Encontró una navaja en la pila de herramientas y cortó las tiras de plástico que mantenían unidas las muñecas de la mujer. Con otro esfuerzo, consiguió ponerla en pie. El olor a orina y heces le llegó a la nariz. Marry echó un vistazo a la parte de dentro de la puerta. Faltaba el pomo.
—Qué astutos son, los cabrones de los hombres —murmuró con voz de consuelo, y acarició delicadamente la cara sanguinolenta—. Ahora te vamos a dar un buen baño, cariño. Ven conmigo.
La mujer intentó andar, pero le fallaron las rodillas.
—Echas una peste que no veas, mi alma. Anda, ven con la Marry.
—
Help
—susurró la mujer—.
Help me.
—Que sí, que sí. Eso es lo que estoy haciendo. Supongo que no entiendes ni papa de lo que te digo. Pero yo he estado ahí, ¿sabes?, yo he estado ahí donde estás tú ahora y…
Y así fue charlando Marry por todo el camino hasta la escalera, y casi tuvo que subir en brazos a la otra los cinco escalones que las separaban del ascensor. Cuando llegó, Marry sonrió de felicidad y consiguió meter a la otra mujer.
—Apóyate aquí —dijo señalando una barandilla de acero—. En un momentito estamos ahí, cariño. ¡Joder, qué pinta tienes!
Y por fin, bajo la fuerte luz de los tubos de neón, Marry pudo estudiar la cara de la mujer. Un enorme chichón en una de las sienes le había amoratado media cara y tenía el ojo cerrado y sangre seca por el cuello.
—Pero la ropa buena no se la quita nadie —dijo Marry un poco escéptica y tocando la chaqueta roja—. Ésta no la ha comprado de segunda mano, no.
Las puertas del ascensor se abrieron.
—Ahora tienes que ser buena y agarrarte a la Marry.
La mujer permanecía apática, con la boca abierta. No había vida en su mirada y Marry le puso sus raquíticos dedos delante de los ojos y los chasqueó.
—¡Hola! ¿Sigues ahí? ¡Vamos!
Con el brazo izquierdo en torno a la cintura de la mujer y el derecho sujetándole el antebrazo, consiguió arrastrarla hasta la puerta de entrada. No quería soltarla para buscar las llaves, así que apretó el timbre con el codo.
Pasaron varios segundos.
—
Help
—jadeó la mujer.
—Que sí —murmuró Marry con impaciencia y volvió a llamar.
—Marry —dijo Inger Johanne alegremente al abrir la puerta—. Has tardado tanto que…
—Me he encontrado una puta en el sótano —dijo Marry con sequedad—. Creo que es rusa o algo por el estilo, pero habrá que ayudarla igual. A la pobre. Algún cabrón se ha tomado libertades con ella.
Inger Johanne no se movía del sitio.
—¡Aparta, mujer!
—Hanne —dijo Inger Johanne en voz baja, no dejaba de mirar a la mujer—. Tienes que venir.
—Hanne no es de las que le cierran la puerta a una puta a la que le han pegado una paliza —dijo Marry furiosa—. ¡Aparta, mujer! ¡Ahora!
—Hanne —repitió Inger Johanne, mucho más fuerte esta vez—. ¡Ven aquí!
La silla de ruedas apareció al fondo del recibidor, contra las grandes cristaleras sobre las que los árboles del exterior arrojaban la sombra de la tarde. Fue rodando despacio hacia ellas. Las ruedas de goma crujían casi inaudiblemente contra el suelo de madera.
—Que sólo necesita un baño —suplicó Marry—. Y algo de comer, quizá. Anda, sé maja, Hanne. Pero si eres la bondad en persona, guapa.
Hanne Wilhelmsen rodó hasta ellas.
—
Madame Président
—dijo, e inclinó la cabeza antes de volver a levantar la vista y hacer una pausa imperceptible—.
Come in, please. Let's see what we can do to help you.
—Bueno, déjame que lo resuma —dijo Yngvar—, para que no haya malentendidos. —Se pasó los dedos por el pelo antes de sentarse con el respaldo de la silla contra la tripa. Un rotulador rojo se balanceaba entre el dedo índice y el pulgar—. Así que te llama un hombre al que nunca has visto antes.
Gerhard Skrøder asintió con la cabeza.
—Y no sabes de dónde es ni cómo se llama.
Gerhard negó con la cabeza.
—Ni tampoco el aspecto que tiene, claro.
El detenido se rascó la nuca y miraba incómodo la mesa.
—Tampoco es que usara un teléfono con cámara.
—Así que me estás diciendo —continuó Yngvar hablando exageradamente despacio y tapándose la cara con las manos— que recibiste un encargo de un tipo con el que sólo has hablado por teléfono y que no sabes cómo se llama. Alguien a quien nunca has visto.
—Bueno, tampoco es que no se haga nunca así.
El abogado Ove Rønbeck alzó la mano derecha casi imperceptiblemente a modo de advertencia.
—Quiero decir que tampoco es tan raro…
—Pues sí, a mí me lo parece. ¿Cómo sonaba?
—Sonaba…
Gerhard se retorcía en la silla como un adolescente al que hubieran pillado propasándose con una chica.
—¿Qué idioma hablaba? —preguntó Yngvar.
—Era noruego, creo.
—Ya —dijo Yngvar, que expulsó aire poco a poco—. ¿Así que hablaba noruego?
—No.
—¿No? ¿Y entonces por qué sacas la conclusión de que era noruego?
El abogado Rønbeck levantó la mano y abrió la boca, pero se volvió a sentar a toda prisa en la silla cuando Yngvar se giró bruscamente hacia él.
—Tienes derecho a estar aquí —dijo—, pero no me interrumpas. No tengo que recordarte lo serio que es este caso para tu cliente. Y por una vez no me interesa demasiado Gerhard Skrøder. Sólo quiero saber… ¡algo más sobre el hombre anónimo que te contrató!
Lo último lo bramó contra Gerhard, que reculó aún más; tenía ya la silla contra la pared, con lo que no le quedaba sitio para su dichoso balanceo. Los ojos le vacilaban, Yngvar se encorvó sobre él y le arrancó la gorra.
—¿No te ha enseñado tu madre que no se lleva gorra dentro de los sitios? —preguntó—. ¿Por qué crees que el hombre era noruego?
—Era como si no hablara del todo inglés, digamos. Más como con… acento.
Gerhard se rascaba la entrepierna cada vez más compulsivamente.
—Tendrías que ir al médico —dijo Yngvar—. Para ya.
Se levantó y se dirigió a una mesa supletoria junto a la puerta. Cogió la última botella de agua mineral, la abrió y se bebió la mitad de un solo trago.
—¿Sabes qué? —dijo de pronto riéndose secamente—. Estás tan acostumbrado a mentir que no eres capaz de contar una historia verdadera de un modo coherente, ni siquiera si te lo propones. Esto sí que es una lesión laboral.
Volvió a dejar la botella y se sentó sobre la silla. Con las manos cruzadas detrás de la nuca, se recostó en el asiento y cerró los ojos.
—Cuéntame —dijo con serenidad—. Cuéntamelo como si estuvieras contando un cuento a un niño, si es que te es posible imaginarte algo así.
—Tengo dos sobrinos —protestó Gerhard, ofendido—. Sé cómo son los niños, coño.
—Muy bien. Estupendo. ¿Cómo se llaman?
—¿Eh?
—Que cómo se llaman tus sobrinos —repitió Yngvar, que todavía tenía los ojos cerrados.
—Atle y Oskar.
—Pues ahora yo soy Atle, y aquí Rønbeck, va a ser Oskar. Y nos vas a contar la historia de cuando el tío Gerhard recibió un encargo de un hombre al que nunca vio.
Gerhard no respondió. Se hurgaba con el dedo en un agujero del pantalón con dibujos de camuflaje.
—Hubo una vez —lo animó Yngvar—. Venga, vamos. Hubo una vez en que al tío Gerhard…
—… lo llamaron por teléfono —dijo Gerhard.
Se quedó callado.
Yngvar dibujó un círculo con la mano.
—Era un número oculto —dijo Gerhard—. No salía en la pantalla. Entonces lo cogí. Era un tipo que hablaba inglés. Pero era como si…, como si no fuera inglés, digamos. Casi parecía… noruego, de alguna manera.
—Mmm —Yngvar asintió con la cabeza.
—Había algo… raro en el idioma, en todo caso. Dijo que tenía un trato muy sencillo que proponerme, y que se podía ganar mucha pasta.
—¿Recuerdas qué palabra usó para decir «pasta»?
—
Money,
creo. Sí.
Money.
—Y esto fue el… —Yngvar ojeó sus anotaciones—. ¿El 3 de mayo? —preguntó mirando a Gerhard, que asintió débilmente y se tiró del agujero creciente de su pantalón—. El martes 3 de mayo, por la tarde. Vamos a sacar una copia de tu registro, así podremos confirmar la hora.
—Pero eso es…
—No podéis…
El abogado Rønbeck y su cliente protestaron a coro.
—¡Calma! ¡Calma! —Yngvar suspiró con desánimo—. El registro de las llamadas de tu teléfono es el menor de tus problemas, en estos momentos. Continúa. No se te da demasiado bien esto de contar historias. Ahora concéntrate.
El abogado y Gerhard se miraron; Rønbeck asintió.
—Me dijo que me guardara los días 16 y 17 de mayo —murmuró el cliente.
—¿Que te guardaras?
—Sí, que no hiciera planes. Que estuviera sobrio. Que me quedara en Oslo. Accesible, digamos.
—¿Y tú no conocías al hombre que te llamó?
—No.
—Pero eso no te impidió aceptar. Ibas a perderte el mayor día de fiesta del año, porque te lo pedía por teléfono un desconocido. Está bien.
—Estaba hablando de mucho dinero. Mucho dinero, me cago en la puta.
—¿Cuánto?
Siguió una larga pausa. Gerhard cogió la gorra de la mesa y estaba a punto de ponérsela en la cabeza por mero reflejo, pero cambió de idea y la volvió a dejar. Seguía sin decir nada. Mantenía los ojos fijos sobre la pernera rota.
—Está bien —dijo finalmente Yngvar—, ya hablaremos de la cantidad más tarde. Pero ¿qué más te dijo?
—Nada. Sólo tenía que esperar.
—¿A qué?
—A que me llamara el 16 de mayo.
—¿Y te llamó?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Por la tarde. No recuerdo bien. Sobre las cuatro, quizá. Sí. A las cuatro pasadas. Yo me iba a tomar unas cervezas con unos colegas en Løkka, antes del partido. El Enga contra el Fredrikstad, en el Ullevål. El tipo me llamó justo cuando iba a salir para allá.
—¿Qué dijo?
—En realidad nada. Sólo quería saber qué iba a hacer.
—¿Ibas?
—Sí… Qué planes tenía para la noche, digamos. Y yo mantuve el acuerdo, no bebí ni nada de eso. Entonces me dijo que tenía que estar en casa como más tarde a las once. Dijo que me merecería la pena. Que me merecería mucho la pena. Así que… —Se encogió de hombros, e Yngvar hubiera jurado que el hombre se sonrojó—. Me tomé un par de cervezas con los chicos, vi el partido y me volví a casa. Quedaron 0-0, así que tampoco había mucho que celebrar. Estaba en casa antes de las once. Y… —Su inquietud era perceptible. Se rascaba el hombro por debajo del jersey mientras restregaba los muslos de lado a lado de la silla. El muslo derecho le temblaba violentamente y no dejaba de guiñar un ojo—. Y entonces llamó. Sobre las once.
—¿Qué dijo?
—¡Ya te lo he contado un millón de veces! ¿Cuánto tiempo vamos a seguir con esto?
—Me lo has contado dos veces. Y ahora quiero que me lo cuentes una tercera. ¿Qué dijo?
—Que me presentara en la torre del reloj de la Estación Central, Oslo S, algunas horas más tarde. A las cuatro de la mañana. Que me quedara allí hasta que apareciera un tipo con una mujer, que me llevarían a un coche y luego nos iríamos los tres juntos. En la guantera encontraría la ruta de viaje. Y la mitad del dinero. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
—Aún no —dijo Yngvar—. ¿No te parece un encargo un poco extraño?
—No.
—Te encargan dar vueltas en coche por el sur de Noruega, con dos pasajeros a los que no conoces, y dejarte ver por los empleados de varias gasolineras, pero mantenerte oculto de las cámaras de vigilancia. No tienes que hacer nada ni robar nada, simplemente conducir. Luego tienes que aparcar el coche en un bosque cerca de Lillehammer, coger el tren de vuelta a Oslo y olvidarte de todo el asunto. Y esto te pareció estupendo.
—Efectivamente.
—No me vengas con ésas, Gerhard. Concéntrate. ¿Conocías a alguno de los otros? ¿A la señora o al otro tipo?
—No.
—¿Eran noruegos?
—Ni idea.
—No tienes ni idea.
—¡Pues no! ¡No hablamos!
—¿En cuatro horas?
—¡Sí! ¡Quiero decir, no! Mantuvimos la boca cerrada todo el rato.
—No me lo creo. Eso es imposible.
Gerhard se inclinó sobre la mesa.
—¡Te lo juro! Creo que yo probé a hablar un poco, pero el tipo se limitó a señalar la guantera. La abrí y allí estaban las instrucciones, tal y como me había dicho el hombre del teléfono. Decían adonde debía dirigirme y cosas así. Y luego ponía que no teníamos que hablar. Está bien, pensé yo. ¡Joder, Stubø! ¡Te he dicho que te lo iba a contar
tó
! ¡Créeme, hombre!
Yngvar cruzó las manos sobre el pecho y se humedeció los labios con la lengua. No dejaba de mirar al detenido.
—¿Y dónde están ahora esas instrucciones?
—Están en el coche.
—
¿
Y dónde está el coche?
—Ya te lo he dicho un trillón de veces: en Lillehammer. Justo al lado de la pista de salto de esquí, allí donde…
—No está allí. Lo hemos comprobado.
Yngvar señaló una nota que le había traído un agente unos diez minutos antes.
Gerhard se encogió de hombros con indiferencia.
—Alguien se lo habrá llevado —sugirió.
—¿Y cuánto te dieron por hacer eso?
Yngvar se había sacado la purera del bolsillo de la camisa y la movía despacio entre las palmas de las manos. Gerhard mantenía silencio.
—¿Cuánto te dieron? —repitió Yngvar.
—Eso da igual —dijo Gerhard en tono huraño—. Ya no tengo el dinero.
—¿Cuánto? —repitió Yngvar.
Como Gerhard seguía mirando fijamente la mesa, sin hacer el menor amago de querer responder, Yngvar se levantó y se acercó a la ventana. Estaba empezando a oscurecer. Las ventanas estaban cerradas. El marco estaba cubierto de polvo y había algún que otro insecto muerto, como gruesos granos de pimienta.
En el césped entre la Comisaría General y la cárcel, había surgido un pequeño pueblo. Dos de los canales de televisión extranjeros habían aparcado sus unidades móviles sobre la hierba e Yngvar contó hasta ocho carpas de fiesta y dieciséis logos de medios de comunicación distintos, antes de dejar de contar. Alzó la mano para saludar amablemente, como si viera a alguien a quien conocía. Sonrió y saludó con la cabeza. Luego se giró, aún con una amplia sonrisa, y se arrimó al lado de la mesa del detenido y se inclinó sobre él. Puso la boca tan cerca de su oreja que Gerhard pegó un respingo.