El artículo anexo a la foto, firmado por un tal Emilio Ribeiro, no daba noticias sobre la identidad del muerto y se limitaba a señalar el funesto hallazgo de una cabeza sin cuerpo bajo un puente del Camino de Santiago, pero don Gregorio, gracias a la nítida fotografía, comprendió inmediatamente que se trataba de su hermano y supo que también él, cuando Dios se lo llevase de este mundo, tendría esa misma cara de absoluta y vacía perplejidad.
El artículo continuaba con otro descubrimiento más terrorífico si cabía: la cabeza guardaba un mensaje en el interior de la boca, un mensaje
presumiblemente
dejado allí por el asesino, donde podía leerse una enigmática frase: «
Eu nom te espero
».
Fue entonces, al relacionar aquellas palabras con los papeles pegados en las rejas de la catedral, cuando el deán don Gregorio lanzó un alarido seco y terrible que lo dejó sin respiración por más de medio minuto. El grito alertó al secretario, que irrumpió en el despacho justo cuando el aire regresaba a los pulmones del deán y le provocaba una explosión incontenible de llantos, mucosidades y lamentos.
El médico, después de haberlo sedado y de haberle controlado la tensión, ordenó que lo llevaran a casa. Don Gregorio nunca imaginó que Dios probaría la fortaleza de su espíritu con una desgracia tan lacerante, quizá por eso, mientras lo introducían en la ambulancia se le escuchaba repetir, «¿por qué, Señor mío?», «¿por qué, Señor mío?».
* * *
El comisario Suso Corbalán no acostumbraba a leer la prensa. Ya sabía que el mundo era un lugar inhóspito manejado por turbas de políticos corruptos y sombras poderosas, no hacía falta que se lo recordaran cada mañana. Además, si los periódicos traían algo interesante la inspectora Cárol, siempre al quite, se lo pasaba por internet con la advertencia de «urgente» en el asunto del correo. Pero aquella mañana Cárol había tenido que ausentarse antes de ojear los diarios electrónicos porque Tarzanito, su hijo pequeño, le había explicado a la profesora de la guardería de verano con meridiana claridad que le dolía aquí (la cabeza) y que, por favor, llamaran a su madre para que viniera a recogerlo.
Así que Suso, como la inmensa mayoría de la ciudad a aquellas horas, permanecía en la más absoluta ignorancia con respecto a la muerte de Mauro Andrade, y ojeaba ficheros y repasaba informes en espera de que Cárol regresase para continuar una reunión que había dejado a medias.
Cuando Iria, la secretaria, le anunció que al otro lado de la línea se encontraba la voz del arzobispo de Santiago, una breve turbación lo mantuvo callado durante unos instantes y calibró que la llamada de un desconocido tan insigne no podía presagiar nada bueno.
La noticia, más allá de dejarlo aturdido, le golpeó como un mazo en el interior de su orgullo policial. Delante de Cárol había bromeado varias veces con las plácidas vacaciones que Mauro Andrade se estaba regalando lejos del trabajo y de su bella becaria; y en los tres días que habían transcurrido desde que el deán y la francesita vinieran a pedirle ayuda él no había hecho nada realmente serio por encontrar al catedrático, salvo pasarle los datos a la interpol y hablar con la policía romana. Incluso se había permitido reprocharle cariñosamente al deán su persistente inquietud y regalarle un dato estadístico y una interesante reflexión. «Usted tranquilo, de verdad, desapariciones similares ocurren cada dos por tres, y en el noventa por ciento de los casos la persona regresa a los pocos días. Se trata de esta vida estresante que llevamos, que nos satura y a menudo nos obliga a emprender pequeñas fugas transitorias para poder ordenarnos por dentro». «
Pequeñas fugas transitorias
». Valiente gilipollas.
Sería injusto decir que Mauro Andrade había muerto por su culpa pero no sería descabellado afirmar que él, con su inacción, le había echado un importante e invisible cable al asesino. Deseó egoístamente que la muerte se hubiera producido antes que la denuncia por desaparición, así al menos su conciencia encontraría un lugar tranquilo en el que purgarse.
Él y su finísima soberbia de madero habían metido la pata hasta el fondo. Ahora comprendía que el deán tenía fundamentados motivos para estar intranquilo, y también Josephine; ¿quién mejor que una amante y un hermano gemelo para conocer los hábitos de un hombre y alterarse ante un imprevisto cambio de planes? Dios, qué fracaso, hasta el inútil de Bouzas se había comportado con más rigor profesional. «Un anarquista», había bromeado con Cárol, «un anarquista que persigue a los dos hermanos», y se reía. Joder, qué fracaso. Aunque a decir verdad, tampoco don Gregorio le dio mayor importancia al hecho de que el tipo que ensuciaba las rejas de la catedral fuera el mismo que intentó agredir a su hermano el año pasado. De hecho, don Gregorio ya sabía de él, «un pobre hombre con el juicio perdido», dijo, pero Suso se había topado a lo largo de su vida con otros pobres hombres también con el juicio perdido que habían cometido horrendas barbaridades y ahora…
Seguía callado. Una profunda sensación de vergüenza le impedía abrir la boca. El arzobispo tenía una voz blanda que salía del auricular a borbotones, como la nata en un cazo de leche hirviendo, y se pegaba al oído de Suso, y de alguna manera le hacía daño.
El arzobispo le explicó que don Gregorio estaba en su casa, tranquilo, bajo el efecto de los tranquilizantes que le habían suministrado, pero, incluso con la voluntad diezmada por los medicamentos, insistía una y otra vez en hablar con el comisario Corbalán. Tenía que decirle un par de cosas. Así que ante la obstinación fue el propio arzobispo el que se ofreció para transmitirle a Suso las palabras del deán.
—Le escucho atentamente —dijo el comisario.
—Nuestro deán quiere que usted sepa que lo perdona de todo corazón, pero le pide, por favor, que a partir de ahora se dedique sin más demora a recuperar el cuerpo de su hermano y a detener al loco de los papeles.
«
Pequeñas fugas transitorias
». «Valiente gilipollas».
* * *
—Perdona que te diga, Martiño, pero tú no estás bien de la cabeza.
Martiño le hizo un gesto para que bajase la voz, y miró a través de la ventana para asegurarse de que Fiz y
Diderot
seguían tranquilos. Lo estaban. Paseaban dando vueltas alrededor del coche.
—Mercedes… —Y le puso su más tierna cara de hermano menor—. Serán solo unos días, de verdad, hasta que la cosa se aclare. Te prometo que no te molestarán. Yo mismo vendré todas las noches para que no estés sola.
Mercedes golpeó al aire con un trapo de cocina que tenía en las manos.
—Martiño, llevo sola en esta casa quince años, desde que se murió el Manolín, y no te has dignado pasar una noche conmigo. Fíjate que pienso que únicamente te acuerdas de mí cuando tienes un problema.
—No digas eso, mujer.
Mercedes tenía razón. Ella vivía en una casa de campo, en el
concello
de Teo, a escasos quince kilómetros de Santiago. Era su única hermana, y además la quería con sinceridad, entonces, ¿por qué no iba a visitarla con más frecuencia? Se arrepintió en silencio y le prometió que de ahora en adelante se guardaba para ella todas las tardes de domingo.
Mercedes no pareció escucharlo, se acercó al cristal con paso precavido, apartó a su hermano de un manotazo y abrió el visillo con los dedos. Después de observar un rato dijo:
—Me quedo con el perro.
—No, no, Mercedes. Van los dos en el lote, el perro y el amo. Si los separas se mueren. —Se arriesgó y le posó una mano sobre el hombro. Ella lo miró con frialdad—. Aquí te sobra sitio, Mercedes. Los dejas en la habitación de arriba y no tienes ni que verlos.
Un silencio denso anunciaba que ella estaba sopesando el asunto. Desde luego, aquellas cosas solo se le ocurrían a Martiño. Plantar en su casa a un desconocido y a un perro, como si aquello fuera una posada. ¿De qué se irían escondiendo? Bueno, eso no era asunto suyo, si Martiño los protegía tendría sus razones, y las razones de Martiño siempre fueron buenas para Mercedes, porque así debe ser, porque los hermanos mayores deben proteger a los pequeños, y más ella, que lo había criado como a un hijo, que cuando se les murió la madre le sacaba a Martiño diez años y dos cuerpos, que ella ya estaba formada con todo lo de una mujer, en cambio él era un espantajo seco y flacucho, tanto que cuando iban a Santiago, al mercado, las tenderas le regalaban al niño pedazos de queso,
que ten de medrar
[1]
.
—Tendrán que ayudarme con las vacas —sentenció—. No quiero haraganes en mi casa.
Entonces sí, Martiño apoyó la otra mano en el hombro de la hermana, la atrajo hacia sí y le propinó en las mejillas un par de besos largos y ruidosos. Ella simulaba disgusto pero no le retiraba la cara.
—
Xa vai, xa vai
[2]
—protestaba.
Martiño salió raudo al exterior para anunciarle a Fiz que la primera parte del problema estaba resuelta, que su hermana les concedía pensión al menos por unos días. A partir de ahí ya verían cómo arreglárselas.
Fiz se había tomado la pastilla y, en realidad, no tenía constancia de estar atravesando por un momento peligroso, se trataba de Martiño, que se había empeñado con urgencia y premeditación en sacarlo del piso a primera hora de la mañana, con una mochila llena de gayumbos, calcetines y algún que otro objeto de uso cotidiano. Lo había empujado hasta meterlo en el coche junto a
Diderot
y mientras conducía por la autovía le explicaba, a todo trapo, que habían encontrado una cabeza con un papel escrito dentro de la boca, que bien claro lo ponía en el periódico, que la frase era la que era y que el muerto estaba en pleno Camino de Santiago, que se cagaba en la sota de copas, que ya sabía él que aquellas
caralladas
no podían terminar bien, que ni siquiera sabía por qué lo estaba ayudando, que esa frase la había visto él muchas veces entre los papelajos de Fiz mientras limpiaba la mesa del salón, que se volvía a cagar en la sota de copas, que solo era cuestión de horas que la poli apareciera por allí, que menos mal que él acostumbraba a leer la prensa diaria que si no… y que de ahora en adelante tenía que tomarse las pastillas, sí o sí. ¡Coño!
Fiz miraba a través del cristal del coche. Con el calor de los últimos días el verde de los campos se estaba retirando en favor del amarillo. A lo lejos, un bosque de eucaliptos invasores se perfilaba en el horizonte. Martiño era bueno. A veces hablaba demasiado, incluso gritaba, pero era bueno. No había que tenerle en cuenta este tipo de excentricidades. Desde luego, a nadie le hace mal unos días en el campo, aunque Fiz no veía por ningún lado ni el peligro ni la urgencia. Ya le contó a la policía local que lo suyo con los papeles amenazantes era cosa de artista contemporáneo, una instalación reivindicativa, les dijo. Y se quedaron tranquilos. «Tomamos nota», le explicaron, «pero la próxima vez pides un permiso al ayuntamiento». Por lo visto, ahora había alguien que lo estaba imitando. Pues muy bien. Pero lo imitaba cortando cabezas a la gente, y eso muy mal.
En cuanto Fiz puso un pie en el interior de la casa, Mercedes advirtió que aquel hombre tenía la mirada seca. Observaba las cosas de una manera rara, como si quisiera traspasarlas y verlas por detrás. Los brazos le caían lánguidos, sin vida, en busca del suelo.
Diderot
, en cambio, caminaba por la casa y olfateaba los muebles con la sencillez que tiene un abuelo para acariciar a un nieto. Naturalmente.
—Vente, bonito —le golpeaba cariñosa en el lomo.
—Se llama
Diderot
—le explicó Fiz—. Como el padre de la
Encyclopédie
, el gran señor de la Francia ilustrada.
Mercedes le lanzó a su hermano una mirada inquieta. ¿Seguro que aquel tipo no era peligroso? Martiño la tranquilizó con una caída de ojos que ella conocía muy bien y que venía a decir «confía en mí».
Después de unos momentos de conversación torpe y entrecortada Martiño subió al dormitorio la mochila de Fiz, y Mercedes aprovechó para improvisar con una manta vieja la cama de
Diderot
, que colocó junto a la puerta trasera de la casa, la que permanecía abierta durante el día, para que el can pudiera entrar y salir cuando le viniera en gana.
Quince minutos más tarde ya estaban de nuevo reunidos alrededor de la mesa del salón.
—Yo he de irme —anunció Martiño—, he de limpiar la casa de los Teijo y llego tarde. ¿Ya te tomaste la pastilla? —le preguntó a Fiz, que movió la cabeza afirmativamente—, pues entonces descansa y no te preocupes por nada, hasta aquí no va a llegar nadie a tocarnos las pelotas.
Vio un gesto de reprobación en Mercedes a cuenta de su vocabulario. Se acercó y la besó de nuevo.
—
Graciñas
, Tata, a la noche regreso.
El sonido del coche se perdió por el camino de los árboles y fue dejando paso a los edificantes murmullos de la vida rural. Mercedes abandonó a Fiz en el salón sin decirle una palabra, y se llevó a
Diderot
con ella en dirección al establo.
—Pues no muy lejos de aquí vivía mi amigo Cristóbal Vázquez —dijo Álvaro Cunqueiro dentro de la cabeza de Fiz—, a quien las más de las noches venía a visitarle el fantasma del arzobispo Xelmirez para jugar en sueños al tute subastado, porque se conoce que en el Más Allá no había costumbre de naipes y, claro, el espíritu añoraba…
Fiz iba a protestar, pero la voz del escritor se le fue apagando progresivamente hasta perderse por completo como si estuviera cayendo por un pozo negro y profundo. La mayoría de las veces aquellas malditas pastillas conseguían que Cunqueiro se callase, el problema estaba en que también lo callaban a él, y le costaba horrores articular los pensamientos más sencillos, y apenas podía expresarse sino con monosílabos.
Se tentó el bolsillo de la camisa. Sacó el paquete de tabaco y lo dejó sobre la mesa. También sacó su pequeña libreta de papeles adhesivos. Escribió muy lentamente y con trazos imperfectos:
Eu nom te espero
. Poco a poco, como si aguantara un peso sobrehumano, dejó caer su cabeza sobre el brazo derecho. Una niebla tupida comenzó a llenarlo todo. Luego llegó el sueño.
E
ran las ocho de la tarde y el comisario Suso Corbalán continuaba purgando su mala conciencia en el despacho de la comisaría. Como un penoso estudiante se había lanzado a última hora a resolver lo que ya no tenía remedio, y llevaba todo el día con la oreja pegada a un auricular de plástico y con la sangre encabritada y caliginosa.