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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (13 page)

BOOK: Una familia feliz
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—¿Pasaste una noche con él?

No me lo podía creer, y aún menos que él no la hubiera mordido.

A Cheyenne le brillaron los ojos, y puesto que le encantaba hablar de su vida amorosa, empezó a relatar:

—Vlad tiene mucho, pero que mucho aguante. Tiene una cosita muy dura...

—¡Retiro la pregunta! —la interrumpí de inmediato.

Sabía que le gustaba entrar en detalles cuando se refería a los atributos anatómicos de sus amantes, algo que no siempre era para alegrarse, sobre todo cuando hablaba de sus ligues entraditos en años. Además, no quería imaginar cómo era Drácula en la cama ni cuánto aguante tenía. Después de todo, en ese sentido, Frank era más bien un mosquetón. No solía tener más que un disparo. Pero eso no dejaba de tener su gracia después de un día estresante en la librería.

—¿Lo llamas... cosita? —dijo Drácula dirigiéndose a Cheyenne.

—O pilila.

Fue la primera vez que Drácula ponía cara de perplejidad desde que había hecho acto de presencia. Aunque sólo por unas décimas de segundo; luego volvió a sonreír.

—Mi querida Cheyenne, me gustaría estar a solas con Emma.

Saltaba a la vista que Cheyenne estaba desbordada. Comprendía que no tenía nada que hacer con un hombre que usaba una crema anti-edad excelente. Pero no era capaz de definir qué tipo de criatura era aquella con la que había pasado una larga noche de amor. O a lo mejor no quería. Cosa comprensible. En cualquier caso, no insistió y nos dejó marchar, aunque mirándonos confusa y un poco temerosa.

Drácula me llevó hacia una vieja limusina Bentley. Delante había un chófer humano vestido con una elegante librea. Estaba para comérselo. No porque fuera guapo, que no lo era. Para ser exactos, parecía una mezcla de príncipe Carlos y Joachim Löw. Del primero tenía las orejas y del segundo, el pelo. No, el chófer estaba para comérselo porque la sangre corría por su yugular. Sangre embriagadora, fascinante. Casi podía olerla y quise probarla de inmediato.

Pero, al parecer, el hombre tenía más experiencia que yo con vampiros hambrientos. Al ver mi mirada voraz, se sacó un pequeño y discreto crucifijo del bolsillo de la librea. La sola visión tuvo un efecto nauseabundo sobre mí: me ardieron las entrañas. Retrocedí asustada y no me atreví a acercarme más a él. Noté instintivamente que, si me aproximaba a la cruz ni que fuera un metro, los órganos que aún me quedaban se desgarrarían. Y si la tocaba, me convertiría en carne a la brasa. Estaba claro que los vampiros eran alérgicos a la cruz. Por lo tanto, Dios no estaba de parte de esas criaturas. Y no cabía duda: tampoco estaba de mi parte. (De hecho, eso ya lo tuve claro —como muchas otras mujeres embarazadas— mientras tenía contracciones en la sala de partos. Me refiero a que, siendo Todopoderoso, ¿no podría haber ideado un parto un poco más agradable?)

El chófer guardó la cruz, me abrió la puerta de atrás de la limusina y me senté en el asiento trasero de piel.

Me sentía demasiado débil para sentarme como es debido y me derrumbé en el asiento.

—¿Adónde vamos? —pregunté con los ojos entrecerrados.

Antes de perder el conocimiento, oí la respuesta del príncipe de los malditos:

—Hacia un futuro juntos.

ADA (5)

El cráneo me retumbaba bestialmente. Más que el día que, en la fiesta de Jenny, jugamos a un juego de dados llamado «Da igual lo que saques, tú priva». Si no hubiera llevado ya vendas, seguramente habría necesitado una para la cabeza. Por si fuera poco, tenía el cuello agarrotado. Con todo, estaba mejor que el McDonald’s. Se notaba que allí había peleado una pandilla de roqueros contra un puñado de monstruos. Contemplé aquel paisaje desolado: papá y Jacqueline se levantaban a duras penas, y Max, que estaba debajo de una mesa con las patas estiradas hacia arriba, parecía un nadador de natación sincronizada varado en la playa. ¿Qué hacía ahí el tontaina? Tanto daba, si encima tenía que pensar en eso, nunca se me pasaría el dolor de cabeza.

Eché un vistazo alrededor: no se veía a mamá por ninguna parte. Oh, oh, ¿no se la habrían llevado los roqueros?

Mientras miraba nerviosa por todas partes, entró Cheyenne.

—¡Tenemos que largarnos enseguida, antes de que llegue la bofia!

—¿Ufta Efma? —le preguntó papá.

—Eso mismo iba a preguntar yo —dije.

—Ya hablaremos de Emma, pero ahora tenemos que procurar poner tierra de por medio.

Cheyenne nos miraba tan nerviosa que pusimos pies en polvorosa. Pasamos corriendo junto a los dos roqueros que yo había hipnotizado. Ver a aquellos tíos dándose de cabezazos aún me causó más dolor de cabeza. Como momia amable que era, les dije:

—Quiero que dejéis de chocar con la cabeza.

Los roqueros lo hicieron, pero por desgracia seguían conectados en modo lucha y nos atacaron. Papá los agarró y los arrastró hacia el servicio de hombres. Aún no habían pasado ni treinta segundos cuando salió. Sin ellos.

Una vez en la furgoneta VW de color amarillo chillón, mientras Cheyenne salía a toda velocidad del área de servicio para entrar en la autopista, le pregunté a papá:

—¿Qué les has hecho a esos tíos?

Como su capacidad de expresión no era genial, cogió lápiz y papel, garabateó algo y luego me enseñó un dibujo como respuesta:

Mientras papá dibujaba, Max se encogía en silencio en un rincón de la furgoneta. La cutre estaba sentada delante y se burlaba de él a tope:

—La próxima vez te buscaremos un contrincante que esté a tu altura. Quizás una niña de cinco años. Mejor ciega. Y le ataremos el brazo derecho a la espalda...

Max se moría de vergüenza. Si alguna vez había querido algo de la tal Jacqueline, estaba claro que ella le había perdido todo el respeto y que no tenía ninguna posibilidad. Igual que yo con Jannis.

—Mejor —prosiguió la cutre, y se divertía bestialmente—, antes rociaré a la niña con un poco de insecticida...

«También podría rociar a Jannis», pensé, y me enfadé conmigo misma por malgastar mis pensamientos en ese tío a pesar de la locura que estábamos viviendo y a pesar de la ausencia de mamá. ¡Eso tenía que acabarse! Tenía que olvidarlo. No podía permitir que un tío así dominara mis pensamientos, ¡no podía tener tan poca dignidad!

Al cabo de un rato, Cheyenne paró el coche en un pequeño camino forestal, nos abrió la puerta corredera y dijo:

—Si alguien tiene que salir a hacer sus necesidades...

Max salió volando de la furgoneta hacia el matorral más cercano, y la cutre dijo:

—Yo también tengo que ir a jiñar.

Puse los ojos en blanco.

—Qué bien que nos lo comuniques...

—Sé cómo alegrar a la gente —dijo sonriendo burlona, y desapareció entre los matorrales.

Yo me volví hacia Cheyenne.

—¿Dónde está mamá? —le pregunté, bestialmente preocupada.

—No te lo vas a creer —contestó titubeando.

—¿Dónde está mamá? —pregunté más enérgicamente.

—No te lo vas a creer.

—¿¿¿Dónde está mamá???

—Está con un hombre, y empiezo a temer que es Drácula...

—No... no me lo creo —balbuceé.

—Ya te lo había dicho.

Estaba confusa: ¿tenía razón Cheyenne o iba fumada?

—Es la verdad —dijo cabizbaja—. Sólo nos queda esperar que vuelva.

Me alejé de la furgoneta hacia el bosque, preocupadísima. Si mamá estaba de verdad con Drácula (en nuestro nuevo y bonito mundo de monstruos nada parecía imposible), estaría en peligro. O peor todavía, iría de caza con Drácula, mordería a la gente en el cuello y produciría un montón de vampiros. Luego se convertiría en la líder de esas criaturas y de noche celebraría orgías salvajes con ellas...

¡Oh, oh! Si existían dos palabras que nunca, pero lo que se dice nunca, podían estar en la misma frase, eran «mamá» y «orgía».

Pasé junto a árboles gruesos, que no tenía ni idea de qué eran (la biología nunca me había interesado mucho), y respiré tan hondo como las malditas vendas me permitían. Al doblar por un recodo, me topé con un trabajador forestal de unos veinte años, vestido con camisa de leñador y que, al verme, gritó:

—¡AH!

—¡Mierda! —grité yo también—. ¡Qué susto me has dado!

Entonces observé con más detalle al tío, que se había quedado paralizado al verme: tenía ese aire perfecto de chico sencillo y dulce, que también podía gustarle a una chica como yo. Recordé lo que me había propuesto hacer si me encontraba a un chico guapo.

Dudé por un momento, no estaba segura de si debía hipnotizarlo. Pero me dio la sensación de que me volvería loca si no me distraía un poco. Por ser una momia, por mi madre desaparecida y porque seguía pensando en el idiota de Jannis. De forma lenta, pero segura, comenzaba a odiarme por ello. Tenía que olvidarlo de una vez por todas si quería volver a sentir algo parecido al respeto por uno mismo. Y quizás el leñador podría ayudarme.

—¿Quién... o qué eres? —me preguntó confundido.

Lo miré profundamente a los ojos y contesté:

—¿Quién voy a ser? Tu gran amor.

Poco después me masajeaba gozoso el cuello agarrotado.

EMMA (8)

Me despertó el maravilloso olor dulce de la sangre. Recuperé el ánimo como si me hubieran enchufado con una cánula a una tubería de cafeína. Abrí los ojos de golpe y vi que Drácula sostenía delante de mis narices un tubo de ensayo lleno de sangre roja y luminosa. Comprendí que esa cantidad no bastaría para acallar mi sed, pero quería hacerme con ella a toda costa. Por desgracia, Drácula apartó la sangre y dijo:

—Ahora que estás despierta, ordenaré que te sirvan la comida.

—¿Comida? —grité—. ¡No quiero comida! ¿Estás chalado o qué?

—¿Cómo dices? —Drácula me miró ofendido; por lo visto, el príncipe de los malditos no estaba acostumbrado a que le dijeran que estaba chalado.

—Digo que tienes la cabeza llena de murcielaguitos... —le expliqué.

—Sé muy bien qué significaba —me interrumpió, mascullando las palabras.

Antes de que continuara mascullando, por una puerta de roble macizo entró un mayordomo. Entonces me di cuenta de que estaba en un salón palaciego. En las paredes había pinturas al óleo colgadas, eran retratos antiguos de malvados señores del castillo, a los que no me habría gustado encontrarme a oscuras siendo humana, pero sí siendo una vampira hambrienta. Yo estaba en una butaca de madera maciza que parecía un trono, sentada a una mesa de roble en la que, si alguien hubiera querido hablar con la persona que había en la otra punta, habría necesitado un megáfono. Habría preguntado cuánto gastaban en calefacción para caldear un salón tan grande y con techos tan altos, si no hubiera sido porque deseaba con tanto ardor la sangre del tubo de ensayo. O la del mayordomo. Por desgracia, en su cuello también se balanceaba una cruz. Me levanté de un salto y me aparté instintivamente de aquel hombre, aunque todavía se encontraba a unos metros de distancia.

—Todos mis empleados humanos llevan una cruz —dijo Drácula sonriendo—. Seguramente te preguntarás por qué lo permito.

No, lo que yo me preguntaba era cómo podía hincarle el diente al mayordomo.

—También tengo vampiros trabajando para mí de guardaespaldas, y digamos que no saben controlarse mucho, de modo que los empleados humanos tienen que protegerse de ellos. Esos vampiros son alérgicos a la cruz, pero yo no.

Eso despertó mi curiosidad por un momento.

—La cruz sólo afecta a los vampiros que eran cristianos cuando eran humanos. Pero yo nunca he profesado ninguna religión.

Tonta de mí, y yo que siempre había pensado en apostatar, pero nunca había llevado a la práctica el plan. Si lo hubiera hecho, no sólo me habría ahorrado pagar impuestos, sino que ahora también podría convertir al mayordomo en comida.

Con mucha calma, éste puso sobre la mesa una bandeja con un plato de porcelana y una campana de plata encima.

—Tu comida —dijo Drácula.

Me acerqué al plato y levanté la campana. Pero debajo no había carne roja ni morcilla, ni siquiera una salchicha con patatas fritas y ketchup. Allí sólo había una pastillita roja. Titubeé. ¿Qué clase de pastilla sería? ¿Éxtasis? ¿LSD? ¿Vitaminas? Me la quedé mirando, perpleja. No recuperé el habla hasta que el mayordomo salió parsimoniosamente del salón.

—¿Dónde estamos? ¿En un programa de cámara oculta? —despotriqué.

—Tómate la pastilla y tu ansia sanguinaria se disipará —contestó Drácula.

—Como no me des la sangre ahora mismo... —grité fuera de mí.

Arrojé la campana contra la pared, donde chocó estrepitosamente, y me lancé hacia el tubo de ensayo que estaba sobre la mesa. Pero Drácula fue más rápido y se lo guardó en el bolsillo del traje.

—¿Hablo en suajili o qué? —grité—. ¡Que me des la sangre, capullo!

Intenté meterle la mano en el bolsillo de la americana, pero se apartó con elegancia y estuve a punto de caerme. Drácula era flexible como Nurejev y, comparado con él, mis movimientos parecían tan elegantes como los de un hipopótamo con cólicos.

—No puedes quitarme la sangre y tampoco puedes herirme con palabras —dijo.

—¡Eso ya lo veremos! —grité, definitivamente fuera de mis casillas, y solté todos los insultos que me vinieron a la cabeza. Realmente todos—: ¡Cretino!... ¡Ameba!... ¡Pilila!

—No eres muy objetiva —comentó Drácula.

—¡Pilila pequeña!

—Muy poco objetiva y en absoluto acorde con la realidad —dijo ofendido.

Por lo visto, las palabras sí podían herirlo. ¡Bien!

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