—¿Y cómo saben que se trata del coche de mi mujer?
—Señor, no insista. Estamos consternados, pero no siga engañándose.
Lo intento y no puedo. Quiero huir, escaparme. No me siento con fuerzas para llegarme hasta Sevilla. Que me traigan a mi niña, que me la traigan. Que duerma su última noche en casa. Que aquello estará frío y angustioso. Hasta pudiera nacer un milagro, y que el llanto de uno de los niños abriera los ojos de Marisol. La quiero aquí, en su casa, con los suyos, que amanezca mañana con el jardín en su mano, con el río desbocado, con la albariza y el lago nublado de patos y de garzas. No allí, en la frialdad solitaria de la muerte impersonal. Lo intento, y no puedo portarme como un hombre.
—Tomás… don Ignacio… por favor. Con mucho cuidado, sin que despierte, traérmela. Que pase aquí sus últimas horas. Yo no puedo ir. Por favor… acompaña a la Guardia Civil, Tomás. Arreglar los papeles… a usted le harán caso, don Ignacio. Pero a Sevilla, no. No me atrevo a llegar a Sevilla. Pepillo, tú también. Ve con ellos, y me la cuidas. Y entre los tres me la traéis a casa, que yo voy a preparar su cama, para que duerma tranquila, cerca de los niños, con sus cosas a mano, con mi amor a su lado, y mi arrepentimiento abrazándola. Por favor… pero a Sevilla no me obliguen a ir. No podría soportarlo. Que venga ella, que venga, por favor…
Ya está en casa, dormida. Hasta Mamá ha permitido que una lágrima se asome a uno de sus ojos. Dos lágrimas hubiesen sido demasiadas. Lucas, mi suegro, el viejo guarda, llora en silencio sobre el cuerpo de su hija. A Tomás se le han venido encima diez años de canas y arrugas. Don Ignacio no se separa de Marisol, y don Crispín intenta también emocionarse, pero no puede. Apenas la conocía. Al pobre Manolo se lo ha llevado su familia al pueblo, y de Andrés no me he ocupado. Es más, no quiero saber nada de él, que llevaba el coche que ha matado a mi mujer. Elena, Flora y Fermina cuidan de los niños entre lloros y abrazos, y así sobrellevan la tristeza. Pepillo ha sembrado el cuerpo de Marisol de flores del magnolio grande de la recoleta. Cada vez que oigo el llanto de un niño el alma me sacude el nudo de la pesadumbre.
Ya está preparado el panteón para recibirla. Descansará junto a mi padre, bajo una lápida de mármol que diga con toda sencillez:
«Marisol Montejo Frechilla. Marquesa de Sotoancho.
Zahara de los Atunes 1979 - La Jaralera 2002.»
En el fondo, se ha ido desde aquí, y éste es el sitio de su muerte. Muy cerca de ella descansaré yo, y alrededor de su silencio, prepararé para cuando Dios lo disponga, los cinco lechos de sus hijos, mis hijos, que lloran, no saben por qué lo hacen, pero están llorando.
He intentado besar su frente, pero me horroriza sentirla fría. Ya vamos, Marisol, mi niña. Ya vamos. Te esperan llorando en el cementerio todos los tuyos. También los míos. No falta nadie. El sol no ha venido. ¿Estás bien, mi amor? ¿Dónde te encuentras? Me habría gustado incinerar tu cuerpo, y llevar las cenizas a la albariza, y al lago, y al Guadalmecín, y allí esparcirlas para que tu alma quedara volando para siempre en nuestros paisajes. Pero me ha dicho don Ignacio, que también enterrándote, tu alma seguirá con nosotros.
La tierra te golpea, mi amor. No puedo marcharme contigo. La tierra te cubre, mi vida. ¡Dios mío, qué injusto has sido! No veo más que sombras que se mueven, que me alcanzan la mano, que me abrazan sin respuesta por mi parte, que lloran y me consuelan, y yo estoy en la tierra, mi amor, en la que te duermen, y quiero irme contigo, porque nunca, nunca Marisol, ni en los primeros tiempos, te he querido tanto, te necesito tanto y te añoro tanto como ahora.
En casa me esperan tus cinco niños. ¿Qué hago con ellos, mi amor? Cuídamelos tú, no los dejes, vigílalos desde arriba, no permitas que mi debilidad haga de ellos personas como yo. Diles que sean como tú, fuertes, alegres, inteligentes, limpios, trabajadores, seguros… No me abandones Marisol, que tengo la nube negra en mi cabeza y no soy capaz de encontrar el viento que me la espante…
Desde que enterramos a Marisol cae sobre La Jara lera, verano ya, plomo ardiente que siente frío. Pero la vida sigue. Han sido Flora y Elena las primeras que han reaccionado. Flora y Pepillo se han ofrecido para adoptar a uno de los niños, y yo les agradezco el detalle, pero todo tiene un límite.
—Pepillo, se adopta a un niño pobre, no a un multimillonario.
Estoy dejado y melancólico. He cambiado mi cuarto y ha vuelto a parecer el que tenía de soltero. Mamá, en la Casa de los Cazadores -ahí sigue, muy a regañadientes-, se viste de riguroso luto y lo cierto es que ha adoptado una actitud de curso bonancible y tristón. Al final, la bondad y la sencillez de Marisol pudieron con ella. Voy a visitarla diariamente, no a Mamá, a Marisol, y le dejo la tumba que parece una floristería. Mi niña amaba todo lo que era naturaleza, y en primavera se subía de ánimo cuando el jardín estalla de flores. Tomás, tristísimo, no me deja a sol ni a sombra, porque se le ha metido en la cabeza que me voy a suicidar para aliviar el tormento de mi conciencia. No me conoce. Hay que ser muy hombre para decidirse al sueño definitivo. Y don Ignacio, entre lo que come, lo que bebe, el disgusto por la muerte de Marisol y la tragedia por la retirada de su carné de conducir, está que un día le va a dar un rastaplás en la tensión y voy a tener que llevármelo en una caja de madera a su tierra de Cardeñosa, en Ávila.
Hace días me llamó Marsa desde Madrid. Se había enterado y se sentía hundida, avergonzada y profundamente triste.
—Nunca me lo perdonaré, Cristián.
—Tú no eres culpable de nada. Algún día, cuando se duerman las penas y pasen los agobios, te llamaré.
Y los niños lloran. Pero están Flora y Elena volcadas con ellos. Dos joyas universales. Flora mitiga su nostalgia con Pepillo, que se sube de sementalía, y Elena guarda su misterio, su intriga permanente. Ayer, sin ir más lejos, le dejé caer una indirecta.
—Algún día, quizás, Elena, podría pedirte que te quedaras aquí para siempre.
—Mi vida son los niños, Cristián. Lo hago por ellos y por Marisol.
La cosa es que no avancé demasiado, si es que pretendía avanzar, que tampoco estoy seguro.
Lucas, mi suegro, tan llorón y desmedido, no ha vuelto por casa. Mucha hija para tan poco padre. Los seres humanos reaccionan de manera muy diferente, pero nunca creí que Lucas se iba a quedar tan fresco. La próxima vez que me pida dinero se lo va a dar Rita. A los niños, sus nietos, ni los miró. Peor para él.
Y don Crispín ha salido del armario. Definitivamente es maricón. Pero Mamá le ha tomado el gusto y la medida y se lo pasa de cine con sus charlas. No para de hablar de la Preysler, de Carmina Ordóñez y de Boris Izaguirre. De este último, más que de las otras. Pero Mamá se entretiene y le deja decir. Y María, la doncella nueva -¿qué tendrá La Jaralera?-, se ha enamorado de uno de los encargados de la seguridad, y pasa tanto tiempo en la garita que las malas lenguas le han puesto de mote «la Mili». Y todo sigue, sigue, bañado en tristeza y desesperanza…
El día «H» terminaba de clarear. Había amanecido limpio y algo más fresco. La lluvia, torrencial y corta de la noche anterior se encargó de limpiar el aire de calimas y angustias veraniegas. Mustafá, el inminente mártir, el soldado de Ben Laden, el hijo de Alá, colocaba tranquilamente los explosivos en el vientre de su ultraligero, cuando fue sorprendido por el profesor, que mostró tanta indiferencia como en él era habitual.
—¡Buenos días, Mustafá! ¿Qué hace en su aparato? -Colocar peso. Avión se me va siempre hacia arriba, y yo querer equilibrar.
—Si se le va hacia arriba el morro es que no lo pilo
ta bien. Con ese peso no va a despegar. ¿Cuánto es? -Cincuenta kilogramos de tierra.
—Me lavo las manos, Mustafá, pero se la va a dar, y muy gorda.
Quedó perfectamente acoplado, con cuerdas y esparadrapos, el paquete al avión. Contenía cincuenta kilogramos de explosivos adquiridos de mala manera en un almacén de las minas de Aznalcollar. Mustafá lo centró de forma exacta y su ultraligero parecía un pelícano, con la bolsa del pico confundiéndose con la panza. El depósito se hallaba lleno y el sol se empezaba a poner pesado. Como con anterioridad a su ingreso en Al Qaeda, Mustafá era de natural sentimental y cariñoso, no pudo reprimir el deseo de despedirse del profesor.
—Si algo pasar, yo a usted tener simpatía.
—Y yo a ti, Mustafá, que eres de lo que no hay. Buen vuelo, pero recuerda que ese peso te va a poner las cosas chungas.
—No chungas, no preocupar.
Buena amanecida. He paseado un poco antes de desayunar. Tomás, al servirme el café, no ha estado oportuno.
—Qué día tan claro y maravilloso se está perdiendo nuestra niña, señor marqués.
Y nos hemos puesto a llorar como Arias Navarro cuando anunció el fallecimiento del Caudillo.
En la Casa de los Cazadores, la marquesa viuda de Sotoancho desayunaba en la cama con el solideo de Pablo VI en la cabeza. Dado el cabezón de Su fallecida Santidad y la chochola de lubina de la marquesa, el borde del solideo le alcanzaba hasta los ojos y no acertaba con el azucarero. Peor era cuando se ponía el de Juan XXIII, que le llegaba hasta el caballete de la nariz. Don Crispín se sumó al desayuno.
—Señora, ese solideo se le va a caer entre los cruasanes.
—Ay, qué gracioso es usted, don Crispín. Ande, quítemelo y tráigame el de Pio XII, que me sienta de maravilla.
El motor rugió en la cabecera de pista. El profesor vigilaba la maniobra de despegue por si acaso. El ultraligero al mando de Mustafá inició su carrera hacia la muerte. Se comía la pista, literalmente.
—No lo va a conseguir-comentó el profesor.
«¿Qué cristiano poner ahí eucaliptos esos?», se preguntó Mustafá, que iba derechito a ellos.
De repente, el ultraligero alzó el morro y con mucha parsimonia levantó el vuelo. Superó los eucaliptos, y alcanzó los sesenta metros de altura.
—Ufff, gimió el profesor desde tierra.
—Ufff, soltó aliviado el terrorista.
He reunido todas las cartas de amor de Marisol. Algunas son de aquel estudiante de Arquitectura que se la zumbaba mientras yo hacía lo mismo con Marsa en Cascais. He añadido al paquete el libro de poemas que escribí en unos días de amor arrebatado, y que tanta risa le causaban a Tomás. Con mi equipaje de amor y pesadumbre me he dejado caer en la albariza de los juncos. Me acompañan Tomás y Modesto, el guarda de La Manchona.
—Aquí estaba yo cuando la oí cantar por primera vez.
De la albariza al lago, apenas cien metros de junqueras y matorrales bajos. Ésa fue la distancia que recorrí, comido por la curiosidad, el día que conocí a Marisol. Había contratado a Lucas, un nuevo guarda, viudo y con una hija, que yo creía colegial y mocosa. En el cabo de los cisnes me camuflé detrás de un arbusto, y ahí estaba Marisol, que nadaba desnuda en el agua clara del remanso del Guadalmecín. Cuando se incorporaba, canturreaba y sonreía, segura de su libertad solitaria. Fue la primera mujer que vi desnuda, y no pude contenerme. Tropecé al acomodarme y me torcí un tobillo. Marisol se volvió hacia mí, tal como era, y le temblaban los pechos altivos y grandes, coronados por unos pezones pequeños y astifinos. Entre sus piernas, una selva salvaje de trigos rubios que soltaban agua a goterones. Con la mayor naturalidad se puso un vestido que se acopló a su cuerpo desnudo y vino hacia mí, preocupada por mi integridad física. Aquí empezó todo, y aquí quiero dejar las consecuencias escritas de ese instante maravilloso.
Con mucho cuidado, me he adentrado en el agua, hasta el sitio. El lago, generoso y rebosado. A punto he estado de perder pie y habría sido una catástrofe. No sé nadar y necesito de un flota para moverme mientras chapoteo. Entonces he dejado caer el paquete, con dos enormes piedras para anclarlo en el fondo.
—Todo te lo devuelvo, mi amor, aquí en tu sitio.
A duras penas he podido mantener mi dignidad. Tomás, que está hecho un llorón, se secaba las lágrimas, y a Modesto le temblaba la barbilla. Más mojado que un pato colorado, y con la sensación de llevar más de una rana encajada entre los pantalones y las canillas, he iniciado mi camino de retorno. Un ruido sordo, como el de una Velo-Solex en la lejanía, ha llamado nuestra atención. Ha sido Modesto el primero en avistar el artefacto.
—Una avioneta, señor marqués.
—Más que una avioneta, un cascajo -ha remachado Tomás.
Con el pesar por la muerte de Marisol, se me había olvidado que existía Mustafá.
Ya vestida, la marquesa y don Crispín se instalaron bajo los enormes tilos que anuncian la Casa de los Cazadores. La marquesa, de luto riguroso, con un negro más cercano al de los teléfonos de los años cincuenta que a la tinta de los chipirones. Don Crispín, con su sotana de verano, liviana y volandera. Cada vez que se movía, la sotana parecía hacerse una revolera a sí misma, y entonces a la marquesa viuda, que era muy aficionada a los toros de joven, le salía del alma un «olé» de barrera del «nueve».
—Don Crispín, cuénteme lo que ha pasado con Carmina en el Rocío.
—Pues que le dio un patatús, señora marquesa. Para mí, que todo ha sido para vender una exclusiva.
El ruido de motor descacharrado desvió la atención de don Crispín.
—Se acerca una moto.
—De moto nada, padre. Una avioneta. Mírela. Y con un ruidito en el motor que no me gusta nada. La marquesa, más o menos, acertaba en el vaticinio.
Osama, o Mustafá, había reconocido la Casa de los Cazadores. Iba agobiado, porque el motor, en efecto, sufría en exceso. Resignó el plano izquierdo para virar a babor y acometer en línea recta el objetivo. Ya enderezado el aparato, echó mano de los prismáticos para comprobar la situación. Con gran ilusión advirtió que la odiada figura de la marquesa viuda se hallaba ahí, a su merced, a puntito de caramelo. No pudo remediar que el rencor estallara en su palabra.
—Te vas enterar, vieja puta araña que pica cojones de camellos.
Con un leve movimiento en los mandos, el ultraligero de Mustafá bajó el morro y apuntó al objetivo. Aceleró y el chisme parecía que iba a desintegrarse. Un bicho de ésos no supera los setenta kilómetros a la hora, y no hay que tomarse a broma sus temblequeos. El momento había llegado. Mustafá orientó el aparato hacia la casa y al grito de «¡Alá sea loado, puta vieja!», se lanzó en picado hacia la presa. Una mancha negra, la correspondiente a la marquesa viuda de Sotoancho, permaneció quieta en su sitio. La otra mancha negra -don Crispín-, corría a toda pastilla hacia el eucaliptal cercano. En los instantes previos, se había producido la siguiente charla entre ambas manchas.