se vislumbraba un movimiento en la parte baja de la pantalla.
—Una… ¿camarera?
Warren entornó los ojos.
—Un camarero —lo corrigió Yngvar.
El limpiador era un hombre bastante joven. Llevaba un práctico uniforme y empujaba un gran carrito que tenía estantes para los botecitos de champú y otras cosillas y, delante, una cesta profunda y aparentemente vacía para las sábanas sucias. El hombre vaciló un segundo antes de abrir la puerta de la suite y entrar con el carro por delante.
—07.23.41
Yngvar leyó los números despacio.
—¿Tenemos controlado lo que sucedía en esos momentos? ¿En el resto del hotel?
—No del todo —dijo Bastesen—. Pero puedo decir, sin miedo a equivocarme, que casi todo era… un caos. Lo más importante es que nadie estaba mirando las cámaras de vigilancia. Había saltado la alarma general y teníamos problemas para…
—¿Ni siquiera vuestra gente? —lo interrumpió Yngvar, que miró a Warren.
El norteamericano no respondió. Tenía los ojos pegados a la pantalla. El contador indicaba las 07.25.32 cuando el limpiador volvió a salir. Tuvo dificultades para pasar el carro por la puerta. Las ruedas se le resistían, y la parte delantera se atascaba durante varios segundos hasta que por fin conseguía salir al pasillo.
La cesta estaba llena. Estaba cubierta con una sábana o una toalla grande; una de las esquinas colgaba del borde. El carro se acercaba a la cámara y la cara del limpiador era visible.
—¿Trabaja allí? —preguntó Yngvar en voz baja—. De verdad, quiero decir. ¿Es un empleado?
Bastesen asintió con la cabeza.
—Tenemos a gente fuera buscándolo en estos momentos —susurró—. Pero ese tipo de ahí… —Señaló al hombre que caminaba detrás del joven limpiador pakistaní; un hombre corpulento vestido con traje y zapatos oscuros. El pelo era tupido y corto, y tenía la mano apoyada contra la espalda del pakistaní, como para meterle prisa. Llevaba algo que podía recordar a una pequeña escalera plegable—. Sobre ese tipo por ahora no sabemos nada. Pero hace sólo veinte minutos que hemos visto esto, así que estamos trabajando en…
Yngvar no le escuchaba. No le quitaba el ojo de encima a Warren Scifford. El norteamericano tenía la cara de un pálido grisáceo y una fina capa de sudor se le había extendido por la frente. Se mordía el nudillo de un dedo y seguía sin decir nada.
—¿Pasa algo? —preguntó Yngvar.
—Mierda —respondió Warren con contención, y se levantó tan bruscamente que la silla estuvo a punto de volcarse.
Cogió el abrigo de la silla y vaciló un momento antes de repetir, con tanta fuerza que todo el mundo en la sala se dio la vuelta:
—Shit! Shit!
Agarró con vehemencia el brazo de Yngvar. El sudor le pegaba los rizos del flequillo a la frente.
—Tengo que ver otra vez esa habitación de hotel. Ahora.
Luego salió precipitadamente hacia la puerta. Yngvar intercambió una mirada con el comisario jefe Bastesen, luego se encogió de hombros y salió corriendo detrás de él.
—No ha dicho quién le ha dado la idea —dijo el policía del monitor de mal humor—. La idea de comprobar las grabaciones posteriores. ¿Te has enterado de quién es el genio?
La mujer de la mesa de al lado se encogió de hombros.
—Bueno, me he ganado un descanso —dijo el hombre, y se fue a buscar algo que se pareciera a una cama.
Helen Lardahl Bentley había dormido profundamente. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había pasado, pero recordaba que estaba sentada en la silla cuando le dio el ataque de jaqueca. Ahora estaba tumbada de costado, en el suelo. Los músculos le escocían y le dolían. Al intentar incorporarse, se dio cuenta de que tenía el brazo y el hombro derecho amoratados. Un fuerte chichón sobre la sien le dificultaba abrir el ojo.
Debería de haberse despertado de la caída. Tal vez el choque con el suelo la hubiera dejado inconsciente. Debía de llevar así mucho tiempo. No conseguía levantarse. El cuerpo no la obedecía. Tenía que acordarse de respirar.
Sus pensamientos vagaban. Era imposible agarrarse a nada. Por destellos veía a su hija —de bebé, de niña, de adolescente rubia, la más guapa de todas— y luego desaparecía. Billie era absorbida por la luz de la pared, como en un hoyo rojo oscuro; Helen Bentley pensaba en el entierro de su abuela paterna y en la rosa que había dejado sobre el ataúd; era roja y estaba muerta, y la luz le cortaba los ojos.
Respira. Dentro. Fuera.
La habitación estaba demasiado tranquila. Anormalmente silenciosa. Intentó gritar, pero todo lo que consiguió emitir fue un débil gemido que desapareció como en una gruesa almohada. Las paredes no devolvían la resonancia.
Tenía que respirar, tenía que respirar bien.
El tiempo daba vueltas sobre sí mismo. Le parecía ver números y relojes por toda la habitación y cerró los ojos al chaparrón de manecillas con forma de flecha.
—Quiero levantarme —gritó con voz ronca, y consiguió, por fin, incorporarse.
La pata de la silla se le clavó en la espalda.
—
I do solemnly swear…
—dijo, cruzando la pierna derecha sobre la izquierda—
that I will faithfully execute…
Se dio la vuelta. Tuvo la sensación de que los músculos de sus piernas estuvieran a punto de reventar cuando al fin consiguió ponerse de rodillas. Apoyó la cabeza contra la pared y apreció vagamente que era blanda. Se ayudó con el hombro y, con un último esfuerzo, consiguió levantarse por completo.
—…
the office of President of the United States.
Tuvo que dar un paso a un lado para no caer. Las tiras de plástico se adentraban cada vez más en la piel de sus muñecas. De pronto sentía la cabeza ligera, como si el cráneo hubiera sido vaciado de todo lo que no fuera el eco de los latidos de su propio corazón. Como se encontraba a pocos centímetros de la pared, se quedó de pie.
Había una sola puerta en la habitación y estaba en la pared opuesta. Tenía que cruzar el cuarto.
Warren la había traicionado.
Tenía que averiguar por qué, pero tenía la cabeza vacía: era imposible pensar y tenía que moverse por el suelo. La puerta estaba cerrada, de pronto lo recordaba, ya lo había comprobado antes. Las mullidas paredes se tragaban el poco ruido que conseguía hacer, y era imposible abrir la puerta. Aun así, era lo único que tenía, porque detrás de las puertas siempre existe la posibilidad de otra cosa, de otra persona, y tenía que conseguir salir de aquella caja insonora que estaba a punto de quitarle la vida.
Con cuidado, colocó un pie delante del otro y empezó a caminar por el suelo oscuro que parecía moverse.
Yngvar Stubø estaba empezando a comprender por qué a Warren Scifford se le conocía como
«The Chief».
No recordaba gran cosa al indio Jerónimo. Ciertamente tenía los pómulos altos, pero los ojos hundidos, la nariz estrecha y una barba tan tupida que ya había empezado a marcar una fuerte sombra grisácea. Aquella misma mañana el hombre estaba recién afeitado. El pelo gris caía en suaves rizos, un poco demasiado largos sobre la frente.
—No —dijo Warren Scifford deteniéndose ante la puerta de la suite presidencial del hotel Opera—. No sé quién es el hombre de la cinta de la cámara de vigilancia.
La cara era impasible y la mirada directa, sin revelar nada en absoluto. No había rastro de indignación en el rostro por la pregunta, ninguna sorpresa auténtica o fingida sobre la descarada insinuación de Yngvar.
—Dio la impresión de que sí —insistió Yngvar, manoseando la llave—. Desde luego que dio la impresión de que lo conocías.
—Entonces es que te produje una impresión falsa —dijo Warren sin pestañear—. ¿Entramos?
El cúmulo de sentimientos que había sufrido en el gimnasio no había tenido mucho del indio, pero era evidente que ya se había sobrepuesto. Entró en la suite con las manos en los bolsillos y se colocó en medio de la habitación, donde permaneció un buen rato.
—Suponemos que la sacaron metida en la cesta de la ropa sucia —recapituló, daba la impresión de que hablaba para sí mismo—. Lo que significa que la habían escondido en algún sitio cuando entraron los dos agentes, a las siete pasadas.
—O que se había escondido —dijo Yngvar.
—¿Cómo?
Warren se giró hacia él y sonrió sorprendido.
—Podían haberla escondido —dijo Yngvar—. Pero también puede que se hubiera escondido. Lo uno es algo más pasivo que lo otro.
Warren se acercó lentamente a la ventana y se quedó allí dándole la espalda a Yngvar. Reclinó el hombro con indiferencia contra el marco, como si estuviera comprobando las vistas sobre el fiordo de Oslo.