—Ese aparato se va a estrellar, señora marquesa.
—Estará haciendo prácticas, don Crispín.
—Ese aparato se lanza contra nosotros.
—Ya remontará el vuelo.
—Ese aparato nos ataca.
—Pues que lo haga. No pienso moverme ni un centímetro.
—¡Señora, corra!
—Yo no corro.
—Pues yo sí corro.
—Entonces, corra.
Y eso sucedió. Don Crispín alcanzó el amparo del eucaliptal veinte segundos antes del impacto.
Nos detuvimos. Modesto, nada sabía, pero Tomás y yo intercambiamos miradas crípticas, de complicidad ajustada. El ultraligero, después de un extraño viraje, había descendido, y se lanzaba a tumba abierta contra la Casa de los Cazadores. En un segundo, mil imágenes de mi vida se atropellaron en el ánimo. Vi a Mamá discutiendo con Papá por mi traje de Primera Comunión. A Mamá velando el cadáver de mi padre. A Mamá negándose a mi noviazgo con Marisol. A Mamá simulando su muerte. A Mamá marchándose al convento. A Mamá pegándole una patada al pobre Gus, mi perrillo mil leches. A Mamá recibiendo en casa a la horrible Olimpia de Bolka-Romanov y Repullés, con quien estuvo a punto de casarme. A Mamá arreando una serie de bastonazos en los lomos de Mustafá. Pasaron por mi mente mil imágenes de Mamá. No obstante, al ver cómo el ultraligero de Mustafá se dirigía hacia ella, no pude reprimir -la sangre tira-, que surgiera de mi boca una frase escalofriante.
—¡Que Dios te perdone! ¡Pobre Mamá!
Osama, o Mustafá, no era un piloto de aviones. Un ultraligero no es lo mismo que un reactor. De haber sido Osama «kamikaze» japonés en Pearl Harbour, muy probablemente todos los navíos de la Flota americana se habrían hecho a la mar sin problema alguno. Osama o Mustafá, en una caseta de feria, armado de una escopeta de aire comprimido, pocas veces acertaría al muñequito que se mueve. Osama se apercibió de ello cuando era demasiado tarde.
Don Crispín, agazapado entre los eucaliptos, observó -no sin admiración-, cómo la marquesa viuda de Sotoancho hacía caso omiso al artefacto aéreo que se cernía sobre ella. Es más, la marquesa, en un momento dado, miró el bólido que se acercaba a su cabeza y ni corta ni perezosa, le sacó la lengua.
Lo mismo creyó ver Osama, y su indignación subió de grado. La víctima, que miraba con fijeza la recta embestida del ultraligero, se burló del talibán con burlas y pedorretas. Cuando Osama quiso reaccionar, la cosa no tenía remedio.
El piloto del ultraligero no había calculado bien el ángulo adecuado para una colisión efectiva. El criminal aparato sobrevoló a la marquesa, superó el tejado de la casa, y se encontró de golpe a punto de estrellarse contra un pequeño llano que terminaba en un bosque de eucaliptos. Las posibilidades de abortar el aterrizaje y recuperar la altura necesaria para repetir la maniobra terrorista eran nulas, y Osama, enfadadísimo amén de asustado, intentó no chocar contra los amables árboles que alimentan, allá en Australia, a los bellos e inofensivos koalas.
Pero un plano, al rozar la superficie del llano, saltó por los aires, y el otro, a causa del lógico vaivén producido por el desequilibrio brusco, imitó a su hermano y colega. El tortazo resultó morrocotudo, pero el ultraligero no se hizo añicos. La carga de explosivos, ni se inmutó. Después de varios meses sumergida en la balsa de Aznalcóllar, más que cincuenta kilogramos de explosivos, era una ingente masa de chicle. Un matorral, puesto ahí por capricho de la naturaleza, amortiguó el golpe. Pero la leche que se dio Osama fue curiosa. En principio, perdió la conciencia. Parecía muerto.
La marquesa ni se inmutó. Don Crispín, daba alaridos pero no se movía. Fue el vigilante jurado el que, mientras se abrochaba los pantalones (María aparecería segundos después), acudió solícito a socorrer al accidentado. El ultraligero sin alas semejaba a una barracuda despistada, y el vigilante reparó en el único ocupante, que permanecía inconsciente en posición de decúbito prono.
—¡Es un berebere! -gritó el vigilante, gran conocedor de las tribus del norte de África.
—¡Es un demente! -gruñó la marquesa viuda al tiempo que centraba su mirada en María, la doncella, que corría despavorida hacia el punto del accidente mientras se ajustaba el braguerío.
—¡Y tú, María, una guarra!
Mis sentimientos chocaban entre sí y contra ellos mismos, dejándome a merced de la más absoluta estupidez. Modesto, impetuoso, no tardó en reaccionar.
—¡El avión se ha estrellado contra la Casa de los Cazadores!
Tomás, más hecho a la idea, se parapetó tras su cinismo.
—Para mí, que los talibanes están perdiendo rango. Pasar de las Torres Gemelas a la Casa de los Cazadores, es demasiado pasar.
La indiscreción de Tomás me sacó de quicio. Lo importante era actuar.
—¡Vamos, vamos, pobre Mamá!
Lo cierto es que intenté una representación de noche de estreno y me salió una patochada. No sonó a sincera.
Cuando llegamos a la Casa de los Cazadores, la decepción se hizo montaña. Bajo los tilos, Mamá se halla ba tan tranquila como casi siempre. Ni un rasguño. La estructura de la casa, intacta. Don Crispín, recién salido del eucaliptal, sollozaba mientras despedía de la sotana a una familia de saltamontes. Me hice el loco.
—¿Qué ha pasado, Mamá?
—Algo rarísimo, hijo. Un avión, que parecía una motocicleta, se ha lanzado contra la casa, pero no ha acertado. Si no me equivoco, se ha despanzurrado a cien metros de aquí. De verdad, Susú, que esta casa tiene mal aire.
Rodeamos Modesto, Tomás y yo la casa. En la parte trasera nos topamos de golpe con el conflicto. Los dos planos del ultraligero yacían a su albedrío separados por una treintena de metros. El avioncete se hallaba en situación de chatarra a pocos pasos del bosque. Un vigilante y María, la doncella, atendían a lo que parecía ser un hombre. Ya que Mamá había sobrevivido, esperaba con ardiente esperanza que el asesino estuviera muerto. Pero ni de coña.
—Señor, el piloto respira. Hay que llamar a una ambulancia.
El espectáculo que Mustafá procuraba era lamentable. Un chichón del tamaño de una calabaza adornaba su cabeza. En los brazos, manchas de sangre. Los ojos abiertos de par en par y síntomas de recuperación de conciencia.
—¡Alá, ya cumplido mandato tuyo!
Al vigilante, que se llamaba Aureliano, no le hizo gracia alguna ser confundido con Alá.
—De Alá nada de nada. Me llamo Aureliano y usted ha estado a punto de matarse.
La expresión de Mustafá, todo un poema. Se palpó la calabaza, sofocó un principio de plañideo, vio cómo María le curaba el brazo derecho, y se derrumbó.
—¿Yo fracasar? ¿Yo no con Alá? ¿Yo no muerto en el paraíso?
Me acerqué hasta Mustafá, para que sintiera la tranquilidad que transmite el cómplice.
—¿Usted no es Mustafá? ¡Vaya, vaya! -comenté para disimular.
—No, yo Osama. Yo chapuza grande. Yo no calcular bien. Yo odiar más que nunca a araña sucia. Cuando yo caer, araña sucia hacerme burlas y sacarme la lengua. Yo matar ahora mismo.
—Usted a descansar, Mustafá. Ha perdido la cabeza.
Y dirigiéndome al vigilante:
—Nada de ambulancia. Este hombre tiene sólo un golpecito de nada y las ambulancias cuestan un ojo de la cara. Llévenlo al guadarnés de la casa, que tengo que averiguar lo que ha sucedido. Pero que no vea a mi madre.
Así lo hicieron. Mustafá se retorcía de dolor y decía cosas en su idioma. Por la puerta del servicio entraron al desastre de terrorista en la casa. Antes de volver a su lado, acudí hasta los tilos para informar a mi madre.
—No ha sido casi nada, Mamá. Un fallo, una pirueta a destiempo, y un accidente aéreo. Pero ha estado a punto de causar una desgracia.
—¿Ha muerto el piloto?
—No, Mami.
—Hace cincuenta años que no me llamas «Mami».
—Me ha salido así.
—Pues dile al piloto ese, que cuando se recupere, se las va a ver conmigo.
En el guadarnés, Mustafá luchaba por liberarse y escapar. Aureliano lo tenía sujeto y el hombre pugnaba por incorporarse.
—¡Quieto o le arreo!
Modesto no entendía nada, y Tomás, nada amigo del Magreb, aprovechaba la situación para golpear al herido cuando éste no le miraba.
—¡Ayyy! -ululaba Mustafá.
Y Tomás dale que te dale. Mi presencia calmó la escena.
—Déjenme sólo con el señor aviador.
Mano de santo. Uno a uno abandonaron el guadarnés. Tomás, antes de hacerlo, le dio un capón en el chichón que debió resultarle dolorosísimo.
—¡Ayyuy!-, gimió Mustafá.
Cuando estuve a solas con él, mi amable semblante se oscureció y adopté una expresión muy parecida a la de un mono de Gibraltar cuando un inglés, en lugar de darle un cacahuete, le saca una fotografía.
—¿Qué ha hecho, Mustafá?
—Calcular con culo, señor el marqués. Yo, mal talibán.
—Malísimo, Mustafá. Pésimo. No hay un talibán más torpe que usted.
—Su puta madre hacerme burlas cuando yo pasar sobre ella.
—Se las tiene merecidas.
—Yo sanar, y volver a intentar muerte vieja.
—Usted, Mustafá, a partir de ahora, se va a limitar a obedecer. Está claro que este accidente no va a pasar desapercibido. Y usted tiene que declarar que todo se ha debido a la casualidad.
—Un talibán nunca mentir.
—Pues usted lo va a hacer. Todo menos que la Guardia Civil sospeche. Mi madre no va a saber que ha sido usted el gamberro que se ha estrellado junto a su casa.
Las noticias corren que vuelan, y más si las noticias vienen del cielo y se estrellan en la tierra. Llevaba dos horas con Mustafá poniéndome de acuerdo para que no metiera la pata, cuando se presentaron dos coches de la Guardia Civil y uno del Juzgado. El representante del juzgado, meticuloso, molesto y redicho.
—¿Nos puede mostrar el lugar exacto de la contingencia?
—¿Qué contingencia?
—La acaecida y ya sobradamente conocida en la comarca.
—¿Se refiere al pequeño accidente de un ultraligero?
—A ello me refiero, y ruégole nos conduzca al punto preciso donde ha tenido lugar la violenta colisión.
—Pues no ha sido nada del otro mundo. Esperen un momento, por favor.
Antes de llevar a las autoridades había que limpiar el cuerpo del delito. Confidencialmente me dirigí a Tomás.
—Tomás, a toda pastilla, esconder esa masa de chicle que hay pegada en el avión.
—Eso es explosivo, señor marqués.
—Eso era explosivo. Ahora es goma inofensiva.
Tomás y el vigilante, alardeando de modales simuladores, se dirigieron al lugar secreto para proceder con conveniencia. El del juzgado, alto y con cabeza de cerillo, se mostraba impaciente.
—Este retardo se me antoja incorrecto para con la autoridad.
Los guardias civiles, que nos conocían, lo tomaban con más calma.
—Vamos, señor secretario, que no es para ponerse así.
Siempre me lo decía Papá: «Desconfía de los hombres con cabeza de cerillo.» La enseñanza paterna adquiría grandeza de sabiduría treinta años después. El cerillo insistía.
—Haga el favor de indicarnos con extrema celeridad el lugar del siniestro.
Vi a Tomás y al vigilante que volvían charlando animadamente. Campo libre.
—Síganme.
A todas estas llegó una ambulancia, reclamada por la autoridad, con dos asistentes y un médico. Mi último pacto con Mustafá se cimentaba en el silencio. Le dije, y así lo entendió, que sólo el silencio le salvaría de ir a la cárcel. Tendría que simular una oquedad mental profunda, manifestada por la incapacidad para comunicarse.
Mientras la autoridad judicial y los guardias civiles examinaban la chatarra, acompañé al doctor al guadarnés, donde permanecía el herido, que dicho sea de paso, ya superado el susto, presentaba un aspecto estupendo. Pero como buen talibán, Mustafá cumplió a las mil maravillas su papel en la farsa.
El médico resolvió que Mustafá tendría que permanecer varios días en la Unidad de Vigilancia Intensiva de la clínica.
—Su aspecto es saludable y no tiene heridas de consideración. Pero me preocupa que no pueda hablar. Ordeno su inmediato traslado al centro hospitalario.
Fue el propio médico el que informó a las autoridades de la situación. Los guardias civiles, siempre respetuosos, asumieron la decisión de la ciencia, pero el cerillo no se mostró satisfecho.
—Resulta imprescindible, doctor, que el contingenciado, el protagonista del descenso súbito hacia el suelo procedente del aire, manifieste las causas de tan alambicada operación.
—Mire usted, señor secretario. El protagonista no puede declarar nada porque no habla. El golpe ha sido brutal y se ha quedado tan gilipollas como usted.
Las palabras del doctor menoscabaron la altivez del cerillo que se limitó a carraspear cuando el carraspeo no pegaba ni con cola en semejante eventualidad.
Minutos después, y fuera del alcance de la vista de Mamá, el talibán era introducido en camilla en la cabina de la ambulancia y los guardias civiles y el secretario del juzgado abandonaban el lugar del siniestro. Ya en el coche, el secretario bajó la ventanilla y me aconsejó:
—Los restos de la aeronave no deben ser manipulados. A usted hago responsable de su vigilancia y cuidado.
Por primera vez desde que falleció Marisol, a Tomás se le dibujó la sonrisa en su agrietado rostro. Pero ahora venía lo difícil. Preparar el plan de fuga de Mustafá, que si hablaba un poco más de lo recomendable, podría meterme en un lío.
Así, que dejé la chatarra al cuidado de los vigilantes, y preparé la mudanza de las cosas de Mamá a la casa grande. Mi madre, se sentía feliz.
—Así que puedo volver a mi casa, Susú.
—Sí, Mamá. Con el lío de la muerte de Marisol y el accidente de este avión, se me había olvidado decirte que el doctor ha considerado que los niños han dejado de ser piscifactorías de virus. Puedes volver con don Crispín, María y la pinche de cocina. Me voy a casa, para hablar con Alcoceba, al que tengo que encargarle un asuntillo. Muá, muá, Mamá.
—Muá, muá, Susú.
—Yo también quiero algún muá, muá -terció don Crispín.
—Usted se calla. Haga la maleta. Nos vamos de aquí.
Y don Crispín obedeció sin protestar.
Ya en casa, hice llamar a Alcoceba. Los calores van a terminar un día con este peculiar administrativo, tan educado en el trato y medido en lo que nos roba. El otro día le pillé una sisa de cinco mil euros, pero hice como si no lo hubiera advertido. Uno, que es así de naturaleza.