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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (48 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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—¿Qué quiere? —preguntó, como si no hubiese sabido que estaba yo allí y no se hubiese percatado de mi presencia hasta ese momento. Se dirigió a una estantería y allí fingió estar ocupado buscando un volumen—. ¿Y cómo se atreve a venir aquí con esa marca en la cara, que parece usted un rufián callejero recién salido de una trifulca?

Pensé que me gustaría enseñarle cómo se comportaba un rufián callejero en una trifulca, pero procuré concentrarme en el asunto que nos traíamos entre manos.

—Vengo a informarle de mis progresos.

Dio unos golpecitos con el pie, pero no se volvió para mirarme.

—Qué espantoso aburrimiento. ¿No le había dicho que se mantuviera alejado de aquí?

—Si lo prefiere, podemos retirarnos a un café a continuar con nuestros negocios.

—¿Negocios dice usted? —se volvió para mirarme, con la cara retorcida en una mueca de desprecio y superioridad, no cabe duda de que practicada durante horas frente al espejo—. Eso es inexplicablemente presuntuoso, ¿no le parece? ¿Y por qué íbamos usted y yo a tener negocios juntos, si se me permite la pregunta?

—Usted contrató mis servicios, señor Balfour —respondí, con cuidado de mantener el tono tranquilo.

Balfour resopló.

—Supongo que es cierto que hice una cosa así de ridícula, ¿verdad? Bueno, pues ahora me arrepiento. Madre y yo hemos arreglado nuestras diferencias, y ya no me hace falta preocuparme por asuntos sórdidos de corredores y judíos.

Echó un fugaz vistazo en derredor, ansioso por encontrar una palabra definitiva con la que poner punto final a nuestra conversación, pero yo no estaba dispuesto a dejarle ir así como así. No podía decir por qué quería deshacerse del asunto, ni siquiera que me importase gran cosa, pero sí creía que tenía información que podía serme útil.

—Dígame —comencé, como si nuestra conversación hubiera sido de lo más agradable hasta ese momento—, ¿sabe usted si su padre tenía negocios con la Compañía de los Mares del Sur?

—No puedo decirle que lo sepa ni que me importe —me dijo con impaciencia—. Realmente debo pedirle…

Decidí no dejarle pedir nada.

—Señor Balfour, estoy ahora absolutamente convencido de que mi padre fue asesinado, pero no he encontrado pruebas que vinculen su muerte a la de su padre. Si desea usted descubrir la verdad acerca de este asunto, voy a necesitar al menos que colabore conmigo.

—Mi padre era un viejo tonto —me respondió—. Un comerciante ambicioso, y nada más. Nadie se molestaría en matarle. Es hora de que se vaya, Weaver.

Me levanté despacio.

—¿Ya no le interesa recuperar las acciones que usted creía que le habían robado a su padre?

—Siempre termina siendo un asunto de dinero con ustedes, ¿verdad, Weaver? Dígame, ¿ha oído hablar del pequeño judío que se mató al caerse del balcón del teatro de Drury Lane? El empresario le entregó amablemente a la pobre y llorosa madre una bolsa de plata para mostrar cuánto lo sentía. «Pero, señor —dijo la judía—, tiene que darme además medio chelín, porque el pequeño Isaac sólo vio media representación, así que le hubieran devuelto la mitad del precio de la entrada» —soltó una carcajada, pero era forzada. Yo me mantuve impasible.

Balfour me estudió durante un momento y luego se fue hacia la puerta.

—Igual que cualquier otro trabajador, puede usted presentarme una factura por el trabajo que haya realizado. Ahora, estoy seguro de que sabrá disculparme, pues tengo otros asuntos a los que atender.

Me preguntaba hasta dónde podía presionar a Balfour y qué ganaría con seguir presionándole. La reconciliación con su madre había acabado claramente con cualquier deseo que tuviera de conocer las circunstancias que rodearon la muerte de su padre. ¿Le resultaba yo ahora un incordio? ¿Un recuerdo de los espantosos meses en que su futuro pendió de un hilo? ¿O se había enterado de algo que no quería que yo supiese? Quizá la conexión entre su padre y el mío no era tan amistosa como yo había sospechado. Balfour era débil; había perdido la independencia, y su riqueza estaba en manos de una madre a quien apreciaba poco —una madre, no podía menos de suponer, que torturaría a Balfour en pago por recuperar su riqueza—. Vi que perdía muy poco intentando hacerle ceder.

—Me importan muy poco las pequeñas inconveniencias que mi investigación le suponga. Y debo recordarle también, señor, que estoy investigando un asesinato, y si usted tiene información que pueda ayudarme en mis pesquisas, está usted obligado a ofrecérmela. Si no es aquí, o en un lugar privado que usted escoja, entonces quizá en una de las salas de justicia de Su Majestad.

Balfour me examinó, y con un arranque de fortaleza que yo no hubiera asegurado que poseía, decidió hacer caso omiso de mi advertencia.

—Salga de mi casa, Weaver. No tengo nada más de qué hablar con usted.

—Muy bien —me levanté y me puse el sombrero bajo el brazo—. Ya veo que no voy a obtener colaboración alguna por su parte. Esa es su elección, pero le aseguro que ahora estoy interesado independientemente en la muerte de su padre, y tengo intención de proseguir con mis averiguaciones.

—Francamente, Weaver, se puede ir usted al diablo, a mí me da exactamente igual. Lo único que quiero es que se mantenga fuera de mi camino.

Sonreí y di un paso al frente hasta estar muy cerca de él —demasiado cerca como para que se sintiera cómodo—. Lo miré fijamente, aprovechando mi superior altura.

—¿Y cómo se propone usted detenerme, señor Balfour, si decido no obedecerle?

Balfour tartamudeó mientras forcejeaba con las palabras.

—Se lo prometo, no voy a tolerar más groserías —dio un apresurado paso atrás y se chocó abruptamente con la pared, asustándose—. ¿Se cree usted el único hombre de Londres que sabe defenderse? ¿Se cree usted que porque sea indigno de un caballero honorable retarle a un duelo, no existen otros medios para deshacerse de un desgraciado como usted? No juegue más con mi paciencia, judío. Fuera de aquí.

—Volverá a saber de mí —le dije, poniéndome el sombrero—. En cuanto tenga más preguntas que hacerle.

Dejé a Balfour allí, mudo de asombro, agarrándose una mano con la otra y seguro que agradeciendo a los poderes del universo que nuestro altercado no hubiera tenido testigos. Por mi parte, me costaba mucho perdonar a esta rata, que me había embarcado en esta empresa tan peligrosa sólo para luego perder interés y obstruir mi camino. Mi furia contra Balfour era tan profunda que supe que iba a pasarme todo el día distraído si no le devolvía el golpe, de modo que de camino a casa visité a un alguacil que no me conocía. Bajo un nombre falso, puse una orden de arresto contra Balfour por valor de cincuenta libras. El arresto no acarrearía mayores consecuencias —sería desechado por los tribunales inmediatamente— pero me proporcionaba un gran placer imaginarme su confusión cuando un rufián le arrancase de algún lugar público y se viera encerrado en un calabozo hasta que encontrasen a un abogado que hiciese desaparecer todo el asunto.

Al perpetrar mi jugarreta contra Balfour no me di cuenta de que estaba participando en una pequeña ironía del destino. Mientras caminaba por las calles, intentando adivinar el significado de la falta de modales de Balfour, me percaté de que había un sujeto caminando unos veinte pies por detrás de mí intentando seguir mis pasos. Al principio de percibir su presencia, no estaba seguro de que me estuviese siguiendo de verdad, así que apreté el paso, esquivando con rapidez a una mujer que empujaba una carreta llena de verduras y a otra que vendía ostras a gritos. Por el rabillo del ojo vi que el sujeto seguía intentando no perderme de vista. Mi perseguidor era altísimo, quizá unos seis pies y medio, y también sorprendentemente flaco. Sus ropas eran adecuadas y estaban limpias, como si fuera un tendero o un sirviente de bajo nivel, y acababa de afeitarse. Lo cierto es que no se parecía en nada al tipo de bellaco que Wild solía tener a su servicio, pero el tipo me estaba siguiendo por alguna razón, y yo, con el encuentro nocturno con el carruaje aún fresco en la memoria, decidí considerarle peligroso hasta que no me demostrase lo contrario.

Manteniéndole a distancia como buenamente pude, me deslicé por un callejón que sabía que no tenía salida. Avanzaba en línea recta unos cien pies aproximadamente, y después de una curva cerrada, se cortaba unos veinte pies más adelante. Era un callejón asqueroso, ya que la gente de las casas de alrededor vaciaba sus aguas por las ventanas que daban a él. Las ratas chillaban ruidosamente mientras yo avanzaba al trote entre la porquería, que se me pegaba a las botas y a las medias. Me concentré en mi objetivo; fingí que no olía nada. No tenía tiempo para sentir repugnancia, porque los montículos de excrementos y los charcos de orín iban a ser mis aliados, siempre y cuando el estómago de mi perseguidor se revolviese y el mío se mantuviese sereno.

Y funcionó, porque entró despacio en el callejón. Sus propios zapatos de cuero fino le proporcionaron mucha menos protección que mis más consistentes botas. Le oí avanzar con dificultad, maldiciendo en voz baja mientras avanzaba vadeando hacia mí. Como yo ya había doblado la esquina, no podía verle, pero oía cada lento, doloroso y repulsivo paso. Le oí resbalarse, le oí salpicar, y luego oí un largo murmullo de juramentos. Si tenía el mismo conocimiento que yo de las calles de Covent Garden, sabía que el callejón era ciego y que al final iba a encontrarme acorralado. Así que siguió avanzando, reprimiendo una arcada, sobresaltándose ante las ratas, gimiendo por el frío de sus pies sumergidos. Por fin dobló la esquina oscura y, sin verme, dio unos cuantos pasos al frente, que era precisamente lo que yo esperaba que hiciese.

Salté desde el estrecho muro al que me había encaramado, y junto al cual había pasado el sujeto sin percatarse de mi presencia. Al aterrizar justo detrás de él, con la porquería salpicándonos a los dos, saqué la pistola del chaleco y le apunté en toda la cara.

—Ahora, mi cagado amigo —dije con una sonrisa despectiva—, vas a decirme quién eres y por qué me sigues, o te vas a pudrir aquí sin que nadie se dé cuenta hasta que las lluvias te lleven.

Estuvo a punto de hincarse de rodillas, pero enseguida se dio cuenta de que no era buena idea, y en lugar de eso dio unos pasos inciertos hacia delante y hacia atrás, juntando las manos en señal de súplica.

—No me mate, señor Weaver. Es mi primer día, y sólo quería hacerlo bien.

Sorprendido, pero cauteloso aún, le pregunté quién era y por qué me estaba siguiendo.

—Trabajo para el juez Duncombe, señor. Es el juez de paz. Me ha mandado que viniera a buscarle. Es la primera vez que lo hago, señor, como alguacil.

—¿Y qué quiere el juez de mí? —le pregunté, agitando aún la pistola ante su cara, aunque ahora con más despiste que malicia.

—Quiere tomarle declaración en su sala, señor —tartamudeó el pobre alguacil, con lágrimas en los ojos—. Está usted arrestado, señor.

El juez John Duncombe podía ser descrito como una anomalía dentro del corrupto sistema judicial de Londres. Como buen administrador de justicia, era capaz de vender un veredicto de forma muy barata, antes que dejar pasar la oportunidad de incrementar su salario. Pero si no había soborno que perder no solía, como muchos otros administradores de justicia, evadir sus responsabilidades o juzgar con arbitraria crueldad. En lugar de eso, libre de los grilletes de la corrupción, había elegido dedicarse a la verdadera justicia con vigor y a menudo con sabiduría. Se decía de John Duncombe que la corrupción de la justicia era su negocio, pero la búsqueda de la justicia su placer.

No sabía si Duncombe me había llamado a su tribunal de Great Hart Street por negocios o por placer. Esperé con expectación, junto con el alguacil, atrayendo ambos miradas de burla por parte de putas y faltreros, hasta que Duncombe nos llamó al estrado.

Presidía su tribunal en un espacio bastante amplio pegado a sus propios aposentos, que se encontraban en el piso de arriba. Quizá los anteriores inquilinos hubieran utilizado la sala para bailes o entretenimientos de ese tipo, pero ahora albergaba sólo a los más desgraciados de las calles de Londres. El juez estaba sentado detrás de su imponente escritorio en un extremo de la sala, rodeado de alguaciles, secretarios y criados. Su mesa estaba cubierta de pilas de documentos, con unos pocos libros de derecho esparcidos aquí y allá, y una gran botella de vino de oporto, de la que a menudo se llenaba el vaso. A aquella hora, en plena tarde, el tribunal no estaba tan repleto de la gente más ruin que podía verse cruzar sus puertas. La costumbre de Duncombe era encargarse a primera hora de la mañana de la cosecha nocturna de prostitutas, borrachos, sinvergüenzas, allanadores de morada, atracadores y demás criminales recogidos por los guardias nocturnos.

Durante el día, un juez como Duncombe se encargaba de los asuntos retrasados que tuvieran que ver con estos criminales —como por ejemplo revisar el caso de un vagabundo a quien había condenado a unas cuantas semanas de trabajos en Bridewell— o tomaba declaración o revisaba los casos de mayor calado que se le presentaban.

Duncombe era un hombre avejentado, de mandíbula prominente, con los ojos pequeños y una nariz enorme llena de verrugas. Le quedaba sólo un escaso número de dientes, así que su rostro se derrumbaba grotescamente en torno a su boca, haciéndolo parecer un saco vacío colgando bajo una peluca amarillenta. Lo observé, pero no pude oír lo que le decía a una mujer de pie frente a él. Era joven, estaba muy sucia del arroyo de las calles, y sus ropas no hacían sino cubrir los secretos más delicados de su anatomía femenina. Duncombe le hacía preguntas con el rostro pétreo. Ella contestaba entre sollozos. Finalmente el juez realizó algún tipo de pronunciamiento, y la mujer se hincó de hinojos, dándole gracias a Dios a gritos. Uno de los alguaciles se acercó, la ayudó a levantarse y se la llevó fuera mientras ella bendecía a Duncombe con toda el alma. Esperé que su felicidad fuera un buen presagio para mí.

—¿Señor Benjamin Weaver? —pronunció mi nombre en voz muy alta, para que se le oyese bien.

Duncombe examinó la sala con la mirada hasta que sus ojos se posaron en mí. Se negó a establecer ninguna intimidad conmigo, aunque me conocía perfectamente; yo frecuentaba su tribunal como testigo cuando traía ante él a faltreros a quienes había capturado, y le visitaba con cierta regularidad para obtener órdenes de arresto y procurarme alguaciles, pero a Duncombe no le gustaban gran cosa los apresadores de ladrones, y creía que yo debía de ser tan deshonesto como el resto de quienes se dedicaban a esa tarea.

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