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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (26 page)

BOOK: Una familia feliz
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—No haberte atrevido a rechistarme —contestó Maximus, y me tiró el humo del puro a la cara.

—Pero... —dije, y tosí.

—Vuelta a rechistar. Ahora son 15.

—¡Eh!

—13.

—Eso...

—10.

—No debería seguir hablando —me resigné.

—Por fin has comprendido cómo funcionan las cosas con Maximus —se burló, y me acarició toscamente la cabeza—. ¡Ahora te enseñaré dónde puedes dormir!

—¿Tendré mi propia caravana? —pregunté esperanzado mientras bajábamos las escaleras de la suya. Me habría encantado tener un reino propio.

Maximus se echó a reír.

—Una caravana propia... Eres la mar de divertido... ¡A lo mejor también podrías actuar de payaso! Los niños siempre se echan a llorar con el nuestro...

Observé al liliputiense, que se tronchaba de risa, y me estremecí pensando que a partir de entonces vería a aquel hombre cada día. De pronto me sentí como los huérfanos desgraciados de los cuentos infantiles, que se quedan con el malo porque sufren una dramática carencia de alternativas.

Maximus dejó por fin de carcajearse y, mientras caminábamos por los terrenos del circo, me preguntó:

—¿Cómo quieres llamarte?

Reflexioné: ¿por qué no podía iniciar una nueva vida con un nombre nuevo? Tal vez Oliver o Harry o el de cualquier otro huérfano que se hubiera convertido en un gran héroe, aunque empezaba a estar bastante convencido de que yo no estaba hecho de la misma pasta que los héroes.

Después de cavilar un poco, recordé el nombre de otro huérfano que se convirtió en héroe, un capitán llamado Kirk.

—¡Quiero llamarme James Tiberius! —le contesté a Maximus.

Maximus se me quedó mirando.

—Tiberius pega un poco con Maximus —afirmé, intentando que se le hiciera la boca agua con la idea.

Sonrió. Ampliamente. Al menos podría empezar mi nueva vida con un nombre heroico: James Tiberius von Kieren.

Bueno, quizás debería renunciar al «Von Kieren».

—¿Qué opina? —pregunté esperanzado.

—Nada —replicó—.A partir de ahora,¡te llamarás Rex!

—¿¡¿REX?!? —pregunté con espanto.

—Te queda mejor —contestó Maximus, y añadió—: Aquí tienes tu dormitorio, Rex.

De golpe y porrazo, olvidé el horror por mi nuevo nombre. Porque le cedió el sitio al horror por mi nuevo dormitorio.

—¿La jaula del gorila? —exclamé—. ¡¿¡Tengo que dormir en la jaula del gorila!?!

—Esto es un circo, no un hotel de lujo, Rexi-Boy.

—¡¿¡REXI-BOY!?!

Me embargaron las lágrimas. Lo único que me impidió llorar fue el temor a que a Maximus le diera otro ataque de risa.

Abrió la puerta de la jaula y, como rechinaba, el gorila se despertó. Y soltó un gruñido más profundo que los que emitía mi padre Frankenstein.

—¡Os llevaréis muy bien! —exclamó Maximus con una sonrisa burlona.

Lo dudé.

—Tenéis muchas cosas en común —añadió.

Lo dudé aún más.

—Vamos, entra de una vez en la jaula, quiero volver a acostarme, Rexi-Boy —me ordenó mi nuevo director.

Deprimido, hice lo que me decían. Maximus cerró la puerta de la jaula y se fue. Desapareció fumándose contento el resto del puro.

Me deslicé hacia el extremo de la jaula donde no estaba tumbado el gorila, que ahora me observaba con mucho interés. Pensaba echarme a llorar en cuanto llegara al rincón. Pero apenas había tenido tiempo de producir la primera lágrima, cuando el gorila se puso a hablar:

—¡Me llamo Gorr!

—¿Sa... sabes hablar? —pregunté, estupefacto.

—Tú también, Rexi-Boy —replicó el gorila parlante.

Me había quedado tan asombrado que no supe qué contestar.

—Parece que a la sabandija liliputiense no le faltaba razón: tenemos algo en común. ¿Eres una persona hechizada como yo? ¿O eres un lobo hechizado?

—Persona. Me hechizó una bruja... —le expliqué.

—¡Y a mí un sacerdote vudú del Congo!

Gorr era realmente una persona con un destino parecido al mío. Mi corazón volvió a albergar un poco de esperanza. Tal vez aquel gorila podría ser mi bondadoso mentor. Enseñarme todo lo que necesitaba para arreglármelas en aquel mundo desconocido. ¡Ser el Obi-Wan Kenobi que me convertiría en un caballero Jedi!

—El sacerdote vudú —siguió contando el gorila— se enfureció conmigo porque arrasé su pueblo con mis soldados.

Estaba claro que tendría que quitarme de la cabeza lo de «bondadoso mentor».

Gorr se levantó y se me acercó con parsimonia. Se plantó delante de mí y sonrió con malicia, enseñando sus dientes amarillentos de gorila.

—¡Ya me imagino quién de los dos será el criado del otro a partir de ahora!

—¿Ah, sí? —pregunté despavorido.

—Te daré una pista: de los dos, no será el gorila.

Lo dijo enseñando sus dientes amarillentos, y no pude evitarlo: me eché a llorar definitivamente y grité muy fuerte:

—¡MAMÁÁÁÁÁÁ!

EMMA (16)

Un jet privado es de lo más chic. Sobre todo si estás acostumbrada a los vuelos
low cost
en los que te cobran aparte hasta el aire que respiras.

El jet privado de Drácula era espacioso y supersilencioso, un sueño de maderas nobles, asientos de piel y mayordomos. Me senté en una butaca supercómoda y un mayordomo me sirvió una copa de vino tinto que hizo estallar de alegría sensorial todas mis papilas gustativas.

—Es un Château Farfernac del 78 —dijo Drácula.

—Nunca he oído hablar de él —contesté, cosa que no era de extrañar, puesto que tenía tanta idea de buenos vinos como de musicales modernos.

—Es de mis viñedos privados.

¿Drácula tenía viñedos? Eso era tener estilo. Muchísimo estilo.

—¿Te apetece comer algo, querida Emma?

—Ya me has hecho tragar una pastilla —respondí, y tomé otro sorbo del tal Château. No costaba habituarse a aquella bebida.

—No hablaba de hambre, sino de si te apetecía comer algo —dijo con una sonrisa—. Los vampiros ansiamos la sangre, pero eso no significa que tengamos que renunciar a los placeres culinarios. ¿Te he comentado ya que tengo a bordo un cocinero con tres estrellas Michelin?

—No, no me lo habías dicho.

—Tengo a bordo un cocinero con tres estrellas.

Lo dijo sonriendo de tal manera que me temblaron las rodillas.

Aquel vampiro causaba estragos en las mujeres. Sobre todo en las vampiras con alma.

Poco después degustábamos el menú más fantástico de todos los tiempos: carne de búfalo mozambiqueño, queso de cabra tibetano y un tiramisú andaluz tan delicioso que jamás volvería a probar un tiramisú italiano. Eran exquisiteces que habrían dejado sin aliento incluso a los críticos gastronómicos más insensibles.

Mientras comíamos, Drácula me habló de lugares recónditos llenos de belleza que quería enseñarme: la ciudad africana oculta de B’wana, cuyas ruinas se encontraban en la jungla congoleña, o el legendario templo de las flores de loto en Birmania. Drácula describía la hermosura de esos lugares con tanta viveza que sus descripciones me estimulaban aún más que los magníficos platos y el magnífico vino. Yo no tenía ni idea de que en el mundo moderno, donde todo estaba medido y registrado, existían tantos lugares recónditos llenos de misterio, encanto y belleza. Tenía que ser fascinante viajar a ellos con Drácula. En comparación, un viaje a las islas Mauricio con Hugh Grant, como el que había hecho mi antigua compañera de trabajo Lena, seguro que más bien parecía una visita al zoo de una ciudad de provincias.

Mentalmente, ya no estaba en el jet privado, comiendo y bebiendo, sino que recorría con Drácula el templo lleno de lotos y olía sus flores.

—¿En qué piensas? —preguntó Drácula, interrumpiendo mi paseo mental.

En vez de contestar, dejé el tenedor y lo observé. Tenía unos ojos en los que podías perderte. A juego con sus labios sensuales. Y con el rostro aristocrático y pálido. Y con el cuerpo musculoso. Seguro que tenía una buena tableta de chocolate debajo de la elegante camisa, y que la báscula de grasa de su cuerpo estaba en paro. ¿Cómo sería hacer el amor con Drácula en el templo de las flores de loto? Cheyenne me había contado que era un virtuoso en la cama.

¡Alto, alto! ¡No podía pensar en eso!

Por otro lado, ¿por qué no podía imaginarlo? ¿Por qué iba a tener remordimientos si me acostaba con Drácula? ¿Por Fsuleifka-Frank?

Deseaba a aquel hombre..., vampiro..., propietario de un jet privado... Y él me quería a mí. Se notaba a simple vista. Lo suyo no era lascivia. Sino amor. Increíble, ¡un hombre como él se había enamorado precisamente de mí, de Emma von Kieren!

Pero, ¡alto, alto! Quizás todo aquello no era más que un truco para seducirme. Probablemente habían echado alguna sustancia en la comida para sugestionarme. De lo contrario, ¿cómo podía explicarse que lo deseara tanto y que apenas pensara en mi familia? De Drácula se podía esperar cualquier vileza, aunque no hubiera sido Drácula, sino solamente el jefe del consorcio de Guguel.

—¿En qué piensas? —volvió a preguntar.

—¿Le has echado algo a la comida? —le pregunté directamente.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Para ponerme.

—¿Significa eso que me deseas? —replicó contento.

Ups.

Tenía que salir rápidamente de aquel lío, y contesté:

—Ejem..., no..., no, ¿cómo se te ocurre?

—Porque sospechas que te he echado unas gotas de afrodisíaco en la comida.

—Ejem, sí, podría pensarse eso... —admití.

—Pero si te hubiera echado unas gotas...

—... ¡no habrían hecho efecto! —me apresuré a completar la frase.

Drácula me observó. Divertido. No me creyó. Luego sonrió cordialmente y dijo:

—Si algún día me deseas, queridísima Emma, tendrá que ser por tu propia voluntad y no porque yo recurra a las malas artes. Un verdadero amor tiene que basarse en la sinceridad y la verdad.

—Bi... Bien —repliqué.

Pero no estaba bien. Drácula no me ponía porque le hubiera hecho algo a la comida, sino que me ponía porque me ponía. Y si no pensaba en mi familia no era porque él intentara engañarme; no pensaba en mi familia porque no pensaba en mi familia. Y, en aquel momento, eso no me provocaba remordimientos porque no tenía remordimientos.

A no ser que... Drácula me mintiera y hubiera adulterado la comida.

—¿Me estás mintiendo? —le pregunté a bocajarro.

—No —contestó, alto y claro, y sin pestañear.

Reflexioné sobre la respuesta y pregunté:

—¿Eso último era mentira?

—No.

—¿Y esto?

—Así no lo averiguarás nunca —dijo sonriendo cariñoso.

No iba desencaminado.

—Tienes que indagar dentro de ti misma —dijo Drácula con dulzura— si tu deseo es o no verdadero.

Indagué dentro de mí misma y lo constaté: mi deseo era sincero. Y no sólo eso, la sensación era rematadamente agradable. Drácula me amaba, yo lo deseaba y estaba sola. Separada de mi marido infiel y de unos hijos desagradecidos. Podía vivir mi propia vida. ¡Merecía vivir mi propia vida! Y merecía disfrutarla. ¡Nadie podía prohibírmelo!

Quería gozar de inmediato de mi libertad. Por eso le pregunté a Drácula directamente:

—¿Te importa que te bese?

No esperé la respuesta. Me incliné hacia él por encima del tiramisú andaluz y de la mesa, y posé mis labios suavemente sobre los suyos. Eran fríos, como los míos. Pero —espero que se me perdone la cursilada, pero a veces las cursiladas son sencillamente ciertas— cuando nuestros labios se tocaron, la pasión ardió como el fuego. Drácula besaba como un gran maestro. Por lo visto, había aprovechado su vida inmortal para perfeccionar la técnica del beso. Pasaron minutos sin que nos apartáramos el uno del otro; por suerte, los vampiros no necesitábamos respirar.

Cuando finalmente separó sus labios de los míos, me costó permitírselo. Drácula habló un momento por el interfono y dio a la tripulación una grata orden:

—Que no nos moleste nadie hasta que aterricemos.

Luego volvió a besarme y me desnudó lentamente. Y puesto que mi físico de vampira era mucho más atractivo que el anterior, no tuve que preocuparme por la luz, ya que no había ninguna parte de mi cuerpo que hubiera preferido descubrir en la penumbra la primera vez. Sólo pensé: «¿Aterrizar? ¿Quién quiere aterrizar?»

ADA (10)

Avanzaba como un torbellino por encima del desierto, donde el sol comenzaba a ponerse. Immo volaba detrás de mí a una distancia prudencial: le había dicho que no se atreviera a mezclar su arena con la mía.

Sobrevolé a toda velocidad un mar, que no sabía si era el mar Rojo, el mar Muerto o el mar que Fuera. Tendría que haber atendido más en clase de geografía. Luego volví a surcar el aire a toda mecha por encima de la tierra. Pero volara hacia donde volara, me arremolinara sobre la ciudad árabe que fuera, desde mi perspectiva de Google Earth no vi ejércitos oprimiendo a la población ni policías golpeando a manifestantes. Nadie a quien poder cantarle las cuarenta ni enseñarle qué es la peste.

Finalmente sobrevolé una ciudad portuaria árabe. Allí, en un callejón mugriento con edificios torcidos, divisé a dos chicos que le estaban dando una paliza a un hombre trajeado y con un gran mostacho. Eso era mejor que nada.

Descendí como un remolino desde una gran altura y vi que los dos matones intentaban esconderse de mi tormenta de arena detrás de unos cubos de basura. Su víctima bigotuda no tuvo fuerzas para levantarse y se quedó tirada en el suelo. Caí en el callejón en forma de arena y me transformé en momia. Los dos tíos demostraron que no eran tontos del todo y se agazaparon aún más detrás de los cubos de basura.

—Levantarse hoy no ha sido buena idea —les grité, y primero los machaqué con la peste.

Les salieron bubones en la cara y, al cabo de unos segundos, tenían el aspecto de las criaturas contra las que Frodo luchaba en
El señor de los anillos
. Luego les mandé un enjambre de mosquitos y, como final glorioso, un pequeño aguacero de ranas. Cuando acabé, los dos yacían hinchados y desmayados en el suelo.

Sin embargo, por alguna razón que se me escapaba, aquello no me hizo feliz. En cierto modo, esperaba que me complacería hacerles tragar a los malos un poco de su propia medicina. Pero se me atragantó a mí lo que les había hecho.

El bigotudo recobró el conocimiento, se levantó a duras penas y dijo respetuoso:

—No sé qué clase de criatura maravillosa eres, pero has obrado bien.

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