—Tú no tuviste la culpa —dijo Mack.
—Te he decepcionado —dijo Peg con lágrimas en los ojos.
—No seas tonta.
Mack la estrechó en sus brazos y ella rompió a llorar mientras su diminuto cuerpo se estremecía de angustia.
Caspar Gordonson llegó con un banquete: una gran sopera con sopa de pescado, un trozo de carne de buey asada, varias jarras de cerveza y unas natillas. Después le pagó al carcelero para que les permitiera usar una sala privada con sillas y una mesa. Mack, Cora y Peg fueron sacados de sus salas y todos se sentaron a comer.
A pesar de que estaba en ayunas, Mack apenas tenía apetito. Quería conocer inmediatamente la opinión de Gordonson acerca de sus posibilidades en el juicio, pero reprimió su impaciencia y bebió un poco de cerveza.
Cuando terminaron de comer, el criado de Gordonson quitó la mesa y les entregó tabaco y unas pipas. Gordonson tomó una pipa y lo mismo hizo Peg, la cual ya había adquirido aquel vicio propio de los adultos.
Gordonson se refirió en primer lugar a los casos de Peg y Cora.
—Ya he hablado con el abogado de la familia Jamisson sobre la acusación de hurto —dijo—. Sir George cumplirá la promesa que le hizo a Peg de pedir clemencia por ella.
—Me extraña —dijo Mack—. Los Jamisson no tienen por costumbre cumplir su palabra.
—Bueno, lo hacen porque les conviene —explicó Gordonson—. Mira, sería muy embarazoso para ellos que Jay tuviera que declarar ante un juez que eligió a Cora y se fue con ella, pensando que era una prostituta. Prefieren decir que ella le conoció en la calle y trabó conversación con él mientras Peg le vaciaba el bolsillo.
—Y nosotras tenemos que aceptar este cuento de hadas para proteger la reputación de Jay —dijo Peg en tono despectivo.
—Si quieres que sir George interceda por ti, sí.
—No hay más remedio —dijo Cora—. Y lo haremos así.
—Muy bien. —Gordonson se volvió hacia Mack—. Ojalá tu caso fuera tan fácil.
—¡Pero yo no provoqué los disturbios! —protestó Mack.
—No te retiraste cuando te leyeron la Ley de Sedición.
—Por el amor de Dios… intenté conseguir que todos se retiraran, pero los rufianes de Lennox nos atacaron.
—Vayamos por partes.
Mack respiró hondo y reprimió su exasperación.
—De acuerdo.
—El fiscal dirá simplemente que te leyeron la Ley de Sedición y que tú no te fuiste y, por consiguiente, eres culpable y tienes que morir en la horca.
—¡Sí, pero todo el mundo sabe que hay algo más!
—Ahí está, en eso se tiene que basar tu defensa. Tú tienes que decir que el fiscal sólo ha contado la mitad de la historia. ¿Puedes aportar testigos que declaren que pediste a todo el mundo que se dispersara?
—Estoy seguro de que sí. Dermot Riley podrá conseguir que muchos descargadores de carbón declaren a mi favor. ¡Pero habría que preguntarles a los Jamisson por qué razón aquella gente pretendía descargar el carbón precisamente en aquel almacén y a aquella hora de la noche!
—Bueno…
Mack descargó un impaciente puñetazo sobre la mesa.
—Los disturbios se habían organizado de antemano, eso es lo que tenemos que decir.
—Sería muy difícil de demostrar.
Mack se enfureció ante la negativa actitud de Gordonson.
—Los disturbios se debieron a una conspiración… usted no puede prescindir de estos datos. Si los hechos no se exponen en el juicio, ¿dónde se van a exponer?
—¿Asistirá usted al juicio, señor Gordonson? —preguntó Peg.
—Sí… pero es posible que el juez no me permita hablar.
—Pero ¿por qué no, maldita sea? —preguntó Mack, indignado.
—Teóricamente, si eres inocente, no necesitas ayuda legal para demostrarlo. Pero, a veces, los jueces hacen una excepción.
—Espero que nos toque un juez amable —dijo Mack con inquietud.
—El juez tiene que ayudar al acusado. Su deber es encargarse de que los alegatos de la defensa estén claros para el jurado. Pero no confíes demasiado en que eso ocurra. Confía más bien en la simple verdad. Es lo único que te puede salvar del verdugo.
E
l día del juicio los prisioneros fueron despertados a las cinco de la mañana.
Dermot Riley llegó a los pocos minutos con un traje para Mack. Era el mismo que él había utilizado el día de su boda y Mack se emocionó. Su amigo le había llevado también una navaja y una pastilla de jabón. Media hora después, Mack ofrecía un aspecto totalmente respetable y ya estaba preparado para presentarse ante el juez.
Lo ataron junto con Cora, Peg y otros quince o veinte prisioneros y los sacaron a la Newgate Street, desde donde bajaron por una travesía llamada Old Bailey y subieron por una callejuela para dirigirse al Palacio de Justicia.
Allí Caspar Gordonson se reunió con él y le explicó quién era quién. El patio del edificio ya estaba lleno de gente: fiscales, testigos, miembros de los jurados, abogados, parientes y amigos, mirones y un considerable número de putas y ladrones en busca de alguna ocasión de hacer negocio. Los prisioneros fueron conducidos a través del patio hasta una puerta que daba acceso a la Sala de Fianzas, la cual ya estaba casi llena de acusados procedentes de otras prisiones: la de Fleet Street y las de Bridweell y Ludgate. Desde allí, Mack podía ver el imponente edificio del Palacio de Justicia. Unos peldaños de piedra conducían a la planta baja, abierta en uno de sus lados, a excepción de una columnata. Dentro estaba el banco de los jueces sobre una tarima. Al otro lado estaban los espacios destinados a los jurados y las galerías reservadas a los funcionarios de justicia y los espectadores privilegiados.
A Mack le recordaba una pieza de teatro… en la que él era el malo de la obra.
Contempló con sombría fascinación el comienzo de la larga jornada de juicios. El primer caso fue el de una mujer acusada de robar en una tienda quince metros de un burdo tejido de lino y lana. El propietario de la tienda era el fiscal, el cual valoraba el tejido en quince chelines. El testigo, un empleado, juró que la mujer se había llevado el rollo de tela y se había dirigido a la puerta y, al ver que la estaban mirando, había soltado el rollo y había escapado corriendo.
La mujer, por su parte, decía que se había limitado a examinar el tejido y que en ningún momento había tenido la menor intención de robarlo.
Los miembros del jurado se reunieron para deliberar. Procedían de la clase social conocida con el nombre de «mediana» y eran pequeños comerciantes, prósperos artesanos y propietarios de tiendas. Aborrecían el desorden y el robo, pero desconfiaban del Gobierno y defendían celosamente la libertad… por lo menos la suya.
Declararon culpable a la mujer, pero fijaron el precio del tejido en cuatro chelines, un precio muy inferior al real. Gordonson le explicó a Mack que la mujer hubiera podido ser ahorcada por robar en una tienda productos valorados en más de cinco chelines. La decisión pretendía evitar que el juez condenara a muerte a la mujer.
Sin embargo, el veredicto no se dictó inmediatamente: todos serían leídos al término de la jornada.
El juicio había durado menos de un cuarto de hora. Los siguientes casos fueron juzgados con la misma rapidez y unos pocos duraron más de media hora. Cora y Peg fueron juzgadas juntas a media tarde. Mack sabía que la marcha del juicio había sido previamente acordada, pero aun así cruzó los dedos, confiando en que todo saliera según lo previsto.
Jay Jamisson declaró que Cora había trabado conversación con él en la calle mientras Peg le vaciaba los bolsillos. Llamó como testigo a Sidney Lennox, el cual había presenciado lo que estaba ocurriendo y lo había avisado. Ni Cora ni Peg negaron aquella versión de los hechos. Su recompensa fue la aparición de sir George, quien declaró que ambas habían colaborado en la detención de otro delincuente y solicitó al juez que las condenara a ser deportadas en lugar de ahorcadas.
El juez asintió comprensivamente, pero la sentencia no se dictaría hasta el final de la jornada.
Minutos después se inició el juicio de Mack.
Lizzie no podía quitarse de la cabeza el juicio.
Comió a las tres de la tarde. Sabiendo que Jay se pasaría todo el día en los juzgados, su madre acudió a la casa para almorzar con ella y hacerle compañía.
—Has engordado, querida —le dijo lady Hallim—. ¿Acaso comes más de la cuenta?
—Al contrario —contestó Lizzie—. A veces, la comida me marea. Supongo que debe de ser la emoción de ir a Virginia. Y ahora sólo nos faltaba ese horrible juicio.
—Eso no es asunto tuyo —se apresuró a decir lady Hallim—. Cada año se ahorca a docenas de personas por delitos mucho más leves. No pueden suspender la ejecución por el simple hecho de que tú le conozcas desde la infancia.
—¿Y cómo sabes tú que cometió un delito?
—Si no lo cometió, se demostrará su inocencia. Estoy segura de que lo están tratando como a cualquier persona que haya sido lo bastante insensata como para participar en unos disturbios.
—Pero él no participó —protestó Lizzie—. Jay y sir George provocaron deliberadamente los disturbios para poder detener a Mack y acabar de este modo con la huelga de los descargadores de carbón…, me lo dijo Jay.
—Estoy segura de que tuvieron sus buenas razones.
—¿Tú no crees, madre, que eso está mal? —preguntó Lizzie con lágrimas en los ojos.
—Eso no es asunto mío ni tuyo, Lizzie —contestó lady Hallim con firmeza.
Para disimular su aflicción, Lizzie se tomó una cucharada de postre —puré de manzanas con azúcar—, pero se mareó y tuvo que posar la cuchara.
—Caspar Gordonson me dijo que yo podría salvar a Mack si hablara en su favor durante el juicio.
—¡Dios nos libre! —exclamó su madre, escandalizada—. Eso sería ir en contra de tu marido en un juicio público… ¡ni se te ocurra!
—¡Pero se trata de la vida de un hombre! Piensa en su pobre hermana… en lo mucho que sufrirá cuando se entere de que lo han ahorcado.
—Son mineros, querida, no son como nosotros. Su vida vale muy poco, no sufren como nosotros. Su hermana se emborrachará con ginebra y volverá a bajar al pozo.
—Tú no crees eso que dices, madre, lo sé muy bien.
—Puede que exagere un poco, pero estoy segura de que de nada sirve preocuparse por esas cosas.
—No puedo evitarlo. Es un joven valiente que sólo quería ser libre y no puedo soportar la idea de que cuelgue de una soga.
—Podrías rezar por él.
—Ya lo hago —dijo Lizzie—. Ya lo hago.
El fiscal era un abogado llamado Augustus Pym.
—Trabaja mucho por cuenta del Gobierno —le explicó Gordonson a Mack en voz baja—. Seguramente le pagan para este caso.
O sea que el Gobierno lo quería ahorcar, pensó Mack, sumiéndose en un profundo desánimo.
Gordonson se acercó al estrado y se dirigió al juez.
—Milord, puesto que la acusación correrá a cargo de un abogado profesional, ¿me permitirá usted hablar en defensa de McAsh?
—De ninguna manera —contestó el juez—. Si McAsh no puede convencer al jurado sin ayuda exterior, mal veo el asunto.
Mack se notó la garganta seca y sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Tendría que luchar por su vida él solo. Pues muy bien, lucharía con todas sus fuerzas.
—El día en cuestión, unos carros de carbón se estaban dirigiendo al almacén del señor John Cooper llamado «el Negro Jack», en la High Street de Wapping —dijo el abogado.
—No era de día sino de noche —dijo Jay, interrumpiéndole.
—No haga comentarios estúpidos —le advirtió el juez.
—No es ninguna estupidez —replicó Mack—. ¿Cuándo se ha visto que se descargue el carbón a las once de la noche?
—Cállese. Prosiga, señor Pym.
—Los hombres de los carros fueron atacados por un grupo de descargadores de carbón en huelga y se dio aviso a los magistrados de Wapping.
—¿Quién les avisó? —preguntó el juez.
—El propietario de la taberna Frying Pan, el señor Harold Nipper.
—Un contratante —dijo Mack.
—Y un respetable comerciante, según tengo entendido —puntualizó el juez.
—El juez de paz señor Roland MacPherson —añadió Pym— se presentó en el lugar de los hechos y constató la existencia de unos disturbios. Entonces, los descargadores de carbón se negaron a dispersarse.
—¡Fuimos atacados! —dijo Mack.
No le hicieron caso.
—El señor MacPherson mandó llamar a las tropas, tal como era su obligación y su derecho. Un destacamento del Tercer Regimiento de la Guardia Real se presentó al mando del capitán Jamisson. El prisionero figuraba entre los detenidos y el primer testigo de la Corona es John Cooper.
El Negro Jack declaró que bajó por el río hasta Rochester para comprar una partida de carbón que se había descargado en aquel lugar y que la transportó a Londres en unos carros.
—¿A quién pertenecía el barco? —preguntó Mack.
—No lo sé… yo hablé con el capitán.
—¿De dónde procedía el barco?
—De Edimburgo.
—¿Su propietario podría ser quizá sir George Jamisson?
—No lo sé.
—¿Quién te dijo que, a lo mejor, podrías comprar carbón en Rochester?
—Sidney Lennox.
—Un amigo de los Jamisson.
—De eso yo no sé nada.
El segundo testigo de Pym fue Roland MacPherson, el cual juró que había leído la Ley de Sedición a las once y cuarto de la noche y que la multitud se negó a dispersarse.
—Llegó usted al lugar de los hechos muy rápidamente —dijo Mack.
—Sí.
—¿Quién le avisó?
—Harold Nipper.
—El propietario de la taberna Frying Pan.
—Sí.
—¿Tuvo que ir muy lejos?
—No sé a qué se refiere.
—¿Dónde estaba usted cuando él lo avisó?
—En la sala interior de su taberna.
—¡Muy cerquita! ¿Estaba todo previsto?
—Sabía que se iba a descargar una partida de carbón y temía que hubiera algún alboroto.
—¿Quién le advirtió?
—Sidney Lennox.
—¡Vaya, hombre! —dijo uno de los miembros del jurado.
Mack le miró. Era un joven de aire escéptico y Mack lo catalogó como un aliado en potencia.
Finalmente, Pym llamó a declarar a Jay Jamisson. Jay habló con gran desparpajo mientras el juez le escuchaba con expresión ligeramente hastiada, como si ambos fueran unos amigos que estuvieran comentando una cuestión sin importancia. «No sea usted tan indiferente —hubiera querido gritarle Mack al juez—, ¡está en juego mi vida!».