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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (33 page)

BOOK: Una familia feliz
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—Mamá... eres nuestra única posibilidad... —jadeó Max poco antes de ser el último en perder el conocimiento.

Seguramente pensaba que yo era inmune al gas porque era un vampiro. Pero yo también me encontraba terriblemente mal. El gas estaba mezclado con ajo.

Al despertar, olía como si me hubieran macerado en salsa tsatsiki. Me sentía muy débil y yacía sobre un austero suelo de cemento. A mi lado, en una gran sala vacía que parecía un búnker, estaban Frank, Max y Ada.

¡Mi hija había recobrado el conocimiento! La maldición de la momia no la había matado. Sin embargo, no pude alegrarme sin ninguna sombra de preocupación. Por un lado, porque todavía parecía débil; por otro, y esto era mucho peor, porque tenía las manos atadas a la espalda con cadenas plateadas, igual que los demás. Las cadenas iban a parar al suelo, donde estaban fijadas en el cemento. Frank tiraba furiosamente de las suyas, pero no logró arrancarlas del anclaje. El material plateado del que estaban hechas parecía mucho más resistente que el hierro normal. No obstante, lo más extraño de la situación era: ¿por qué yo no estaba encadenada?

—Bueno, por fin has despertado —oí decir a Drácula.

Estaba apoyado tan tranquilo junto a la puerta de la sala, sin máscara, con un traje elegante, agitando una copa de champán y sonriendo burlón.

—Siempre es mejor que las personas mueran despiertas. Bueno... mejor para mí.

—¿Dónde está Jacqueline? —preguntó Max, preocupado.

—Con la vieja Cheyenne en las mazmorras. He pensado que vuestra última décima parte de hora tenía que ser una fiesta puramente familiar. Mandé construir esta sala para ejecuciones especiales, inspirándome en uno de mis escritores favoritos...

—No será Jane Austen —murmuré.

—Mi escritor favorito es Edgar Allan Poe.

Terror antiguo de un zumbado. Evidente.

—Deberías probar con Alan Alexander Milne.
Winnie the Pooh
es encantador —repliqué, con una sonrisa forzada.

—Tal vez lo lea cuando todos los humanos hayáis muerto, entonces estaré por fin solo. Y por fin tendré tiempo. Y, sobre todo, paz. —Puso cara de añoranza, y prosiguió—: Poe escribió una magnífica historia sobre la Inquisición española...


El pozo y el péndulo
—dijo Max tragando saliva.

—Lo que más me gusta de la historia es la parte en la que habitación se reduce.

Pulsó el botón de un mando, que estaba fijado en la pared de la puerta y tenía dos botones más. Del techo salieron unas estacas de madera. Docenas. Sólidas, afiladas, letales. También y precisamente para un vampiro.

—Nunca me ha gustado Edgar Allan Poe —gimió Max.

—Mucho mejor Schiller en clase de literatura alemana —coincidió Ada.

—Que disfrutéis de la vida —nos deseó Drácula, se bebió el champán y, mientras se dirigía a la puerta, dijo—: Ah, por cierto, las cadenas son de titanio indestructible.

Frank las sacudió con más fuerza. En vano. Pero yo no estaba encadenada. Corrí como una loca hacia Drácula. Y él me tendió con mucha calma una gargantilla de la que colgaba un crucifijo. Aunque aún lo tenía a un metro de distancia, hizo que me ardieran las entrañas. Un paso más y me fundiría por dentro. Retrocedí instintivamente y me sorprendí bufando como un animal salvaje. Hasta tal punto afectaba la cruz mi sustancia vampiresca.

A Drácula no le afectaba. Colgó la gargantilla en el mando, se acercó sonriendo a la puerta y la cerró después de salir, mientras el techo descendía imparable sobre nosotros. Intenté acercarme a los botones, pero la cruz me lo impidió. Me derrumbé delante con un padecimiento terrible y, antes de que me desgarrara definitivamente, me alejé a rastras de la cruz y volví con mi familia.

—Los vampiros judíos y los musulmanes lo tienen mejor en situaciones como ésta —dijo Max.

—Si tuviera fuerzas para lanzar otra maldición —dijo Ada, sin miedo ni desesperada.

Dios mío, acababa de sobrevivir a una maldición y estaba dispuesta a jugarse la vida de nuevo.

Había sido realmente injusta con mi hija. Siempre había pensado que sólo se interesaba por sí misma, que era una chica caótica sin iniciativa. Y resultaba que podía sentirme orgullosa de ella; era desinteresada, tomaba decisiones. Sí, incluso podía sentirme halagada cuando alguien decía que éramos clavadas.

Ada era una chica fuerte.

Seguramente siempre había sido fuerte. Sólo que yo no lo había visto.

Igual que tampoco había reconocido lo valiente que era Frank.

Y tampoco que en Max, detrás de su fachada de rata de biblioteca, se escondía un niño romántico que incluso era capaz de confesarle su amor a alguien como Jacqueline.

En aquel instante lo comprendí definitivamente: yo, idiota de mí, había estado demasiado ocupada conmigo misma todos esos años para ver a mi familia como se merecía.

Si hubiera hecho eso en vez de dar vueltas y más vueltas a lo que me molestaba de mi vida y a cómo habría podido irme mejor, los habría juzgado a todos de otra manera.

Y mi vida no me habría sacado tanto de quicio, ¡y habría sido mejor!

Seguro que tampoco habría discutido constantemente con ellos, no habría ocurrido la debacle de Stephenie Meyer, Frank y yo no nos habríamos puesto los cuernos y ahora no estaríamos en el búnker-monumento a Edgar Allan Poe de Drácula.

Pero, sobre todo: si los hubiera mirado a todos con otros ojos, habríamos podido ser más felices como familia.

Esa conclusión llegaba tarde. Muy tarde.

O no, quizás no era demasiado tarde. ¡Aún estábamos vivos!

Aunque la situación era desesperada, no podíamos salvarnos y pronto moriríamos, no era demasiado tarde para mirar a mi familia como se merecía. No a la luz de la vida cotidiana, de la frustración y el exceso de exigencia. Sino a la luz de sus posibilidades.

Los observé a todos. Por primera vez con otros ojos.

A Ada, una chica fuerte.

A Frank, un hombre valiente.

A Max, un niño amoroso.

Pude verlos como eran: algo muy especial.

Me sentí orgullosa de ellos.

Por eso dije con el corazón henchido:

—Os quiero.

Ada me miró sorprendida un momento. Luego sonrió y dijo:

—Todos habéis arriesgado la vida por mí. ¿Quién tiene una familia así?

—Ningún héroe de la literatura —replicó riendo Max.

—No es tan malo ser un Von Kieren —comentó Ada sonriendo feliz.

—No puedo estar más de acuerdo contigo —dijo Max con una sonrisa de oreja a oreja.

Luego, Ada pronunció unas palabras maravillosas. Las más hermosas que existen:

—Yo también os quiero.

A Max se le iluminó la cara.

—No puedo estar más de acuerdo contigo.

Miramos a Frank. Aunque las estacas del techo ya estaban a tan sólo cinco centímetros de su cabeza, se irguió y nos sonrió. Y en sus ojos vimos esto:

Nos arrimamos todos, los demás encadenados y yo no, y nos abrazamos.

Muy efusivamente.

Muy fuerte.

Y con mucho amor.

Sí, seguramente no formábamos una familia que siempre era feliz, sino una familia que discutía y estaba un poco estresada. Pero éramos una familia que se quería. Y, al final, eso es lo único que cuenta en la vida.

Me hizo feliz tener una familia como aquélla.

Profundamente feliz.

Y, por lo visto, no sólo a mí.

Porque, en ese instante, Ada, Frank y Max se transformaron de nuevo en personas.

Eso sólo admitía una conclusión: con el abrazo, ellos también habían compartido conmigo un momento de felicidad. Y puesto que lo habíamos sentido al mismo tiempo, el hechizo de Baba Yaga había quedado sin efecto.

Yo también me transformé en la vieja Emma. O mejor dicho: en la nueva Emma. Una Emma más feliz que tres días antes.

Dado que Frank había recuperado su constitución normal, era más bajo y delgado que antes, y pudo soltarse de sus cadenas. Lo abracé, él me besó y el contacto con sus labios normales fue mucho mejor que con los metálicos. Y con mis labios normales, el beso también fue mucho mejor que con mis labios de vampiro.

—No tengo nada en contra de vuestros besuqueos —nos urgió Ada—, pero... ¡ESTAMOS A PUNTO DE MORIR ENSARTADOS, MALDITA SEA!

Tenía razón, los chicos habían cambiado de aspecto, pero no de tamaño, y seguían encadenados. Y el techo descendía imparable.

Frank y yo corrimos hacia los botones. No me resultó fácil, puesto que con mis ojos humanos y sin gafas no veía muy bien. Pero ya lo dijo Antoine de Saint-Exupéry: «Sólo con el corazón se puede ver bien.» Y el mío había recuperado por fin la vista.

El techo había bajado tanto que los niños habían tenido que sentarse. Frank y yo tuvimos que correr agachados, y pensé: «Que no me dé ahora un ataque de lumbago.»

Llegamos por fin al mando, apretamos el botón que accionaba el techo y éste volvió a subir.

—Gracias a Dios —gimió Frank aliviado. Fue fantástico volver a oír su voz normal.

Los niños también respiraron hondo. Apreté otro botón, y la puerta se abrió. Entonces me pregunté para qué serviría el tercer botón, y confié en que fuera para las cadenas: de alguna manera tenían que soltarlas cuando querían deshacerse de los cadáveres de las víctimas. Efectivamente: apenas había apretado el botón, las cadenas saltaron. Los niños corrieron hacia nosotros y nos abrazamos por fin como es debido. Sin cadenas. Como personas.

Al cabo de un momento, Frank comentó:

—Ya va siendo hora de que nos marchemos de este castillo.

—Vamos a buscar a Jacqueline y a Cheyenne y, luego, ¡pies para qué os quiero! —remachó Max.

—Pero antes tenemos que liberar a los prisioneros —dijo Ada con determinación.

—No, nos quedamos —repliqué.

—¿Porque aquí se está de maravilla? —preguntó Ada con una mueca.

—Porque tenemos que salvar el mundo. Si nos vamos, Drácula desencadenará una guerra atómica.

—Podemos dar parte a la policía o al ejército o a los servicios secretos... —argumentó Max.

—¿Acaso nos creerían? —dije, planteando una pregunta retórica.

—Seguramente, no —admitió encogido Max.

—Pero ya no tenemos la fuerza de los monstruos —planteó Ada.

Cierto. Ya no teníamos la fuerza con que habíamos vencido a zombis, godzillas, momias y vampiros. Según todos los indicios, estábamos indefensos.

Sin embargo, no había sido la fuerza de los monstruos lo que nos había permitido salir airosos de todos los peligros, ahora lo sabía. Era otra la fuerza que habíamos descubierto en aquel viaje.

—Tranquilos —anuncié—. Drácula no tiene ninguna posibilidad contra nosotros.

—¿Y eso? —preguntó Ada.

—Bueno... —dije sonriendo satisfecha—. ¡Somos los Von Kieren!

FRANK (4)

Mientras corríamos hacia el ascensor, me sentí muy feliz: ya no era un monstruo. Podía hablar de nuevo y por fin era capaz de volver a contar más allá de ocho (si hubiera podido hacerlo cuando era un monstruo, habría tenido que confesarle a Emma que me había acostado doce veces con Suleika). Tampoco chocaba contra las lámparas ni contra los techos bajos. Pero lo mejor de todo era esto: ya no estaba cansado. Ya no me apetecía tararear canciones tipo
No puedo más, Tampoco quiero más o Se me cae la cabeza encima de la mesa.

En vez de eso, quería cantar bien alto canciones tipo:
Tú señálame el árbol, y yo lo cortaré, ¿Quién necesita un Red Bull? o Ey, lady Endorfina.

Quería salvar el mundo, abrazar a mis hijos y dormir con mi mujer.

Cuando nos montamos en el ascensor, le miré el culo a Emma. Fantástico. Comparado con ella, Stephenie Meyer tenía realmente el culo gordo.

Hacía mucho que no le miraba el culo así a Emma, y todavía peor: hacía mucho que no contemplaba su preciosa cara. Era una maravilla ver cómo se le iluminaba cuando se entusiasmaba con algo. Con esa mujer maravillosa había tenido dos hijos de los que podía sentirme orgulloso. Qué absurdo: no había comprendido lo grandiosa que era mi familia hasta que fui un monstruo descerebrado.

Ahora que había recuperado mi cerebro, no podía volver a caer en la vieja rutina. La estúpida consigna de erigirse en sustentador había estado a punto de costarme la familia. Y entonces, idiota de mí, en mi vida sólo habría quedado el banco. Una idea terrorífica. Tenía compañeros que sólo tenían su trabajo, con los que se podría rodar tranquilamente la película
El carnaval de las almas.

A mí no me ocurriría. Lo había comprendido por fin: el sentido de la vida consistía en salvar gente y, sobre todo, a mi familia, pero no a los bancos.

MAX (11)

Mientras subíamos en el ascensor, constaté dos hechos que habían cambiado a mejor: por un lado, me sostenía sobre dos piernas. Como
homo sapiens
. Y, todavía más grandioso: no sentía terror. Mi organismo no segregaba ni un solo nanolitro de adrenalina.

¿Por qué iba a tener miedo de alguien como Drácula? Él era mucho más cobarde, mucho más miedoso que un niño normalísimo de doce años. Al contrario que él, ¡yo no le tenía miedo al amor!

Sí, había sido muy valiente por mi parte confesarle mi amor a Jacqueline. Con ello había ganado más que otros grandes héroes: Frodo Bolsón acababa solo en las Tierras Imperecederas, y la historia de Luke Skywalker incluso acababa en el celibato. Quizás esos héroes eran más valientes que yo en la lucha. ¡Pero no en el amor! Comparados conmigo, ¡eran unos blandengues sin coraje!

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