En Burguete había hermosas vacas tumbadas en los pastos, impresionantes casonas con techos a cuatro aguas y muchos peregrinos desayunando en los bares. Los geranios iluminaban de un rojo especial los balcones y cualquiera hubiera deseado terminar allí mismo la etapa y quedarse a vivir. Pero yo no era cualquiera. Era un periodista que debía llegar hasta Zubiri, y para eso, quedaban todavía bastantes kilómetros.
Todas las guías advertían al caminante de que aquella jornada tenía dos potentes subidas y dos incómodos descensos. Según parecía, la primera gran ascensión se daba al dejar atrás el pueblo de Espinal. Lo que nadie me dijo era que en las primeras rampas pedregosas me iba a topar con una excursión de jóvenes católicos que peregrinaban a Compostela portando, además de sus mochilas, una sencilla cruz de madera que se iban pasando los unos a los otros a medida que la fatiga del camino los sometía. Me pareció digno de contarlo en mi posterior artículo y le pedí permiso al cura que estaba al mando de la expedición para acompañarlos durante un tramo. El hombre, joven, sonriente y rubio, hizo gala de una exquisita amabilidad y no puso mayor reparo.
—¿Sabe usted rezar? —quiso saber.
Yo meneé la cabeza, indeciso.
—Algo recuerdo de mis años mozos —dije.
—No —me aclaró—, se lo digo para que no se asuste si ve que de repente nos ponemos a cantar o a rezar. A nosotros nos relaja y nos hace el camino más ameno.
—Asumo el riesgo —dije, y me volvió a sonreír.
Los chavales rondarían los dieciséis años y eran asombrosamente parecidos los unos a los otros. Sin tener el pelo largo lo tenían crecido, casi hasta el inicio de los ojos, y el flequillo les caía a derecha o izquierda, según el gusto. Se les veía sanos y vigorosos, y no parecía que ninguno de ellos estuviera allí contra su voluntad.
—¿De dónde venís? —le pregunté a uno que me observaba con insistencia.
—Somos de Madrid —dijo escueto pero amable.
Le señalé con un movimiento de cabeza a los primeros del grupo, los que portaban la cruz.
—¿Pesa?
Negó.
—A nosotros no. Es el símbolo de nuestra fe.
Joder. Parecía que llevara años esperando una pregunta como aquella y, de repente, allí estaba yo para hacerle el favor de su vida.
—¿Y llegaréis con ella hasta Santiago?
—No lo dude.
Su sobriedad era apabullante.
—¿Por qué no hay chicas? —quise probarlo.
Los ojos del adolescente se velaron ligeramente, quizá fuera el esfuerzo de las rampas, que por momentos se hacían más empinadas y rocosas. Miró de soslayo al cura que venía por detrás.
—Porque somos un curso de primero de bachillerato y en nuestra clase no hay chicas.
Era innegable que mi nuevo amigo tenía las cosas claras.
—Y usted —quiso saber—, ¿por qué anda solo?
—Soy periodista y estoy escribiendo una serie de reportajes sobre el Camino.
—¿Para quién escribe?
Aquel chaval empezaba a asustarme. Pensé en mentir pero seguro que él hubiera advertido un leve temblor en mis labios que me habría delatado. Le dije la verdad. Sonrió.
—¿Y qué dirá en su artículo de nosotros?
—Que me encontré a un grupo de jóvenes henchidos de fe.
Confiaba en que no supiera el significado de la palabra «henchido». Por algún lado debía socavar su seguridad.
Levantó la mano y se secó unas gotas de sudor que le perlaban la frente. De improviso, de la parte trasera del grupo, en la que estaba el cura, surgió una especie de rumor que avanzaba constante y veloz en nuestra dirección. Al llegar a nosotros era ya un canto claro y definido: «Yo tengo un gozo en el alma, ¡hey! Gozo en el alma, ¡hey!»
Mi compañero se unió a la fiesta batiendo acompasadas palmas. Yo consideré que era el momento propicio para avanzar y ver qué se contaban los que cargaban la cruz por allí delante. No me resultó fácil. Las piernas de los chavales, incluso las de los portadores, subían con más nervio que las mías, y tuve que esperar a que las rampas se suavizaran para ponerme a su altura.
Quise acreditar con mis propias fuerzas cuánto de meritorio había en ascender monte arriba con esa cruz, y le ofrecí un relevo al portador. No solo me pasó la cruz sino que anunció el cambio de turno al resto de los chavales, que al instante ya me estaban jaleando con aplausos y vítores, felicísimos de haber encontrado a un sufrido camarada en mitad del Camino.
La cruz, observada de cerca, no era tan impresionante. Se trataba de un trabajo escolar de marquetería. Lo que en la lejanía me había parecido recia madera acabó por ser un conjunto de láminas de chapón pegadas entre sí con puntillas metálicas. El resultado eran dos cajas perfectas, estrechas y alargadas que se unían en un punto determinado para formar una cruz esbelta y barnizada en tono caoba. No es que aquello le quitase mérito a los chavales, pues, como bien había dicho mi joven amigo, se trataba simplemente de un símbolo, pero debo reconocer que mi interés por el grupo decreció al comprobar que bajo sus hombros no cargaban el peso real de su devoción.
La cruz estaba hueca, en su interior solo había aire, vacío. Imaginé, aunque no pensaba decírselo a mi joven amigo, que aquello también podía ser un buen símbolo de vacuidad.
Escuché un silbido y me volví, el cura balanceaba uno de sus brazos en una especie de saludo que no supe interpretar. La ascensión estaba tocando a su fin. Las lajas que empedraban el suelo se iban reduciendo y daban paso a una hierba fresca y tierna que anunciaba las inminentes praderas. Me detuve bajo un castaño frondoso e hice entrega del «símbolo» al primer chaval que me pasó por delante.
Los fervorosos jóvenes y su cura emprendieron el descenso por un nuevo bosque de hayas, donde el musgo se pegaba a los troncos y alcanzaba los dos metros de altura. Yo los despedí tumbado en la hierba, aprovechando una serie de nubes que me protegían del sol de julio. No tenía una prisa especial por llegar a Zubiri.
Cerré los ojos y me dediqué a escuchar el pulso irregular de la naturaleza sin descartar una posible siesta. Veinte minutos más tarde un rumor de bicicletas se detuvo junto a mí y dos peregrinos sobre ruedas me advirtieron de la inconveniencia de los largos descansos a mitad de jornada, porque el cuerpo se enfriaba y la vuelta al camino se hacía más sufrida. Les agradecí el consejo y comencé el descenso pensando en mis cosas y disfrutando del paseo hasta el robledal de Muskilda para posteriormente llegar a Lintzoain, donde había un frontón pequeño y coqueto que solo alargaba hasta la zona del siete. Imaginé aquel frontón en fiestas, con sus cenas populares, sus bailes y sus parejas de jóvenes buscando el abrigo del bosque cercano. Definitivamente, el Camino me estaba atrapando en sus espejismos sentimentales.
La siguiente subida se anunciaba de cuatro kilómetros y según leí en la guía tenía fama de ser el momento más duro de la etapa. Había que coronar el monte Erro, para después dejarse caer varios kilómetros más hasta el final de etapa en Zubiri.
Desde el primer repecho deseché cualquier compañía y me dispuse a sufrir en soledad. Ciertamente el tramo resultó complicado y hubo momentos en los que el resuello apenas me alcanzaba para llenarme el cerebro de oxígeno. Con la cabeza vencida observaba mis botas, cada vez más lentas y más llenas de polvo. El bastón peregrino, que se suponía debía ayudarme, me resultaba de pronto un estorbo, y de haber tenido un poco más de ímpetu lo hubiera lanzado como una jabalina contra los montes cercanos. Memoricé, uno a uno, los objetos que llevaba en la mochila, por si pudiera prescindir de alguno. Detenerme y calcular la distancia que me quedaba me fatigaba tanto como seguir andando. Sentí una ligera molestia en el interior de la bota y temí que se tratase de una incipiente ampolla. ¿Cómo podía pasarse de la felicidad bucólica a la fatiga crónica en tan poco tiempo? Supuse que también eso formaba parte del Camino.
El ridículo más espantoso me acechaba y la idea de abandonar en la primera jornada se hacía cada vez más fuerte en mi interior. ¿Qué podía suponer un nuevo fracaso en la vida de un perfecto fracasado como yo? Poco o casi nada. Sin embargo, una idea me mantuvo firme en mi propósito: por primera vez en mi vida prefería un litro de agua fresca a un vaso de vino. No todo estaba perdido.
La cumbre del monte Erro llegó, y con ella mi desplome junto al primer árbol sombrero que encontré. Desembalé el último bocadillo de queso con tomate y bebí con ansiedad el caldo caliente que me quedaba en la cantimplora. Estuve media hora viendo desfilar gente sin apenas atender a sus saludos. Según leí en la guía lo peor había pasado.
La bajada, a pesar del terreno duro e irregular, me resultó relativamente benévola. La ampolla me latía ya sin disimulo en el interior del calcetín, pero el nombre de Zubiri se me había grabado en la frente y no cejaría en mi empeño hasta tener delante de mí sus casas, su albergue, su cuarto de baño y su restaurante. Porque si algo tenía yo claro en aquellos momentos de angustia era que esa noche cenaría en un restaurante. Vaya.
Cierta claridad en el horizonte me advertía de la inminente llegada a la meta, emprendí las últimas curvas zigzagueantes y la primera casona de Zubiri apareció ante mis ojos, destartalada, mordida por el tiempo y por el abandono, pero allí estaba, recibiendo la alegría dolorida de unos caminantes que apenas reparaban en ella, pues unos pasos más allá, imponente y bello, se levantaba el puente con doble arcada y mirador que daba fama al pueblo. Le decían Puente de la Rabia porque se conoce que en tiempos los animales rabiosos sanaban allí si daban unas vueltas alrededor del pilar central.
No voy a negar que lo crucé emocionado, y que antes que adentrarme en las pocas calles de Zubiri, preferí sumergirme en las gélidas aguas de su río, el Arga, donde ya había peregrinos chapoteando, jugando con la corriente y poniendo en remojo las inflamadas llagas.
Seis horas de caminata me habían bastado para vislumbrar los secretos que daban fama mundial a aquel Camino: la soledad, la introspección y los latidos íntimos de cada reto personal, pero también la risa del grupo, el sudor colectivo, la alegría por compartir comida, techo, senderos… Formidables sensaciones todas ellas que se acumulaban vertiginosas a lo largo de un solo día.
Me tocaba ahora el tiempo del alivio. El agua se arremolinaba alrededor de mis pies y su frescor alcanzaba incluso las partes más oscuras de mi alma negra, donde, hasta hacía bien poco, solo llegaba un mejunje marrón de ginebra y Coca–Cola. Me tumbé en la orilla y extendí brazos y piernas como si fueran las aspas de un molino secándose al sol. ¿Podría de verdad convertirme en un hombre libre?
De improviso, un grito brutal y sostenido me sacó de mis ensoñaciones. Era un grito femenino y extranjero que procedía de un lugar cercano. Todos cuantos por allí estábamos miramos en la misma dirección. El grito se renovaba con idéntica fuerza una y otra vez. Algunos corrimos mojados y descalzos hasta la parte baja del puente; junto a uno de los pilares había una joven rubia con el brazo extendido y tembloroso señalando a un lugar determinado en medio de la verdura. Una cabeza humana, como una seta silvestre, parecía brotar de la tierra y miraba con ojos estupefactos y muertos el discurrir de las aguas bajo el puente.
Alguien consiguió sacar a la chica de allí, y la alarma de su grito se alejó de mi oído como una ambulancia por la ciudad, dejando paso a un rumor sucio que se acrecentaba con la constante llegada de curiosos. Hinqué la rodilla en la tierra. La cabeza tenía el pelo blanco y la piel del color de las violetas. Me resultó pequeña, allí sola, sin un cuerpo que la sostuviera. Resultaba evidente que la cabeza había pertenecido a un varón pero no era fácil calcularle la edad porque la muerte lo deforma todo de un modo insospechado.
En torno a mí pululaban frases sueltas, que mi mente, oscurecida todavía por semejante hallazgo, apenas alcanzaba a interpretar: «La policía está de camino»; «que nadie toque nada»; «que venga un médico». ¿Un médico?
Me incliné hasta que mi rostro se enfrentó a aquel hongo morado de carne y hueso. No me daba asco porque su apariencia humana se había adulterado de tal manera que más parecía una máscara. Algo extraño le asomaba por la boca medio abierta. Quizá fuera un pedazo de lengua blanca, pero no. «Que nadie toque nada», me pareció que decían, pero no. El índice y el pulgar se unieron con ambición de pinza y capturaron aquel saliente blanco y arrugado que la cabeza conservaba dentro de la boca. Era un papel, lo abrí y estaba escrito. «Que nadie toque nada», pero no. Lo leí y lo volví a introducir en la cueva seca y macilenta de la que había salido. «Ya viene la policía», pero no. Me levanté y desaparecí entre un pequeño tumulto de peregrinos. Mientras me alejaba observé que un tipo fotografiaba aquel descubrimiento singular. Más tarde lo buscaría para hablar con él, ahora debía llamar a Gonzalo, y después ponerme a escribir la crónica del día.
D
on Gregorio Andrade, deán de la catedral, tenía un sueldo digno, buena salud y mejores amigos. Vivía a escasos cinco minutos de su puesto de trabajo, en un piso amplio con una galería blanca y solariega que daba a la plaza de
Feijóo
. Sin embargo, en aquellos instantes, ninguna persona en su sano juicio se habría cambiado por el deán.
Un famoso periódico sacaba en las páginas de sucesos una fotografía pequeña pero nítida en la que se podía advertir la cabeza de su hermano gemelo tirada como una piedra vulgar y gris en mitad de la floresta. La cabeza de su hermano gemelo, que era lo mismo que decir su otra cabeza, porque, más allá del parecido físico, Gregorio y Mauro habían pensado siempre en común; las muchas o las pocas decisiones relevantes que habían tomado en sus vidas las habían tomado juntos, analizando solidariamente los pros y los contras de cada problema, de manera que el prestigio académico e internacional del catedrático Mauro le debía mucho a las buenas directrices marcadas por Gregorio, y la ascensión canóniga de este se había fundamentado en los fraternales consejos de aquel.
Don Gregorio había nacido media hora antes, con lo que asumió para sí el rol de «hermano mayor». Quizá por eso resultaba algo más sobrio que Mauro, quien se había permitido desde siempre ser un poquito más egoísta, un poquito menos responsable y, en definitiva, toda esa serie de características que adornan a los pequeños de la casa.
Así que cuando el secretario de don Gregorio colocó sobre la mesa del despacho —entre una foto del Papa y un crucifijo de plata— un lote con los periódicos del día, no podía suponer que cinco minutos más tarde tendría que llamar urgentemente a un médico porque don Gregorio se le iba en un apresurado ataque de ansiedad, tras comprobar que una de sus dos cabezas había terminado macilenta y fría junto a un puñado de florecillas silvestres.