Una mañana de mayo (23 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: Una mañana de mayo
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Warren no pestañeó.

—Eso es problema vuestro —continuó Salhus encogiéndose de hombros—. Tal y como interpreto yo los datos que han entrado, además de aquello que no conseguís mantener en secreto para los medios de comunicación… —Se agachó, cogió un documento de la cartera que tenía en el suelo, junto a la silla de la que se había levantado, y leyó—: Fuertes restricciones del tráfico aéreo. Interrupción total del tráfico aéreo proveniente de determinados países, la mayoría de ellos musulmanes. Extensas reducciones de personal en oficinas públicas. Colegios que se cierran indefinidamente… —Agitó los papeles antes de volver a meterlos en la cartera—. Podría seguir un buen rato. La suma de todo esto es evidente. Esperáis más agresiones. Agresiones mucho más globales que el secuestro de la presidenta de Estados Unidos.

Warren Scifford abrió la boca y alzó las palmas de las manos.

—Ahórrate las protestas —le dijo el jefe de Vigilancia noruego, su voz de bajo vibraba de rencor reprimido—. Te digo lo mismo que Stubø: no nos infravalores. —Su enorme dedo índice estaba muy cerca de la nariz del norteamericano—. Lo que tienes que recordar, lo que tienes que recordar…

Warren frunció el ceño y echó la cabeza hacia atrás.

—… es que somos nosotros, la Policía noruega, quienes tenemos posibilidades de solucionar este caso. Este caso concreto. Somos nosotros, y sólo nosotros, quienes podemos averiguar cómo ha podido suceder este caso concreto: llevarse a la presidenta de la habitación de un hotel de Oslo. ¿Lo comprendes?

Warren permanecía muy tranquilo.

—Y por nosotros, podéis hacer lo que os dé la gana respecto a colocar esto en una perspectiva más amplia. ¡¿Lo comprendes?!

El hombre asintió casi imperceptiblemente con la cabeza. Salhus suspiró, retiró la mano y continuó:

—Me resulta incomprensible que no sólo os neguéis a ayudarnos, sino que incluso saboteéis la investigación, al no proporcionarnos información esencial, como que un agente del Secret Service ha desaparecido de forma misteriosa. —Se detuvo, justo delante de Scifford —. Si no llega a ser porque una señora que estaba de excursión merodeó por una zanja en Nordmarka y luego se desmayó a pocos metros de distancia, aún estaríamos buscando al hombre del traje. Todavía no tendríamos la menor idea de que… —Salhus carraspeó y se tomó una pausa, como si se tuviera que contener para no ponerse realmente furioso—. En colaboración con el comisario jefe Bastesen, aquí presente, con nuestro ministro de Justicia y con nuestro ministro de Asuntos Exteriores, he enviado una queja formal a tu Gobierno —prosiguió Peter Salhus sin sentarse—. Con una copia para el Secret Service y otra para el FBI.

—Me temo —dijo Warren Scifford sin tono en la voz— que mi Gobierno, el FBI y el Secret Service tienen cosas más serias de las que ocuparse que de una queja como ésa. Pero, por favor…,
Be my guest!
No os puedo prohibir mantener correspondencia con otra gente, si es que tenéis tiempo para andar con esas cosas. —Se levantó bruscamente, agarró una chaqueta deportiva de color verde militar, que colgaba sobre el reposabrazos y, con una sonrisa, añadió—: Entonces no tengo más que hacer aquí. Ya me habéis dado lo mío. Y vosotros también habéis recibido un poco. Una reunión fructífera, en otras palabras.

Los otros tres hombres presentes en la habitación se quedaron tan sorprendidos por su repentina reacción que no consiguieron decir nada. Warren Scifford tuvo que posar la mano sobre el antebrazo de Salhus para que se moviera.

—Por cierto —dijo el norteamericano, que se dio la vuelta junto a la puerta, a los demás aún no se les había ocurrido nada sensato que decir—, te equivocas con respecto a quién puede resolver este caso. Este caso concreto, como lo has llamado tú. Hablas como si los secuestros se pudieran resolver sin tener en cuenta los motivos, la planificación, las consecuencias y el contexto. —Sonrió de oreja a oreja, parecía haber amabilidad en sus ojos—. Quien encuentre a la presidenta, ése será quien tenga posibilidad de resolver el caso. Todo el caso. Lamentablemente cada vez dudo más que vayáis a ser vosotros. Eso sí que me preocupa a mí —miró a Salhus—, a mi Gobierno, al FBI y al Secret Service. Pero mucha suerte, de todos modos, y buenas noches.

La puerta se cerró a sus espaldas, algo violentamente.

Capítulo 30

—Hemos encontrado a la presidenta —susurró Inger Johanne Vik—. No me lo…

No sabía qué decir y estuvo a punto de echarse a reír, pero puesto que hubiera sido más o menos tan adecuado como reírse en un entierro, consiguió contenerse. En su lugar, las lágrimas empezaron a correr de nuevo. Se sentía completamente exhausta y lo absurdo de toda la situación no mejoraba con la obstinada decisión de Hanne de no dar la alarma. Inger Johanne lo había intentado todo: desde el sentido común hasta el razonamiento, pasando por las súplicas e incluso las amenazas. De nada había servido.

—Una mujer como Helen Bentley sabe lo que tiene que hacer —dijo Hanne en voz baja, arropando con delicadeza a la presidenta—. Ayúdame un poco, por favor.

Helen Bentley respiraba constante y pesadamente. Hanne colocó dos dedos sobre su muñeca y miró su reloj. Se le movía la boca como si contara, hasta que volvió a dejar la mano sobre la cadera de la presidenta.

—Tiene el pulso constante de alguien que está descansando —susurró—. De hecho, creo que no se ha desmayado, sino que se ha dormido. Ha desconectado. Está exhausta, mental y físicamente.

Se dirigió al siguiente salón sin hacer ruido y por el camino mitigó la luz, que se controlaba con la voz.

—¡Oscuridad!

Las lámparas se fueron apagando hasta quedar oscuras. Inger Johanne siguió a Hanne y cerró la puerta a sus espaldas. Aquel salón era más pequeño. Una enorme chimenea de gas, enmarcada con acero pulido, estaba encendida y hacía vacilar las sombras de la habitación. Inger Johanne se sentó en una profunda cama turca y descansó la cabeza contra el suave respaldo.

—Lo que necesita Helen Bentley no es exactamente un médico —dijo Hanne colocando su silla junto a la cama—. Pero, por si acaso, debemos despabilarla un poco una vez cada hora. Puede que haya sufrido una leve conmoción cerebral. Yo puedo hacer la primera guardia. ¿A qué hora empieza a despertarse Ragnhild, así por lo general?

—Sobre las seis —dijo Inger Johanne bostezando.

—Entonces yo hago la primera guardia. Así por lo menos puedes dormir unas pocas horas.

—Muy bien. Gracias.

Sin embargo, Inger Johanne no se levantó. Miraba las llamas tras los leños de madera artificiales. Le resultaban casi hipnóticas, un bello fondo azul vaporoso que se transformaba en un fuego amarillo anaranjado.

—¿Sabes? —dijo, y notó una ráfaga del perfume de Hanne—, creo que nunca he conocido a una persona parecida.

—¿A mí? —preguntó Hanne sonriendo, y la miró.

Inger Johanne se rio, se encogió de hombros y respondió:

—Como tú tampoco, en realidad. Pero ahora mismo estaba pensando en Helen Bentley. Recuerdo perfectamente la campaña electoral. Quiero decir, siempre sigo bastante de cerca…

—Bastante de cerca —la interrumpió Hanne Wilhelmsen con una breve risa—. ¡Tienes un interés patológico por la política estadounidense! Yo pensaba que mi fascinación por ese país era mala, pero creo que la tuya es aún peor. Quieres…

Ladeó la cabeza. Era como si se preguntara si la propuesta cruzaría el importante límite entre amabilidad y amistad.

—¿Nos sentaría bien una copa de vino, en realidad? —lo dijo de todos modos, pero se arrepintió—. Supongo que es una tontería. Tan tarde como es. Olvídalo.

—Creo que es una excelente idea. —Inger Johanne bostezó—. ¡Muchas gracias!

Hanne arrimó la silla a un armario empotrado, lo abrió presionando levemente la superficie de madera y, sin vacilaciones, sacó una botella con una etiqueta que dejó pasmada a Inger Johanne.

—No cojas ésa —se apresuró a decir—. ¡Si no vamos a beber más de una copa!

—Esto del vino es el proyecto de Nefis. Se va a llevar una alegría cuando vea que yo también pruebo algo de lo bueno.

Abrió la botella, se la colocó entre los muslos, cogió dos copas que se puso con cuidado en el regazo y retornó a su sitio, donde sirvió a las dos con generosidad.

—En realidad fue un milagro que la eligieran —dijo Inger Johanne, que probó la bebida—. ¡Fantástico! Me refiero al vino, vamos.

Alzó la copa en un discreto brindis y volvió a beber.

—¿Por qué crees que ganó? —preguntó Hanne—. ¿Cómo lo consiguió? Absolutamente todos los comentaristas decían que era demasiado pronto para que ganara una mujer.

Inger Johanne sonrió.

—Ante todo fue el factor X.

—¿El factor X?

—Lo que no se puede explicar. La suma de virtudes que en realidad no se pueden señalar. Lo tenía todo. Si alguna mujer podía tener alguna oportunidad, era ella. Y sólo ella.

—¿Y Hillary Clinton?

Inger Johanne chasqueó la lengua y se tragó el vino que descansaba sobre su lengua.

—Creo que éste es el mejor vino que he probado en mi vida—dijo mirando fijamente la copa—. Era demasiado pronto para Hillary. Ella misma se dio cuenta. Pero puede llegar su momento. Más adelante. Tiene buena salud y puede ser candidata hasta pasados los setenta, diría yo. Para eso aún queda un tiempo. La ventaja de Hillary es que ya se conoce toda la mierda. Cuando recorrió el camino para convertirse en primera dama, se revisó toda su vida. Por no decir durante los ocho años en la Casa Blanca… Hace mucho que salió toda la porquería, pero aún hay que tomar cierta distancia respecto a todo eso.

—Pero a Helen Bentley también la investigaron —dijo Hanne, que intentó enderezarse en la silla—. Fueron a por ella como perros ávidos de sangre.

—Por supuesto. La cosa es que no encontraron nada. Nada de importancia. Tuvo el suficiente sentido común como para admitir que durante la época de estudios no había llevado exactamente una vida de monja. Lo hizo antes de que a nadie le hubiera dado tiempo a preguntarlo. Y además lo dijo con una sonrisa de oreja a oreja. Incluso guiñó un ojo. A Larry King, en directo. Pelota muerta. Genial. —Cuando sostenía la copa de vino contra la hoguera de la chimenea, veía un juego de colores en el que el líquido variaba desde un tono rojo oscuro intenso hasta el color del ladrillo, a lo largo del borde—. Para colmo, tenía un
tour
en Vietnam —dijo Inger Johanne, y tuvo que sonreír otra vez—. En 1972, cuando tenía veintidós años. Fue tan lista como para no decir nada hasta que algún cuco, o quizá debería de decir un halcón, bastante al comienzo del proceso de nominación, señaló que de hecho Estados Unidos estaban en guerra con Irak, y que el
Commander in Chief
necesariamente había de tener experiencia de guerra. Cosa que es una solemne chorrada, por supuesto. ¡Mira a Bush! De joven correteó un poco por ahí en uniforme de piloto y nunca puso ni un pie, ni un ala, fuera de Estados Unidos. Pero ya sabes… —El vino ya le estaba aclarando la cabeza—. Helen Bentley le dio la vuelta a toda la historia. Se presentó ante las cámaras y dijo que la razón por la que nunca hablaba de sus doce meses en Nam era que, por respeto a los veteranos mutilados y dañados psíquicamente, no quería sacarle partido a un servicio que ante todo había consistido en estar sentada detrás de una máquina de escribir. No había ido a la guerra porque la hubieran obligado, sino porque lo consideraba su deber. Cuando volvió, dijo, era una mujer más adulta y más sabia, y pensaba que aquella guerra era un error fatal. Al igual que la guerra contra Irak, que no apoyó desde el comienzo, y que se había convertido en una pesadilla para la que había que encontrar una salida honrosa y responsable, sin escatimar esfuerzos. Y eso lo más deprisa posible. —Como un rayo, puso la mano sobre su copa cuando Hanne quiso servirle más—. No, gracias. Está delicioso, pero pronto me tengo que acostar.

Hanne no insistió y le colocó el corcho a la botella.

—¿Te acuerdas cuando vimos juntas la ceremonia de investidura? —dijo—. Hablamos de lo increíblemente bien que tienen que planificar sus vidas. ¿Lo recuerdas?

—Sí —respondió Inger Johanne—. Creo que en el fondo yo estaba más… emocionada de lo que lo estabas tú.

—Eso es porque no eres tan cínica como yo. Todavía te dejas impresionar.

—Es imposible no hacerlo —dijo Inger Johanne—. Mientras que Hillary Clinton intenta dar una imagen de dura, intransigente y autónoma, ella…

—Creo que está trabajando duro para cambiar eso.

—Sí, desde luego. Pero eso lleva tiempo. Helen Bentley tiene algo…

Ladeó la cabeza y se colocó el pelo detrás de la oreja. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que tenía las gafas llenas de las huellas de Ragnhild. Se las quitó y las limpió con la punta de la camisa.

—… indefinible —dijo después de un rato—. El factor X. Es cálida, guapa y femenina, al mismo tiempo que ha demostrado su fuerza por medio de su carrera profesional y su participación en la guerra. No cabe duda de que debe de ser un hueso, y tiene muchos enemigos. Pero los trata de un modo… ¿distinto? —Se colocó las gafas en la nariz y miró a Hanne—. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Sí. —Hanne asintió con la cabeza—. En otras palabras, se le da bien engañar a la gente. Se le da bien conseguir que incluso sus más acérrimos enemigos sientan que los trata con el debido respeto. Pero me pregunto qué tendrá.

—¿Tendrá? ¿Qué quieres decir?

—Anda ya —sonrió Hanne—. ¿No te habrás creído que es tan pura como parece?

—Pero si… Si hubiera algo, ¡seguro que ya lo habría encontrado alguien! Los periodistas estadounidenses son los mejores… los peores del mundo para eso.

Extrañamente, Hanne parecía contenta, por primera vez en el breve y frágil tiempo que hacía que se conocían. Era como si eso de tener a una presidenta de Estados Unidos desmayada en el sofá hiciera que se tambaleara el impenetrable escudo de amable indiferencia con el que siempre se rodeaba. El mundo entero contenía la respiración, con miedo creciente por lo que le hubiera podido pasar a Helen Lardahl Bentley. Era evidente que Hanne Wilhelmsen disfrutaba de ello. Inger Johanne no sabía muy bien cómo interpretarlo, ni si le gustaba.

—Boba. —Hanne se rio y se estiró hacia ella para pegarle un empujón en el costado—. No existe una sola persona, ni una sola persona en todo el mundo, que no tenga nada de lo que avergonzarse. Algo que tienen miedo que los demás averigüen. Cuanto más alto estés en la jerarquía, tanto más peligrosa es cualquier falta, por leve que sea. Seguro que nuestra amiga de ahí dentro también tiene lo suyo.

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