Cuando la campanilla dejó de sonar, el hombre del centro se anunció.
—Soy Roland MacPherson, juez de paz de Wapping, y declaro en estos momentos que se han producido unos disturbios.
A continuación, procedió a leer el artículo más importante de la Ley de Sedición.
En cuanto se constataba la existencia de unos disturbios, todo el mundo se tenía que dispersar antes de una hora. Los actos de desobediencia se podían castigar con la pena de muerte.
El magistrado se había presentado allí con una rapidez extraordinaria, pensó Mack. Era evidente que ya sabía lo que iba a suceder y estaba aguardando en la taberna el momento oportuno para intervenir. Todo había sido cuidadosamente planeado.
Pero ¿con qué propósito? Dedujo que habrían querido provocar unos disturbios para desacreditar a los descargadores de carbón y tener un pretexto para ahorcar a los cabecillas. Y eso era él.
Su primera reacción fue la de adoptar una actitud agresiva. Hubiera querido gritar: «¡Si quieren disturbios, por Dios que los tendrán y jamás en su vida los podrán olvidar… incendiaremos Londres antes de terminar!». Y hubiera querido estrangular a Lennox, pero procuró conservar la calma y pensar con claridad. ¿Cómo podría frustrar los planes de Lennox?
Su única esperanza era darse por vencido y permitir la descarga del carbón. Se volvió hacia los enfurecidos descargadores que se habían congregado alrededor de las puertas abiertas del almacén de carbón y les dijo:
—Escuchadme. Esto es un complot para provocar unos disturbios. Si ahora nos vamos todos tranquilamente a casa, venceremos a nuestros enemigos. Si nos quedamos y oponemos resistencia, estaremos perdidos.
Se oyeron unos murmullos de protesta.
«Dios mío —pensó Mack—, pero qué estúpidos son estos hombres».
—¿Es que no lo comprendéis? —añadió—. Quieren una excusa para ahorcar a unos cuantos. ¿Por qué darles lo que quieren? ¡Esta noche nos vamos a casa y mañana proseguiremos nuestra lucha!
—Tiene razón —dijo Charlie—. Fijaos quién está aquí… Sidney Lennox. Este no se propone nada bueno, de eso podéis estar seguros.
Al ver que algunos de los descargadores asentían con la cabeza, Mack pensó que podría convencerlos. De pronto, Lennox gritó:
—¡Cogedlo!
Varios hombres rodearon simultáneamente a Mack. Este se volvió para echar a correr, pero uno de ellos lo agarró y lo arrojó al barro del suelo. Mientras trataba de levantarse, oyó el rugido de los descargadores y comprendió que estaba a punto de ocurrir lo que tanto temía: una batalla campal.
Le propinaron golpes y puntapiés, pero apenas se dio cuenta. Después, los hombres que lo estaban atacando fueron apartados por los descargadores y él consiguió levantarse.
Miró a su alrededor y vio que Lennox había desaparecido. Las cuadrillas rivales ocupaban toda la calle y se veían combates cuerpo a cuerpo en todas partes. Los caballos se encabritaron y empezaron a soltar nerviosos relinchos. El instinto lo impulsaba a participar en la refriega y repartir golpes, pero logró contenerse. ¿Cuál era la manera más rápida de acabar con aquella situación? Trató de pensar. Los descargadores de carbón no se retirarían. Era algo contrario a su naturaleza. Lo mejor sería convencerlos de que adoptaran una postura defensiva en la esperanza de que se calmaran los ánimos.
Agarró a Charlie del brazo.
—Intentaremos entrar en el almacén y cerrarles las puertas —le dijo—. ¡Díselo a los hombres!
Charlie corrió de un lado para otro, gritando a pleno pulmón para que todos le oyeran.
—¡Adentro y cerrad las puertas! ¡No les dejéis entrar!
De pronto, para su horror, Mack oyó claramente el disparo de un mosquete.
—¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó, pero nadie le escuchó.
¿Desde cuándo llevaban armas de fuego los descargadores de carbón? ¿Quiénes eran aquellas gentes?
Vio un trabuco apuntando contra él. Antes de que pudiera moverse, Charlie se apoderó del arma, apuntó contra el hombre que la empuñaba y le disparó a quemarropa. El hombre cayó muerto.
Mack soltó una maldición. Charlie podía ser ahorcado por lo que acababa de hacer.
Alguien se acercó corriendo. Mack se desvió hacia un lado y descargó un puñetazo contra una barbilla. El hombre se desplomó al suelo.
Mack retrocedió y trató de pensar. Todo estaba teniendo lugar delante de su ventana. Lo habrían preparado de antemano. Habían descubierto su dirección. ¿Quién le había traicionado?
Los primeros disparos fueron seguidos por una andanada de pólvora que se mezcló con el polvo de carbón que llenaba el aire. Mack protestó a gritos al ver que varios descargadores caían muertos o heridos. Las esposas y las viudas le echarían la culpa a él y tendrían razón, pues había puesto en marcha un proceso que se le había escapado de las manos.
Casi todos los mineros entraron en el patio, tratando de repeler a los conductores de los carros. Los muros los protegían de los intermitentes disparos de los mosquetes.
Los combates cuerpo a cuerpo eran más violentos a la entrada del patio. Mack se dio cuenta de que, si pudiera cerrar las altas puertas de madera, conseguiría acabar con la batalla. Trató de abrirse paso en medio de la confusión, se situó detrás de una de las puertas de madera y empezó a empujarla. Algunos descargadores lo vieron y se unieron a sus esfuerzos. La gran puerta empujó a varios hombres y Mack pensó que conseguirían cerrarla, pero, de repente, un carro la bloqueó.
—¡Apartad el carro, apartad el carro! —gritó casi sin resuello.
Un rayo de esperanza se encendió en su pecho al ver que su plan estaba empezando a surtir efecto. La puerta a medio cerrar formaba una barrera parcial entre los dos bandos enfrentados. Además, el primer ardor de la batalla ya se había apagado y el ímpetu de los hombres había disminuido tras las primeras lesiones y magulladuras y la contemplación de los compañeros muertos o heridos. El instinto de conservación se estaba imponiendo y todos estaban buscando algún medio de retirarse con dignidad.
Mack confió en que pronto cesaran las peleas. Si se pudieran detener los enfrentamientos antes de que alguien llamara a las tropas, todo lo ocurrido se podría considerar una escaramuza sin importancia y la huelga se podría seguir considerando una protesta en buena parte pacífica.
Una docena de descargadores empezaron a sacar el carro del patio mientras otros empujaban la puerta. Alguien cortó los tirantes de los caballos y los atemorizados animales se pusieron a cocear y relinchar.
—¡Seguid empujando, no os detengáis! —gritó Mack mientras les caía encima una lluvia de grandes trozos de carbón.
El carro fue sacado finalmente del patio y la puerta cerró la brecha con exasperante lentitud.
Después Mack oyó un rumor que destruyó de golpe todas sus esperanzas: el desfile de unos pies.
Los guardias estaban avanzando por la High Street de Wapping con sus uniformes blanquirrojos brillando a la luz de la luna. Jay marchaba al frente de la columna, sujetando las riendas de su montura a paso rápido.
Su semblante estaba aparentemente sereno, pero el corazón le latía violentamente en el pecho. Oía el fragor de la batalla que había desencadenado Lennox: hombres que gritaban, caballos que relinchaban, mosquetes que disparaban. Jay jamás había utilizado la espada o las armas de fuego en una situación como aquélla. Quería creer que la chusma de los descargadores se aterrorizaría ante la presencia de sus disciplinadas y adiestradas tropas, pero, por mucho que intentara tranquilizarse, no las tenía todas consigo.
El coronel Cranbrough le había encomendado aquella misión y lo había enviado sin ningún oficial superior. En una situación normal, Cranbrough se hubiera puesto personalmente al mando del destacamento, pero él sabía que el caso tenía unas connotaciones políticas, de las cuales el coronel quería mantenerse al margen. Al principio, se había alegrado, pero ahora pensaba que ojalá tuviera a su lado a un experto superior que pudiera ayudarle.
El plan de Lennox le había parecido teóricamente infalible, pero ahora que se acercaba a la batalla, le veía toda clase de fallos. ¿Y si McAsh estuviera en otro sitio? ¿Y si huyera antes de que él pudiera detenerle?
Cuanto más se acercaban al almacén de carbón, tanto más lento le parecía el avance de las tropas hasta que, al final, se dio cuenta de que éstas se estaban moviendo centímetro a centímetro. Al ver a los soldados, muchos alborotadores huyeron y otros trataron de esconderse, pero un considerable número de ellos empezó a arrojar una lluvia de trozos de carbón sobre Jay y sus hombres. Estos se estaban acercando impávidos a la puerta del almacén y, según lo previsto, ya habían empezado a ocupar sus posiciones.
Sólo habría una andanada. Se encontraban tan cerca del enemigo que no tendrían tiempo de volver a cargar sus armas.
Jay levantó su espada. Los descargadores estaban atrapados en el patio. Habían intentado cerrar la puerta, pero ahora habían desistido de su esfuerzo y las puertas se habían abierto de par en par. Algunos se encaramaron a los muros mientras otros trataban patéticamente de esconderse entre los montones de carbón o detrás de las ruedas de un carro. Sería como disparar contra las gallinas de un corral.
De repente, la poderosa figura de McAsh apareció en lo alto del muro con el rostro iluminado por la luz de la luna.
—¡Deténganse! —gritó—. ¡No disparen!
«Vete al infierno pensó Jay».
Bajó la espada y gritó:
—¡Fuego!
Los mosquetes retumbaron como truenos. Un velo de humo ocultó por un instante a los soldados. Cayeron diez o doce descargadores, algunos entre gritos de dolor y otros mortalmente silenciosos. McAsh bajó del muro y se arrodilló junto al inmóvil y ensangrentado cuerpo de un negro. Levantó los ojos y, al ver a Jay, le miró con tal furia que a éste se le heló la sangre en las venas.
—¡Al ataque! —gritó Jay.
La agresiva reacción de los descargadores lo pilló por sorpresa.
Pensaba que intentarían huir, pero, en su lugar, vio que esquivaban las espadas y los mosquetes y luchaban cuerpo a cuerpo con palos y trozos de carbón, utilizando los puños y los pies. Se desanimó al ver caer varios uniformes.
Miró a su alrededor, buscando a McAsh, pero no le vio.
Soltó una maldición por lo bajo. El objetivo de aquella operación era detener a McAsh. Lo había pedido sir Philip y él había prometido cumplirlo. Confiaba en que no se hubiera escapado.
De repente, McAsh se le plantó delante.
Lejos de huir, se enfrentaba con él.
Agarró la brida de su montura y, cuando él levantó la espada, McAsh la esquivó, inclinándose hacia la izquierda. Jay trató torpemente de alcanzarlo, pero falló. McAsh pegó un brinco, lo asió por la manga y tiró de ella. Jay trató de librarse de su presa, pero McAsh no le soltó. Sin poderlo evitar, Jay empezó a resbalar peligrosamente de la silla. McAsh tiró con fuerza y lo derribó del caballo.
Jay temió súbitamente por su vida. Consiguió caer de pie, pero McAsh le rodeó inmediatamente la garganta con las manos. Desenvainó la espada, pero, antes de que pudiera atacar, McAsh agachó la cabeza y le golpeó brutalmente el rostro con ella. Jay quedó momentáneamente ciego y sintió que la cálida sangre le resbalaba por el rostro. Blandió la espada, tropezó con algo y creyó haber herido a McAsh, pero éste no aflojó la presa. Jay recuperó la visión, miró a McAsh a los ojos y vio en ellos una furia tan terrible que, de haber podido hablar, le hubiera suplicado clemencia.
Uno de sus hombres vio su apurada situación y descargó sobre McAsh la culata de su mosquete. El golpe alcanzó a McAsh en una oreja. Por un instante, éste aflojó la presa, pero inmediatamente volvió a apretar con renovada fuerza. El soldado descargó otra vez la culata de su arma. McAsh trató de esquivar el golpe, pero no fue suficientemente rápido y la pesada culata de madera del mosquete se estrelló contra su cabeza con un crujido claramente audible sobre el trasfondo del fragor de la batalla. Por una décima de segundo, la fuerza de la presa de McAsh se intensificó y Jay se quedó sin respiración como un hombre que estuviera a punto de ahogarse; después, McAsh puso los ojos en blanco y sus manos resbalaron de la garganta de Jay mientras se desplomaba al suelo inconsciente.
Jay respiró afanosamente, apoyado en su espada. Poco a poco, su terror se desvaneció. Le dolía tremendamente el rostro. Debía de tener la nariz rota. Sin embargo, al contemplar al hombre tendido en el suelo a sus pies, sólo sintió satisfacción.
L
izzie no durmió aquella noche.
Jay le había dicho que podría haber dificultades y permaneció despierta, esperándole en el dormitorio con una novela abierta sobre las rodillas, aunque no pudo leer. Jay regresó a altas horas de la madrugada, cubierto de polvo y sangre y con la nariz vendada. Se alegró tanto de verle vivo que lo estrechó fuertemente en sus brazos, manchándose el blanco camisón de seda.
Después despertó a los criados y les ordenó que subieran agua caliente. Jay le fue contando poco a poco la historia de los disturbios mientras ella le ayudaba a quitarse el sucio uniforme, le lavaba el magullado cuerpo y lo ayudaba a ponerse una camisa de noche limpia.
Más tarde, cuando ambos ya estaban acostados el uno al lado del otro en la enorme cama de cuatro pilares, Lizzie preguntó en tono vacilante:
—¿Crees que ahorcarán a McAsh?
—Eso espero —contestó Jay, acariciándose cuidadosamente el vendaje—. Contamos con testigos que declararán que él incitó a la muchedumbre a desmandarse y atacó personalmente a los oficiales. Dado el incierto clima que estamos viviendo, no creo que haya ningún juez capaz de dictar una sentencia leve. Si tuviera amigos influyentes que intercedieran por él, la cosa sería distinta.
Lizzie frunció el ceño.
—Nunca pensé que fuera un hombre especialmente violento. Rebelde, desobediente, insolente y arrogante… pero no salvaje.
Jay la miró con expresión relamida.
—Puede que tengas razón, pero las cosas se han hecho de tal manera que él no ha tenido otra opción.
—¿Qué quieres decir?
—Sir Sidney Armstrong visitó en secreto el almacén para hablar conmigo y con mi padre. Nos dijo que deseaba detener a McAsh por incitación a disturbios y prácticamente nos pidió que lo provocáramos. Por consiguiente, Lennox y yo hemos organizado unos disturbios.
Lizzie le miró escandalizada. Le dolía pensar que Mack había sido deliberadamente provocado.