Dejé que Hilda describiera
The French Connection
como una de las mejores películas que había visto nunca. Rob comentó que la vería un día de estos. Le pregunté dónde estaba Gary.
—Bess, mi hermana, se ha quedado en casa; Gary tiene catarro y se me ocurrió pasarme por el centro —explicó.
Nos quedamos allí sentados charlando una media hora, hasta que Hilda dijo que de verdad tenía que irse.
—Se me ha hecho tarde. Mamá me montará un numerito.
Rob nos acompañó hasta nuestros coches. Me fastidió un poco que llegáramos primero al mío. Yo había aparcado en St John's Market, mientras que el de Hilda estaba mucho más allá, en Mount Pleasant. Eso significó que me quedé atrás mientras Rob y Hilda seguían adelante juntos.
No perdía de vista a Gary Finnegan cuando los niños salían a jugar a la hora de comer. Que yo viera, nadie lo molestaba, pero ningún compañero hablaba con él. Andaba por allí sin participar y los demás lo ignoraban. Parecía deprimido y miraba ansioso a los demás niños, que estaban jugando al fútbol o simplemente de pie en pequeños grupos hablando y empujándose unos a otros.
Supuse que ocurría lo mismo en los recreos —yo no podía vigilar porque normalmente estaba en el aula preparando la siguiente clase—, pero me chocó ver que el lunes siguiente Gary entraba después de comer y vi que le sangraba el labio. Me di cuenta de que había estado llorando.
Esperé a que sonara la campana que anunciaba el momento de irse a casa, y entonces dije:
—Gary Finnegan, ¿puedes quedarte un momento, por favor?
En cuanto los demás niños se hubieron marchado, me senté en la silla contigua a la suya.
—¿Qué te ha pasado en el labio, Gary?
Se negó a mirarme a los ojos.
—Nada, señorita. —Sorbió por la nariz. Parecía que iba a echarse a llorar otra vez.
—Entonces ¿por qué está sangrando? —pregunté con tacto. Le limpié suavemente el labio con un pañuelo de papel.
—No sé. —Alzó la vista—. Oh, señorita, cómo me gustaría que mi mamá no se hubiera ahogado en Francia. —Dejó caer la cabeza sobre sus brazos y se puso a llorar.
Le acaricié la cabeza.
—A mí también, cariño. —Estaba de todo corazón con aquel dulce niño que había perdido a su madre. Le pediría a Joan Flynn, quien cuidaba a los niños por las mañanas, que lo vigilara en el futuro. Deseaba cogerlo en brazos y acunarlo sobre mis rodillas, besarlo, pero iba contra las reglas que una profesora se implicara tanto con un alumno, y además sería una estupidez. Si el resto de la clase se daba cuenta de que Gary se había convertido en el favorito de la profesora, le harían la vida imposible—. ¿Quién viene a recogerte hoy después del colegio? —pregunté.
—La señora de arriba —susurró—. Mi papá se ha ido a Manchester a comprar una casa.
—¿Ah, sí? —Rob no había comentado nada de que estuviera buscando una casa cuando nos vimos el sábado—. ¿Quieres decirle que venga a verme mañana?
—Sí, señorita —asintió con un suspiro. Se puso de pie y se marchó, con los hombros caídos, como si todos los problemas del mundo se apoyaran en ellos. Cuando yo tenía su edad, estaban juzgando a mi madre por matar a mi padre. La vida puede ser injustamente dura para algunas personas, aunque sólo cuenten cinco años.
La excarcelación de mi madre y su subsecuente desaparición había unido a gente que ella conocía. Normalmente Charles y Marion veían a Catherine Burns una vez cada varios años, y lo mismo ocurría con Harry Patterson, pero ahora los cuatro iban a volver a reunirse para cenar el sábado.
Yo estaba lavando los platos después de cenar, cuando oí a Marion decirle a Charles que él no tenía por qué pagar la cuenta del restaurante de los cuatro.
—No voy a evitarlo —contestó Charles acaloradamente—. Harry pagó la última vez, ¿recuerdas?
—Sí, pero él nos invitó, ¿no? —repuso Marion—. Es lógico que pagara. ¿Por qué tenemos que pagarle a Cathy Burns otra cena?
—Ella quiso pagar el día que fuimos a Formby —señaló Charles.
—Sí, pero al final te dejó pagar a ti.
—Sólo porque insistí —dijo Charles. Me di cuenta de que estaba a punto de perder la paciencia, cosa que ocurría muy rara vez—. Francamente, Marion, no salimos muy a menudo a cenar y no voy a quedarme allí sentado toda la noche preocupándome por quién va a pagar la cuenta. Cualquiera diría que estamos pelados o algo así.
—No somos precisamente ricos.
—Tampoco somos pobres.
—Sí, pero... —La puerta se cerró. Uno de los dos debió de darse cuenta de que yo estaba escuchando.
Me sentí tentada a deslizarme hasta el vestíbulo y escuchar un poco más, pero no hacía falta. Marion le daba mucha más importancia al dinero que Charles. Podía ser un poco mezquina, mientras que él era muy generoso. No era la única gran diferencia entre ellos. A veces, me preguntaba por qué se habrían casado.
Me habían invitado a la cena del sábado, pero tenía algo más importante que hacer. El sábado se casaba Trish, y yo iba asistir a la boda.
Yo estaba en la parte de atrás de la abarrotada iglesia. Habían invitado a cincuenta y ocho personas, y más o menos la mitad de niños. El organista empezó a tocar
Aqu
í
llega la novia,
todos nos levantamos y Trish entró del brazo de su padre. Le sonreí, pero ella no me vio, se limitó a pasar, muy bella y nerviosa. Al final del pasillo, su novio, Ian, al que yo sólo había visto dos veces, se estaba rascando la cabeza, como si estuviera preguntándose qué había hecho con las alianzas.
Aunque sólo podía ver a la gente de espaldas, me di cuenta de que, aparte de la pareja nupcial, a los únicos invitados a los que conocía eran los padres de Trish y su hermana pequeña, Jane, que estaba casada y tenía dos niños. Es más, no parecía haber ninguna otra chica joven sola. El día cambió. Empecé a sospechar que me iba a sentir como un pez fuera del agua.
Me había comprado un traje color crema con chaqueta entallada y una falda acampanada por el tobillo. Mi sombrerito hacía juego con el traje, y el bolso, los zapatos y los guantes eran de un marrón rojizo. Cuando salí de casa, me sentía complacida conmigo misma, pero ahora mis elegantes prendas nuevas parecían un poco excesivas.
En la recepción, la gente quería saber quién era yo y cuál de los hombres que estaban allí era mi marido. «Tu novio, entonces», dijo una de las tías viudas de Trish después de que yo le dijera que no estaba casada. A ella le parecía inconcebible que hubiera ido sola.
—No me digas que no estás casada, una chica tan guapa como tú —comentó uno de los tíos de Trish fingiendo sorpresa, haciéndome sentir como un bicho raro que había alcanzado la avanzada edad de veinticinco años y aún seguía soltera.
La velada fue una tortura. Me sacaron a bailar hombres que sonreían como corderos a sus esposas cuando pasábamos junto a ellas, como si estuviéramos haciendo algo terriblemente atrevido.
A las cinco, Trish e Ian se marcharon de luna de miel a Jersey. Mi amiga susurró:
—Colócate detrás de mí, Pearl, para que cuando arroje el ramo puedas cogerlo. Eso significa que la siguiente boda a la que vayas puede ser la tuya.
Le hice caso, pero no cogí el ramo deliberadamente. No sabía lo que quería. Sabía que no quería quedarme más tiempo en la boda, pero era demasiado temprano para irme a casa, pues Charles y Marion no se marcharían hasta las siete y media y tampoco quería ir a cenar con ellos.
Unos días más tarde, el martes, fui después de la escuela con Hilda a ver un piso que se vendía en Norris Green. Estaba en un edificio alto con aparcamiento, donde quedamos. Llegué la primera y me quedé sentada en el coche esperando a Hilda. Me disgustó el edificio nada más verlo. Tenía diez pisos y estaba situado en la esquina de dos calles muy ruidosas. Había algo impersonal en él.
Hilda entró con su Mini gris en el aparcamiento y lo estacionó junto a mi Volkswagen escarabajo rojo. Saludó con la mano e hizo una mueca. Supuse que la mueca era porque había una mujer en el asiento del pasajero, que seguramente era su madre.
—Mamá ha insistido en venir conmigo —farfulló con los dientes apretados cuando me acerqué. Su madre estaba saliendo por el otro lado—. Mamá, esta es Pearl Curran; es profesora en la escuela.
La señora Dooley era mucho más agraciada que su hija. Tenía una mata de cabello castaño sin trazas de canas, que la hacía aparentar menos de sesenta años. Pero su expresión cuando le estreché la mano era amarga.
—No sé qué idea se le ha metido en la cabeza a Hilda —rezongó malhumorada—. No tiene ninguna necesidad de meterse en el gasto que supone comprar un piso cuando tiene una casa estupenda ahora. ¡Si ni siquiera sabe untar bien una tostada con mantequilla! —Le lanzó a su hija una mirada asesina—. Pronto volverás corriendo, chica, cuando descubras que tienes que hacer la cama, lavar y limpiar, y que no tienes la comida esperando cuando llegues a casa de la escuela.
Hilda se limitó a poner los ojos en blanco. Después dijo:
—El piso está en el cuarto piso, pero el señor Hanley, el dueño, está fuera en este momento. Un tipo del segundo nos lo va a enseñar.
Caminamos en silencio hasta la entrada; la mujer mayor estaba claramente furiosa. Hilda tocó el timbre del
2
°
B y se escuchó una voz que preguntó si era la señorita Dooley.
—Sí —confirmó Hilda.
—Bajaré a abrirle.
—Esto es como el maldito
Star Trek
—se burló la señora Dooley.
—No tenías por qué venir, mamá —dijo Hilda—. Podías haberte quedado en casa viendo
Coronation Street.
Ahora te pasarás toda la noche quejándote porque te lo has perdido.
—He venido a apoyarte moralmente, chica —soltó su madre—. Conociéndote, si te dejo sola, eres lo bastante tonta como para dejarte convencer de que compres algo que en el fondo no te gusta.
—Por eso ha venido Pearl. —Hilda parecía bastante orgullosa de ese hecho.
Ahora me tocó a mí recibir una mirada furiosa.
Un hombre de unos cuarenta y cinco años con traje abrió la puerta. Tenía un pulcro cabello castaño y unos ojos brillantes.
—Soy Clifford Thompson —se presentó.
Nos estrechamos las manos y nos condujo al ascensor. El mal humor de la señora Dooley se desvaneció como por encanto y se volvió toda tímida y aniñada. Resultaba patética.
—Cuando Hilda le dice a la gente que soy su madre, me hace sentir terriblemente vieja —gimoteó.
—Debo admitir que me ha sorprendido —dijo el hombre, galante—. Habría jurado que era usted su hermana.
—Todo el mundo piensa eso. —La señora Dooley se dio un toquecito en el pelo y frunció los labios como si fuera a besarlo allí mismo, o estuviera deseando que él la besara. Aquello me hizo sentir aún más lástima por Hilda.
El ascensor se detuvo y salimos. Clifford Thompson abrió una puerta que, como todas las demás del piso, estaba pintada de marrón oscuro, y nos condujo al interior. Lo primero que advertí fue la vista desde la ventana. Era muy poco atractiva, sólo montones de casas y tráfico. Había un cruce justo delante y el sonido de los motores acelerando y las bocinas pitando se oía bastante alto.
A pesar de la cocina y el baño modernos, el piso me recordó a una cárcel, con sus habitaciones cuadradas y lisas. No había nada ni remotamente original o bonito en él. Le iría bien a un hombre, pensé, que no quisiera zócalos de fantasía, o cenefas, u otro tipo de embellecimientos en puertas y techos.
Obviamente, Hilda pensaba lo mismo.
—Creo que no —concluyó, después de echar un vistazo al dormitorio—. Lo siento, pero no me interesa. ¿Puede decírselo al señor Hanley de mi parte, por favor?
—Por supuesto. El arquitecto no desplegó mucha imaginación cuando diseñó estos pisos —dijo tristemente Clifford Thompson—. Me gustaría vivir en un lugar con un poco más de carácter.
—Eso es lo que quiero —Hilda asintió entusiasmada—. Un lugar con carácter.
—Hay un ático de un dormitorio a la venta en Waterloo, con vistas al río —le informó el hombre—. No sé la dirección, pero la puedo buscar si quiere.
—¡Oh! ¿Lo haría? —El rostro anodino de Hilda se iluminó—. Le daré mi número de teléfono para que pueda llamarme.
—Todo era una estrategia —comentó la señora Dooley cuando estuvimos fuera.
—¿Qué era una estrategia, mamá?
—Lo del piso en Waterloo. Apuesto a que no existe. Sólo lo dijo para conseguir nuestro número de teléfono. Me di cuenta de que le gusté —frunció los labios—. Llamará para pedirme que salga con él antes de que acabe la semana.
Me estremecí. ¡Por Dios, aquella mujer tenía sesenta años!
Resultó que el piso de Waterloo sí existía. Clifford Thompson telefoneó a Hilda unos días más tarde y se ofreció a llevarla. Hilda se enamoró del apartamento de inmediato. A la mañana siguiente me contó que tenía unos techos preciosos, un cuarto de baño a la antigua usanza y una estupenda chimenea victoriana en el salón.
—El dormitorio no es muy grande, pero en el salón hay sitio para un sofá cama, así que mis invitados pueden quedarse a dormir. —Le resplandecía la cara. Luego siguió contándome, Clifford la había llevado a tomar una copa mientras hablaban de si ella debía o no comprar el piso. Después la había invitado a ir al cine el sábado.
—¿Aceptaste? —pregunté.
—Bueno... sí —dijo ensimismada, como si no terminara de creerse todo lo que le había ocurrido—. Tiene dos hijos adolescentes y es divorciado. Su mujer le engañó con un tipo y ahora se ha casado con él.
—Buena suerte, Hilda —le deseé con sinceridad. Acababa de empezar a conocerla un poco mejor, y descubrí que al fin y al cabo me gustaba, sobre todo después de conocer a su espantosa madre. Y ahora yo tendría que encontrar a otra persona con quien pasar los sábados.
Noviembre-diciembre, 1939
Después del aborto, Amy se quedó en casa de su madre en Agate Street dos noches. Habría sido poco razonable quedarse más tiempo. No se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos la charla ligera de su madre y sus hermanas; no la echaba de menos cuando Barney estaba en casa, y a él era a quien más extrañaba.
Pero era imprescindible que volviera pronto a Newsham Park. El capitán Kirby-Greene ya estaría preguntándose por qué los Patterson no habían recogido la leche. Conociéndolo, muy bien podría informar a la policía de que ella había desaparecido. Y lo más importante, podía haber carta de Barney.