Un talibán en La Jaralera (15 page)

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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

BOOK: Un talibán en La Jaralera
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—Muchas gracias, Cristián. Has hecho un gran negocio.

—Un abrazo, Moby.

Es un sablista nato, pero me hace gracia. A nadie se le ocurre vender un paisaje de Velázquez con un tren echando chispas por la chimenea de la máquina. Pero necesita esos doce mil euros, y no seré yo el que se los niegue.

—Tomás, si en mi ausencia viene mi primo Moby, dejo en el cajón un sobre para él. Te entregará un cuadro.

—¿De quién es esta vez, señor?

—De Velázquez. Paisaje con tren.

—La verdad es que su primo tiene gracia.

—Te lo regalo y lo cuelgas en tu casa del Puerto.

—Se lo aceptaré cuando lo vea. Pero gracias, señor.

—Otra cosa, Tomás. Me voy a Sevilla a visitar al asesino. Dile a Pepillo que deje de fornicar porque tiene que llevarme. Me da pereza conducir, con este calor y tanta calima. Y a mi madre le cuentas lo que se te ocurra.

—Ya ha preguntado por usted. Quiere saber si ha encargado una imagen para la capilla.

—Horror.

—En efecto, señor.

Mamá cuando se empeña en algo, no ceja, no abandona, jamás se rinde. Hasta que no vea a la bisabuela Hendings en la capilla no va a parar. Lo arreglaré más tarde. Ahora a Sevilla, a tratar con el terrorismo internacional.

Don Crispín amaneció aturdido. No pudo dormir en toda la noche. La conversación con don Ignacio y Ramona, el choque de sensibilidades, la sorpresa de tan anómala relación, le había dejado chocho mental. Si ya estaba decidido a dimitir de su función, con lo último no existía posibilidad de vuelta atrás en su determinación. Hablaría con la marquesa. Ahí no se podía continuar.

La marquesa desayunaba. María acompañaba con serena atención sus movimientos. Tenía que aprovechar la coyuntura. Desde que se mudaron de nuevo a la casa grande, el marqués había considerado que el servicio contratado de seguridad no era ya necesario. Y su Aureliano, tan lejano y ausente, le hacía daño.

—Señora marquesa. Para mí, que en esta casa no hay seguridad ninguna. Con la cantidad de obras de arte y de objetos de valor que tienen.

—Es verdad. Los guardas no sirven para nada.

—Lo moderno es contratar un servicio de seguridad, como el que teníamos en la Casa de los Cazadores.

—Lo moderno y lo agradable. María, no me engañes. Tú quieres que contratemos a tu novio… o lo que sea.

—Es un gran profesional, señora marquesa.

—De acuerdo. Que venga y se instale. Mi hijo no pondrá objeciones. Pero sólo una condición. Dormirá en casa de Modesto, en La Manchona.

—Gracias, señora, qué alegría. Lo que le dije. Es usted una santa de verdad.

—Así es, María. Estricta y recta, pero flexible. No quiero perderte. Eres una doncella de las que ya no se encuentran. ¡Lástima de Guerra Civil, que terminó con el servicio de antes de la Guerra! Ve, ve, ve a llamar a tu novio. Y cuando te encuentres a mi hijo, recuérdale de mi parte que tiene que llamar a Palomeque.

—¿A quién?

—A Palomeque. Lo entenderá al instante.

Como jardinero, una nulidad. Como terrorista, un chapuzas. Pero como actor, ni Charles Laughton en sus mejores interpretaciones. La enfermera me lo ha corroborado.

—El enfermo está en perfectas condiciones. Pero se le ha olvidado hablar. No lo atosigue, por favor.

—Descuide, amable y eficiente señorita.

En la habitación de Mustafá, yacían otros dos enfermos. El más cercano al lecho del terrorista internacional acababa de ser operado de juanetes, y se quejaba bastante. El más alejado, y que tenía el enchufe de estar junto a la ventana, canturreaba. En un momento dado me sentí obligado a corregirle, porque no se sabía bien las letras de las canciones. Así que se puso a cantar «Salvaora» de tío Rafael de León, y en lugar de decir:

Quien te puso Salvaora

qué poco te conocía,

el que de ti se enamora

se pierde pa toa la vía.

Cantaba

Quien te puso Salvaora

muy poco te conocía,

porque eres una señora

que no salva ni a su tía.

Que un enfermo, con el alta médica en el inmediato futuro, cante de alegría me parece de perlas. Pero hay que exigirle más seriedad en el dominio de las letras. Y más si es un poema de tío Rafael, que no se pasó la vida escribiendo para que luego le estropearan sus letrillas. Dicho y hecho.

—Oiga, que esa letra no es así.

—Pues a mí me gusta, y si usted no está de acuerdo, se va a otro hospital, mariquilla, que es usted un mar¡quilla.

—No le consiento ese…

—Muy raro que un señor de tanto empaque venga a visitar a un inmigrante mudo.

—Oiga…

—Ni oiga ni nada. Muy rarito. Y ahora, déjeme cantar.

Y se puso a cantar «No me digas que no», también de tío Rafael, y donde dice:

A la vera del agua,

tengo un barco de vela,

que es de miel y canela

de plata y cristal,

cantó:

A la orilla del río

tengo un barco velero

que mi primo el pirata

me quiere «compró».

Y haciendo de tripas corazón, me olvidé de él porque me estaba poniendo a cien.

Lo malo es que no podía hablar con Mustafá, que oficialmente era mudo, ante testigos. Así que me acerqué lo que pude a la oreja izquierda del criminal, y le susurré.

—Ni una palabra, Mustafá. Esta noche te sacan de aquí.

Mustafá asintió con cierto alivio, pero el que cantaba, al verme tan cerquita del moro repitió la ofensa.

—Mariquita, más que mariquita.

Y volvió al cante, entonando la popular coplilla

No te pido más castigo,

que estés durmiendo con otro

y estés soñando conmigo.

Claro, que a su manera.

No te deseo la prisión,

porque si duermes con otro

dormirás con un ladrón.

Pero mi objetivo estaba cumplido. Así que le hice una seña a Mustafá que me respondió con un rápido cerrar de ojos, le deseé una pronta recuperación al de los juanetes, y aprovechando que el faltón seguía en la cama le dije, muy rápidamente, ya con la puerta abierta y el camino libre.

—Adiós, hijoputa.

Y sin esperar su reacción, salí pitando por el pasillo con un ataque de risa, que de verdad, no comprendo todavía cómo pude seguir corriendo en esas condiciones.

De vuelta a casa, Tomás con los recados y los asuntos pendientes.

—¿Todo bien, señor?

—Lo de Mustafá, de dulce. Ya le he contado el plan. Sigue fingiendo, sin decir ni «mu».

—Mejor para todos, señor. Asuntos pendientes. El señor Alcoceba le ha llamado. No ha querido darme la razón completa, pero me ha dicho que le informara con la siguiente clave: «Cosa va bien.»

—¿Te ha dicho Alcoceba «cosa va bien»?

—Parece que ésa es la clave secreta.

—Este hombre se está volviendo loco. Cuando vuelva, que se presente inmediatamente.

—De acuerdo. Más asuntos. Su madre, la señora marquesa viuda, me insiste en que le recuerde su promesa de encargar una imagen.

—Hablaré con ella.

—Tercer punto del orden del día, señor. Ha llamado desde Madrid la señorita Marsa. Me he comportado educadamente con ella y me ha preguntado por su estado de ánimo y por el resultado del ataque terrorista. La verdad es que ha estado simpatiquísima. Ahora que no tengo que defender la felicidad de mi niña, creo señor marqués, que no debe borrar a esa mujer de su pensamiento.

—Gracias, Tomás. ¿Ha dejado algún número de teléfono?

—No, pero está en el Palace. Se lo consigo en un minuto.

—Bueno… pues vamos por orden de edad. ¿Dónde está mi madre?

—En el salón, señor.

—¿Se ha enterado ya del numerito de don Ignacio y Ramona?

—Ignorancia absoluta.

—Voy a verla.

Don Ignacio y Ramona en la cocina, también planeaban su fuga. Rosa, la pinche, no perdía detalle ni dejaba pasar un susurro.

—Mañana por la noche, Ramonchichi.

—Pronto me «pareshe», Nacho.

—No aguanto más.

—Yo también deseo siento.

—¡Qué felicidad, «neska polita» mía!

—Grande, grande, mi «morrosko».

Mamá en su butaca. María atendiéndola. Don Crispín en silencio.

—¿Qué pasa aquí? María… don Crispín…

—Señor marqués, estoy intentando convencer a su madre de que no soy el capellán adecuado para esta casa. Y su madre se niega a escuchar mis súplicas. Efectivamente. Me extrañó sobremanera que al saludar a Mamá, no me respondiera. Pero al verme, se ha quitado dos bolas de cera de las orejas, y me ha brindado su explicación.

—Hola, hijo. Que este curita consentido, por dos bobadas que no merecen ni un comentario, ha decidido marcharse. Y como no quería oír sus argumentos me he puesto los tapones, y aquí paz y después gloria.

—Don Crispín. Luego hablamos. Ahora déjeme a solas con mi madre. Y no se precipite, hombre, que en esta casa se vive muy bien, y lo de las avionetas que se estrellan no es habitual.

—Hablamos, señor marqués. Con su permiso, me retiro para orar.

—Y usted, María, si me hace el favor…

—Te lo hace, pero con una condición. He prometido a María que vas a contratar al vigilante Aureliano, uno de los que me impedían salir de la Casa de los Cazadores. Y tiene razón. En La Jaralera, la seguridad es nula.

—De acuerdo, Mamá. María, hable con Aureliano. Que se dé una vuelta por aquí.

—¡Gracias, señor marqués! ¡Gracias, gracias y gracias!

—De nada, de nada y de nada, María. Vaya con Dios.

Me emociona comprobar lo poco que cuesta hacer feliz a una persona. En esta ocasión, Mamá se ha portado como un ser humano. Nunca es tarde para cambiar. Pero el asunto importante está por venir. Tengo decidido aceptar su petición. Al fin y al cabo, si ella se cree que Pío XII le ha dicho lo de la bisabuela, no voy a chafarle la ilusión.

—Mamá, no hace falta ir a Madrid. En Sevilla hay imagineros prodigiosos.

—Lo sé, Susú, pero quiero verla ya. No tengo tiempo para esperar.

—Mañana estará encargada la imagen de la bisabuela.

—Gracias, hijo. Que se inspire en esta fotografía.

—Eres tú, Mamá.

—Lo sé. Pero soy clavada. Y nada de ropajes rosas, o mantos de pobre, o hábitos de monja, y manos juntas rezando, y ojos al cielo con expresión de merluza. Quiero que la imagen se inspire exactamente en esta fotografía. Vestido negro, empaque de reina, mantilla y el collar de perlas de toda la vida.

—No va a parecer una santa.

—No hay que parecerlo, hay que serlo. Fíjate en mí.

La verdad es que no se puede hacer nada con esta mujer. Si en noventa y tres años no ha logrado conocerse ni a sí misma, ¿para qué esforzarse? Le encargaré los trámites a Fermina, que es la más beata de la casa.

Tomás me espera con un papel en la mano.

—El teléfono del Palace, señor. Habitación 527. He hablado con ella. Espera su llamada.

—Tomás, sin ti, me suicido.

—Tampoco es para eso, señor. Le dejo sólo.

Dos horas de conversación. No me he dejado ni un detalle. Marsa feliz por el fracaso del ataque talibán, y triste, profundamente triste, por la muerte de Marisol. Sigue sin perdonarse a ella misma, y eso me desconsuela. Yo soy, yo fui, el único culpable. Al final, para alegrar la charla, le he contado lo de la imagen, y se moría de risa. Y en la despedida, eso que no se dice pero se piensa.

—Cuando pase el tiempo del respeto, te llamaré, Marsa.

—Pues te aguantas, sinvergüenza -le berreó Alcoceba, que dirigía la operación.

Los falsos enfermeros empujaron la patera hasta que encontró la libertad de la mar. El motor se puso en marcha y Mustafá, Osama, el taliban asesino, puso proa hacia la costa de Marruecos cuando la noche se acostaba sobre las aguas del Estrecho.

—¡Buena suerte, Mustafá! -le deseó Alcoceba.

La patera, que ya hacía agua nada más salir de la playa, se derivó hacia levante, navegó durante diez segundos rumbo a poniente, y al fin, enderezada la derrota, ofreció su proa a Punta Palomas, en la costa marroquí.

Para ser la primera vez que navegaba en solitario, Mustafá demostró unas dotes de navegante admirables. Poco a poco, el dibujo de la patera fue difuminándose en la lejanía. Un delfín le dio la bienvenida al Estrecho, y a punto estuvo Mustafá de lanzarse al agua, del susto.

Pero lo pensó mejor.

—Yo no saber nadar. Mejor aguantar aquí. Si yo alcanzar vivo costa de Marruecos, no volver a hacer gilipolleces en mi vida.

Y Alcoceba, henchido de gozo, perdió el perfil de la patera, ya propiedad de la niebla nocturna.

En la calle Sierpes, Sevilla tórrida del verano, Fermina encontró su destino. El imaginero, sabio como sus raíces, le garantizó el plazo.

—En un mes, más o menos, más menos que más, tendrá usted la imagen.

—Muchas gracias, maestro. -¿Ésta es la santa?

—No, pero se le parece mucho.

Joé con la santa.

—Eso mismo digo yo, maestro, joé.

—¿Y usted?

—Yo soy una mandada.

—¿Y nunca le ha dicho un hombre que un pelito de su entrecejo vale más que una mina de oro?

—Nunca me habían dicho una cosa tan bonita, maestro.

—Pues ya lo sabe.

—Estoy paralizada de la emoción.

—¿Cómo se llama usted?

—Fermina, para servirle.

—¡El nombre que más me gusta! Fermina, vuelva pronto por aquí.

—Cuando esté la imagen.

—Antes, Fermina, que le voy a enseñar cómo se hace una boquita de santa.

—Es usted un fresco, maestro.

—Completamente, Fermina.

—Me gusta lo sinvergüenza que es usted.

—Y a mí, el culo que usted tiene, que no cabe en la Real Maestranza una tarde de vacío.

—Ay, maestro, que me desboco.

—Vuelva pronto, Fermina.

Ocho años -desde que enviudó- sin que un hombre le dijera nada. Y ahí tenía el tesoro hablado de su entrecejo y su culo. Cuando Fermina abandonó el taller del imaginero sintió como si entre sus piernas naciera una floración de buganvillas.

—¡Qué hombre, qué cosa más preciosa de hombre! Y se perdió, calle Sierpes abajo, en busca de sus lejanos recuerdos.

Ni poniente ni levante. Noche calma y maravillosa. Pero Mustafá las estaba pasando canutas. Cada dos por tres, se cruzaba con una patera repleta de inmigrantes que le miraban con si estuviera loco.

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