Read Un jamón calibre 45 Online
Authors: Carlos Salem
—¿Sigo con la hipótesis o empezamos con el intercambio de flechas? Creo que El Muerto acudió a Noelia, a la que conocería de antes, y le confió la plata. Él no pasaría mucho tiempo entre rejas y como esas cosas tan complicadas no formaban parte de su estilo, ¿en quién recaerían las sospechas?
—¿En quién? —dijo, estirándose para buscar un cigarrillo. El movimiento dejó al descubierto el «manjar» por el que debería suplicar. Tragué saliva y seguí:
—¡En el gerente de Financur! Era el responsable de guardar esa plata para gente que no admitiría excusas. El robo era tan pelotudo que ¿quién se iba a creer que no estaba arreglado? Así que El Muerto deja la plata a buen recaudo, llama a la cana y se deja agarrar. Los dueños del dinero creen que el gerente quiere aprovechar el robo, porque sacan las mismas conclusiones que te acabo de exponer mientras abres las piernas en vana provocación a un hombre que sabe respetar los pactos, pero déjalas así, que no me molesta; aprietan al gerente, y él, que no tiene nada que ver, se pega un tiro porque no ve otra salida. El caso, a diferencia de tus piernas, queda cerrado por un tiempo...
—Y Noelia se hace cargo del dinero...
—Eso. Mientras El Muerto está fuera de circulación, ella tiene que blanquear los millones, invertir o lo que sea. Pero cuando se acerca la fecha de rendir cuentas, ella cambia de idea. A lo mejor hizo malas inversiones y lo perdió todo...
—No creo, ella no da puntada sin hilo —dijo Nina mientras iba hasta el baño, recogía algunos utensilios y regresaba hasta la alfombra—. ¿Te molesta que me quite esto? Quiero depilarme. Si te ofendo, puedes mirar hacia otro lado...
Quedó desnuda. Pensé que era hermosa, cruel, sentimental y menos dura de lo que ella creía. Pero hermosa. El aparato de la cera soltó su aroma agrio.
—Sigue. ¿Me ayudarías con la parte trasera de las piernas? No llego...
Me armé de valor y extendí la cera mientras hablaba:
—El Muerto estaba por salir de la cárcel y vendría a buscar su guita. Noelia no podía o no quería cumplir el trato. ¿Duele? Y decidió buscar un...
—Un pardillo que cargara con las culpas —dijo sin piedad, mientras seguía boca abajo, soportando mis tirones inexpertos.
—Algo así. Un desconocido que cargara con la furia de El Muerto mientras ella, escondida, esperaba a que la cosa se calmara. ¿Ahora, dónde?
—La cara interna de los muslos. Entonces, supones que Noelia te puso en el punto de mira de El Muerto, que igual podía matarte. ¿Y qué gana ella con eso?
—Tiempo para juntar lo que le falte de la plata de El Muerto, o para que él caiga en manos de los dueños verdaderos de Financur.
—Me estoy liando. ¡Ay, más despacio! Es una zona sensible, ¿no lo ves?
—Sí que lo veo —dije—. Es fácil: el gerente se suicida, la guita no aparece, y los tipos empiezan a sacar cuentas. No saben si El Muerto tiene algo que ver. Pero por si acaso lo vigilan cuando sale de la cárcel. También lo puede estar vigilando algún policía que haya llegado a la misma conclusión y tenga ganas de hacerse con el botín. El Muerto tiene que estar muy desesperado para recurrir a un tipo como Serrano. Es más, sospecho que él también tiene un plazo para encontrar la pasta. Ya está, no sé cómo habrá quedado, pero al menos conservás la piel.
Se sentó y me miró con seriedad.
—A ver si entiendo: Noelia busca un chivo expiatorio, se esconde y espera. Si El Muerto cae, ella puede volver y disfrutar del dinero sin problemas...
—Algo así —dije—. ¿Entonces, qué opinas?
Dobló las rodillas y apoyó en ellas los brazos. Se quedó pensativa y dejó caer la cabeza. Alzó la cara y dijo, mientras separaba las piernas:
—Que tengo muy largos los pelos del coño. Si me ayudas, me lo afeito...
* * *
Me temblaba el pulso mientras manejaba la maquinita de afeitar. Ella recapituló:
—Noelia es capaz de todo si puede obtener beneficios. Y no me extraña que haya montado todo esto para quedarse con la pasta, con cuidado ahí, eso, eso, qué cosquillas; pero ¿por qué tú, si no te conocía de nada?
—Por eso. Encargó a tres detectives que buscaran sudamericanos con pocos lazos acá, y yo resulté elegido, por mi cara de pelotudo... Abrí un poco las piernas, así... Pero ¿por qué no la hizo más fácil? Me liga, me atrae acá algunas noches, se inventa un viaje repentino, yo me quedo esperándola, y cuando llega El Muerto, le abro la puerta amablemente...
—Qué cosquillas, no lo dejes ahora, o tendré que peinármelo con flequillo. —Removió las caderas—. Tal vez tenerte aquí hubiera dificultado sus preparativos. ¡Lo que te jode es que no se haya tomado el trabajo de follarte antes de irse!
—No sé —dije—, no tiene sentido que después de tomarse ese trabajo, vuelva a rondar cerca de mí, y corra el riesgo de que El Muerto la localice...
Ella soltó una carcajada sonora.
—No conoces a las mujeres. Quítame la espuma del coño. ¿Has pensado en dedicarte a esto? Te conseguiré clientas, si me reservas un turno preferente...
—Si sobrevivo, Nina. ¿Por qué ha vuelto Noelia, ya que lo sabés?
—¡Porque en su cálculo se le escapó un detalle! Pensaría que tras la primera visita de El Muerto huirías despavorido a tu país. Y si no alcanzabas a huir, mala suerte... ¿Qué tal ha quedado, te gusta?
—Lo pondría en un marco. ¿Por qué volvió a meterse en la boca del lobo?
—¡Porque podía aparecer yo! —exclamó triunfante.
—Tampoco me fuiste de mucha ayuda para encontrarla...
—Volvió por celos. ¡Un tío que no me podría quitar! Sin poder acercarse para bajarte los pantalones y suponiendo que yo te exprimo a toda hora...
—¿No era que yo no soy gran cosa?
—Tú no tienes mucho que ver, cariño. —Hizo un mohín y estudió el resultado de mi trabajo—. Eres un encanto, pero esto es entre Noelia y yo.
—Alentador. Me voy, salvo que quieras que te haga la manicura. Jamón estará abajo esperando...
—No está. Llamó a eso de la una y dejó este número —me dio un papel—, que tú sabías, dijo. En casa de su viuda. Eso no lo entendí.
—Están de moda las viudas, Nina. ¿Qué tal te sienta el negro?
—Depende. Conocí a un senegalés que...
—Ya sé que lo único que te ha faltado tener entre las piernas es un tipo con la piel a rayas —dije—. Pero no me sobra el tiempo para pelotudeces.
—De acuerdo. Ya que no quieres mi ayuda...
—No la tengo. Solamente hablé yo.
—No tenía nada que decir, Nicolás. Pero si Noelia está en Madrid, puedo ayudarte. —Se acercó, desnuda y dulce—. No sé por qué, pero quiero que vivas.
Se duchó mientras yo fumaba en la cama. Cruzó chorreando el salón y me hizo un gesto de complicidad. Estaba preciosa y supe que acabaría por ceder. Pero también agradecía ese descanso forzado. Desde que Nina apareció tras la bolsa de El Corte Inglés, mi vida sexual se había multiplicado y ya no sabía si mis piernas temblaban de miedo o por pura debilidad.
Apareció vestida, si es que a su manera de ponerse encima transparencias se le podía llamar vestir. Pensé en Lidia. En eso eran diferentes. Aunque Nina se pusiera un hábito de monja seguiría respirando sensualidad natural. Lo de Lidia, acaso más fuerte, salía también de adentro, pero se parecía al rencoroso desquite contra con todos en general y contra ella misma en un particular deseo homicida.
—Conseguiré un coche para movernos. Vuelvo en un rato.
Sopló un beso y fue hacia la puerta. Oí girar la llave, abrirse la puerta, y una pausa antes de que se cerrara. Después me llegó nítida la voz de Nina:
—¡Cago en la puta!
Sus pasos sonaron veloces hacia el dormitorio y gritó:
—¡Noelia ha estado aquí!
En la mano tenía un sobre de los que se usan para las postales.
Una playa, una palmera acunada por vientos amables, un aguador marroquí vestido para hacerse fotos con los turistas a cambio de algunos dírhams o, mucho mejor, euros. Ya conocía la imagen de memoria, pero la seguía estudiando como si fuera un jeroglífico. También me sabía el texto, palabra por palabra en la pulcra letra de Noelia, las «o» con un flequillo largo, las «e» apretadas en la curva del cruce, las «i» apenas dunas del trazo, bajo un gran punto que era el sol o era una nube:
«Nina: lamento que te hayas visto envuelta en esto y te pido perdón. A él también. Debía de estar loca. Prometo que el domingo tendré respuestas y soluciones. No intentéis encontrarme: sería peligroso para todos. Besos: Noelia».
—¿Y ahora qué?
—Lo pone bien claro: hay que esperar.
—Ya. Solo que por un pequeño problema técnico, yo no voy a poder estar presente en la cita del domingo, Nina. Me matarán el viernes, ¿recuerdas?
—Hostia, no había caído.
Nina estaba ausente, repentinamente adulta y sin picardía.
—Si no podemos esperar a que ella venga —dijo—, la iremos a buscar.
—¿Adónde? —me asombré.
—Adonde está o quiere hacernos creer que está. Conozco este paisaje. Marruecos. Es la playa de Kabila, cerca de Tetuán. Suele ir ahí. La ciudad importante más cercana es Tánger. Siempre se aloja en el mismo sitio.
—Y después de jugar a la escondida, me deja una postal del lugar donde se esconde. ¡Ya que estaba, nos hubiera mandado los pasajes!
Esperó a que me calmara, pero como yo seguía caminando en círculos y hablando solo, me interceptó con los brazos en jarras:
—¡Te dije que podía ser una trampa! Y no te extrañe que Noelia haga cosas así: está un poco loca. Un poco, no: ¡está como un cencerro! Hasta en eso me gana la muy puta...
Me tiré en el sofá.
—Todo encaja. Estaba metida en un lío y lo mejor era irse lejos. Pero como lo dejó todo prendido con alfileres, igual quiso acercarse a controlar la marcha de su plan... Y lo de la postal sigue sin convencerme. Es como si quisiera llevarnos allí, pero sin asumir toda la iniciativa, dejando que decidamos nosotros...
—También puede ser una forma de hacernos ir hasta la quinta puñeta mientras ella sigue oculta en Madrid...
—¡Tengo la solución! —grité—. No en vano uno tiene una cultura, carajo. Y además, para estas cosas, no hay como los métodos científicos.
Busqué en el bolsillo, saqué el tanga de Nina y me puse a hurgar en él. Se echó a reír.
—Había visto leer el futuro en los posos del café, o en bolas de cristal. ¡Pero nunca en unas bragas! Y veo que te falta una. ¿Se la has regalado a Lidia?
—No, a un taxista. Y no hagás preguntas. ¿Tenés una moneda?
Rebuscó en el bolso y me la alcanzó.
—No, tirala vos. Si cae cara, me voy a Marruecos. Si no, me escondo hasta el domingo.
Revoleó la moneda, que giró en el aire, mareando mi destino. Cayó sobre la alfombra, rodó, y fue a parar abajo del sofá.
—Es infalible —dije.
Nina intentaba alcanzar la moneda, estirando el brazo.
Caminé hacia el dormitorio.
—¿Qué haces? —preguntó—. Ayúdame, vamos a mover el sofá.
—No hace falta, Nina. Ya está decidido: me voy a Marruecos.
—Nos vamos, querrás decir. Nos vamos.
* * *
La decisión me dejó hueco y con un montón de preguntas rebotando en el vacío. Nina localizó el teléfono del hotel, llamó y comprobó que Noelia se alojaba allí desde hacía semanas. Después tomó las decisiones prácticas: no era necesario que fuera a su casa, le robaría un bolso a la pelirroja, saquearía de su armario «
algunos trapos, un bañador y unas bragas
»; el dinero lo proporcionaría un cajero automático y amistoso. O la Visa. Sabía organizar el caos, y su figura cruzaba frente a la puerta del dormitorio, a diez centímetros del suelo, activa y feliz.
—Además de tocarte los cataplines, podrías hacer algo útil —me dijo.
—Yo siempre tengo listo el equipaje, Nina. Siempre me estoy yendo.
—Muy romántico, pero no iremos andando. —Señaló la computadora—. Busca el número de Iberia y averigua los horarios de salida de los vuelos a Tánger.
Obedecí y cuando estaba anotando los datos, me acordé de Jamón. Él tenía mi pasaporte. Busqué el papel y marqué el número de la viuda.
Tenía una voz recia, pero suavizada, de mujer que recupera las artes de la seducción después de muchos años. Cuando pregunté por él, lo llamó con un «
Señor Serrano, para usted
», que anticipaba mayores confianzas.
Jamón también representaba su papel de invitado que acabará por quedarse, agradeciendo cortés mientras ofrecía recomendaciones sobre el punto de cocción de ciertas verduras, a las que les faltaban «
un par de minutos
».
—Está hecho un chef, Serrano.
—Señor Sotanovsky, ¿cómo está usted?
—No tan bien cómo usted, parece. ¿Qué está cocinando?
—Sí, el pedido sale mañana a primera hora, todo está en orden —siguió disimulando y en voz baja, respondió—: Carne asada con verduras.
—Eso está bien: algo ligerito, por si después la viuda le ofrece el postre...
Serrano se puso nervioso y volvió a elevar la voz:
—Sí, sí, tranquilo, señor Sotanovsky, los paquetes saldrán mañana por la mañana, desde el almacén de siempre, ¿entiende?
—Lo siento, pero «los paquetes» tienen que salir esta misma noche...
Se olvidó del papel de viajante de comercio o lo que fuera que había creado en beneficio de la viuda:
—¡Oh, no! ¿No puede esperar? —dijo en un susurro—. Es que esta noche cenamos solos y hasta me ha dejado guisar...
—Imposible, Serrano, créame. Salvo que se fíe de mí y me devuelva el pasaporte, tendrá que venir con nosotros. Y le aviso que viajamos... a Marruecos.
—¿Y qué coño se nos ha perdido en tierra de moros?
—Una pelirroja y un montón de billetes.
Volvió al personaje. La viuda estaría escuchando:
—Bien, señor Sotanovsky. Lo comprendo, y si nuestro negocio nos lleva hasta Marruecos, habrá que ir, indefectiblemente. —Hablaba como un ejecutivo o lo que él creía que era un ejecutivo—. ¿Cuándo y dónde nos vemos?
—En dos horas, en Barajas.
No respondió.
—¿Serrano?
—¿S-sí? Es que... ¿Tenemos que ir en avión?
—No creo que encontremos dromedarios en Madrid, ¿no?
—Yo... ¡Es que me dan pánico! —confesó apenas audible.
—Pánico me da a mí que llegue el viernes y ustedes me maten.
—¿Y si vamos en autocar? —propuso.
Me rendí. Entre tanto absurdo, uno más... Concertamos la hora y tras un intercambio de saludos, nos dijimos
buenasnoche
y colgamos.