Read Un jamón calibre 45 Online
Authors: Carlos Salem
—Mirón —murmuró mientras la flor de invernadero negociaba el precio de una túnica con abundante regateo de
handris
para el que la turista había sido bien entrenada.
Nina postergó la burla por el regreso de su amiga y retomó la conversación como si nunca la hubieran interrumpido, con esa facilidad femenina cuya definición me había valido tantas veces la calificación de machista por parte de Ella. El recuerdo me llegó de pronto y me golpeó en un costado que creía endurecido. No fue su imagen, que seguía borrosa, fue una sensación de parques y manos y sábanas y lluvia tras los cristales, al otro lado del mundo.
El peso de la bolsa de Nina me desestabilizó el brazo.
—Ten —murmuró, cargada de vestidos y sonrisas perversas—. Si lo que te excita son los probadores, pues probemos...
En cuanto la chica etérea y su centinela amiga abandonaron el probador, Nina entró y con toda la mala intención del mundo cerró la cortina en un movimiento incompleto que dejó una franja de cinco centímetros de probador a la vista. Me dio la espalda y empezó a desnudarse. Fingí examinar unos vestidos para tapar con mi cuerpo el hueco de la cortina, mientras de reojo seguía sus movimientos. El espejo la mostraba de frente, pero ella parecía no verme mientras doblaba su vestido de aire y tela, desnuda salvo el tanga y las sandalias. Sabía que yo estaba ahí, bebiéndole la piel en el espejo, al alcance de mi mano y sin poder tocarla. Un tipo a mi lado me pidió fuego y si no le quemé los bigotes fue por sus buenos reflejos de holandés entrenado en el tenis bajo un sol pálido. Cuando se marchó con esposa y paquetes, mi ojo intentó una vez más vencer el límite absurdo que le imponía su cuenca.
—¿Ya has elegido? —preguntó la voz de la flor a mis espaldas.
—Ojalá no tuviera que hacerlo —murmuré.
Pero ella hablaba con Nina.
Yo apenas me interrogaba con una pregunta que no tenía respuesta.
* * *
Nos separamos. Nina quería hacer algunas preguntas y yo quería dar una vuelta sin rumbo por el delta de puestos que es el Rastro. Y robar un libro. Quedamos para una hora y media después en un bar y al verla alejarse entre la gente, a contraluz con su leve vestido y su paso inquieto, sentí un mordisco de nostalgia.
Anduve al azar, deteniéndome en los puestos en los que el vendedor no acechaba como si tuviera con él alguna deuda vieja. Me compadecí de un artesano que regateaba con un alemán o lo que fuera, rubio, colorado y decidido a cumplir hasta la muerte la recomendación de pedir rebaja; y contemplé durante un cigarrillo la interminable colección de llaves de todas las formas y tamaños, que un viejo ofrecía sobre un paño en la acera.
—Tengo muchas llaves y ninguna puerta —reconoció leyendo mi pensamiento. Me senté a su lado, le di un cigarrillo y fumamos en silencio.
—¿Quieres que te regale una? —ofreció el viejo después de un rato.
Me puse de pie y pisé el cigarrillo.
—No, gracias. Siempre pierdo las llaves.
—Igual prefieres llamar a todas las puertas en lugar de tener una propia...
Empecé a alejarme, a la vez que decía:
—O que tengo miedo a que las puertas se abran, viejo.
Cuando llegaba a la esquina, una voz conocida me respondió:
—No hay que temer a las puertas que se abren, Nicolás, sino a las que se cierran detrás de ti.
Me volví sorprendido y el viejo acariciaba a un gato flaco y negro, con manchas blancas en el vientre y las patas. Seguí andando. En la calle central del Rastro, la multitud hervía de puesto en puesto, y saltaba de unos tapices del Ecuador a unos pañuelos de la India, a unos ceniceros iraníes, a unos broches de plástico de origen desconocido. Mientras andaba, pescaba en el aire acentos argentinos gritándose de puesto en puesto, y hasta pude reconocer, pese a mi natural despiste, algunos de los rostros que días antes presumían de éxitos periodísticos en el restaurante.
Después de comprar cuatro libros —y robar el quinto, según el ritual— en un gran puesto que abarcaba una esquina, caminé por las calles laterales, hasta encontrar lo que buscaba. Unas tablas soportadas por cajones, y sobre ellas, todo lo que se pueda imaginar, con aire de cosa antigua o simplemente vieja. Revolví un poco y por fin encontré una caja de música destartalada, con una ridícula bailarina que intentaba girar cuando la abrías. Le faltaba una pierna y la cara era borrosa, pero el mecanismo funcionaba. La melodía era un
Para Elisa
de sonido cristalino. La compré después de regatear muy poco y la guardé en mi mochila. Le daría una sorpresa a Nina.
Llegué al bar diez minutos antes. Me gustaba la soledad de los bares, llena de gente desconocida, voces superpuestas, conversaciones furiosas y veloces. Pedí un vino tinto que al primer trago me devolvió la resaca de la noche velando a Philip. Y con ella, la sensación de derrota inminente, de callejón sin salida.
Nina llegó a rescatarme con su sonrisa siempre prometedora.
—¿Qué, componiendo otro tango? —preguntó.
—Algo sí. Estoy en la parte en que el tipo vuelve a la pequeña y pobre casa y la encuentra vacía, la mujer se ha ido, se llevó los muebles, el visón, el piano, y lo único que le ha dejado al perro, que le mea una pierna antes de irse también...
—¿No es demasiado? —inquirió sorbiendo de mi copa un poco de vino. Tardé en responder, perdido en sus labios. Nina era capaz de convertir el gesto más trivial en un despliegue de sensualidad.
—No creas —dije—. Todavía falta la estrofa en que descubre que su santa madrecita se ha hecho puta, y su papá, al que creía muerto en gloriosa batalla, es un travesti que responde al nombre artístico de «Vanessa la insaciable»...
Nina sacudió la cabeza, entre condolida e impaciente.
—¿Ves lo que pasa por no dormir conmigo? Al día siguiente estás insoportable...
—Pero si con vos no duermo: no me dejás...
Pidió otro vino y bebimos sin hablar, aunque su rodilla aprovechaba el tumulto para jugar en mi entrepierna.
—¿Hubo suerte? —pregunté.
—Regular. Noelia es muy conocida por aquí, pero nadie me ha podido dar una pista segura. La han visto, el domingo pasado o el anterior, recorriendo los puestos y hablé con un chico que fabrica instrumentos musicales. Ella le había encargado una ocarina y al verla, quiso avisarle que ya la tenía. Pero Noelia llevaba prisa y no se detuvo... —suspiró—. Todo esto es muy raro, Nicolás.
Pagué sin decir nada y salimos a la calle. Eran casi las tres de la tarde y varios de los puestos grandes ya habían recogido su estructura de metal, maderas y fantasía. Algunos coches y furgonetas cargaban las cajas con lo que no se había vendido, mientras sus conductores hacían recuento de ingresos. Aquí y allá, la escena se repetía, mientras que otros puestos, más pequeños, seguían esperando el cliente que salvara la mañana. Nina me agarró de la mano y no la retiré. Jamón no había dado señales de vida y yo necesitaba sentirme apoyado. Subíamos por la calle central, cuando una voz llamó a Nina a los gritos. Era la chica de la tienda de ropa, que corría cuesta arriba, sin aliento. Casi se derrumbó junto a nosotros.
Cuando pudo recuperarse, dijo jadeando todavía:
—¡Acabo de ver a Noelia!
Jadeábamos los tres en una mesa del mismo bar, milagrosamente vacío. Algunos rezagados celebraban la buena mañana de ventas, mientras sus empleados llegaban a rendir las ganancias de los puestos de los que eran testaferros. Nina, su amiga y yo habíamos recorrido a la carrera las calles transversales cercanas al lugar en el que la flor de invernadero juraba haber visto a Noelia. Sin resultado. Solo cajas de cartón vacías y algunos vendedores desalentados sin ganas siquiera de recoger su mercancía.
Volvimos derrotados y Violeta (era el nombre de la flor), dejó a su socia a cargo del traslado del puesto.
—¡Era ella, Nina! —juró Violeta ante el escepticismo mudo y fatigado de nuestras miradas. Bebió un trago de cerveza y dejó caer el vaso con fuerza. Yo observaba la escena, con la copa de vino aferrada entre las dos manos, y ellas hablaban de algo que podía ser mi vida o mi muerte. Tal vez por eso me importaba una mierda.
—¡Te avisé porque dijiste que era cuestión de vida o muerte! —advirtió Violeta—. Sabes que no me hablo con Noelia...
—¿También te robó las alas? —pregunté sin querer.
—¿Alas? ¡Se tiró a mi novio! La hija de puta mosquita muerta me lo quitó para follárselo un mes y después dejarlo. Era un chico tan sensible... —Su cara floral se iluminó al recordarlo—. ¿Sabes de qué trabajaba?
—¿Jardinero? —me dejé traicionar otra vez por mis pensamientos. Pero la flor puso cara de asombro.
—¿Cómo lo sabías? Sí, era muy bueno con las plantas, les hablaba, decía que podían entender más que muchas personas, era un tío especial...
Me perdí más detalles de la historia del jardinero rebelde, molesto por tantos
era, decía, tenía
. Hablaba de él como si llevara varios años a dos metros bajo la tierra. Y pensé que las mujeres tienen la facultad de matarnos cuando nos vamos, de eliminarnos con más eficacia que cualquier arma, de asesinarnos para siempre en el único territorio en el que pretendemos seguir vivos: el de su memoria.
Vagamente me llegó la historia de la visión de Noelia, a treinta metros, «buscando algo o a alguien», sorprendida por el grito de Violeta, alzando una mano en incómodo saludo y siguiendo su camino en un revuelo de cabellera roja.
Lo vi todo a cámara lenta, como mueren los malos en las películas y los pobres en las casuchas de cartón que protegen a las ciudades de su verdadero rostro. Demasiado perfecto: una mujer entre un gentío todavía apretado, y Violeta reconociéndola de lejos con sus gafitas a lo Lennon.
—¿Cómo puedes estar segura de que era ella?
—¡Si la hijaputa llevaba mi vestido rojo! —protestó indignada.
—Violeta es diseñadora —explicó Nina—. Noelia era una de sus «modelos de calle»: amigas para las que confeccionaba modelos exclusivos a condición de que los usaran en los ambientes adecuados, para ver la aceptación que tenían...
—Pilotos de prueba con bragas de seda —comenté.
—O sin bragas. Noelia era parte de ese grupo y amiga de Violeta...
«
Antes de podarse al jardinero
», pensé frenando a tiempo mi lengua.
—... y uno de los últimos vestidos que se llevó fue con el que Violeta la vio hace un rato. —Levantó una mano—. Y antes de que me interrumpas, te diré que eran «prototipos», un solo ejemplar de cada uno, para una mujer llamativa e imitable: marketing. Si hay buena respuesta, Violeta fabrica la serie o vende el diseño a alguna marca importante...
—¡Pero ese no! —anunció la flor, desconsolada—. Eliminé el modelo de la colección pero no del catálogo, quería tener motivos para seguir odiándola cada vez que un cliente me lo pidiera...
—Eso está muy bien. Pero ¿quién te asegura que no te confundiste con un vestido parecido y otra pelirroja? Podría ser una chica de barrio engalanada para venir al Rastro; o un ama de casa en buen estado arqueológico con ganas de excavación. A esa distancia...
Enfurruñada, Violeta rebuscó en su bolso y sacó un folleto de papel satinado. Era un catálogo de fotos de moda y los bordes de las páginas estaban enmarcados con cenefas de flores exóticas. Muy apropiado.
Lo abrió en una página y me lo restregó por la cara:
—¡Era ella y llevaba este vestido! ¡Y lo bien que le queda a la cabrona!
Miré la foto, sin aliento. Lamida por un corto vestido, Noelia me miraba con esa expresión entre tímida y puta que ya le conocía del vídeo.
Ellas tenían razón: nadie podía haberla confundido con una chica de barrio ni con un ama de casa a régimen de calorías y de calentura.
Noelia era inconfundible y desde la foto me sonreía como lo hacen las mujeres que nunca vas a tener.
Están cerca, parecen a mano y te incitan a saltar para atraparlas.
Pero cuando saltas, descubres que detrás hay un abismo.
Y nada más.
* * *
Volvimos juntos, sin hablar más que lo imprescindible y en voz baja, como si cuidáramos de un enfermo grave al que una palabra inoportuna pudiera matar. Me detuve en un bar con teléfono público, de los pocos que van quedando en Madrid. Nina me mostró su celular, pero negué con la cabeza. Probé y había tono. Las monedas cayeron y marqué. Funcionaban. Un teléfono público que funcionaba. Todo un hallazgo.
Le pregunté a Lidia cuánto sabía de mi historia el tal Manolo y me tranquilizó: le había contado que yo estaba haciendo un reportaje sobre la decadencia del hampa tradicional madrileña. No se lo había creído del todo, pero sus dudas, informó Lidia, «
van más por el lado de que intentes llevarme a la cama que otra cosa
».
—Que no me dé ideas —advertí en broma, ante la seria mirada de Nina.
—Bebé, para ideas como esa, yo tengo un montón. Lo malo es que no me vas a dejar aplicarlas —dijo Lidia, tentadora.
Cambié de tema y quedamos para esa noche en una cervecería de la plaza de Santa Ana. Nos dijimos algunas cosas dulces y colgué. Los ojos de Nina eran dos carbones helados. Pero ardían.
—Tienes que descansar —comentó mientras íbamos hacia el Metro.
—Sí. Estoy hecho mierda.
—¿Por qué no vienes a casa? Te preparo algo de comer, te baño... —La picardía volvió a sus ojos cuando me mostró la bolsa con los vestidos—. Y luego, si quieres, puedo probarme la ropa que compré en el Rastro. Esta vez sin espiar...
—¿Vas a decirme toda la verdad? —pregunté sin mirarla.
—¿Estás dispuesto a creerme?
Sacudí la cabeza. Estaba muy cansado. La noche junto a Mar López, el whisky barato, los vinos de esa mañana, todo se sumaba a mi desaliento y, aunque el sol brillaba, el gris era en ese momento mi color favorito.
—No sé —reconocí.
Llegamos a casa de Noelia y cocinó algo en silencio. No recuerdo qué era, estaba a punto de dormirme sentado. Me alcanzó una gran copa de vino tinto. Llevaba su bolso al hombro y cara de despedida.
—Que descanses, Nicolás. Yo me voy a mi casa, ya sabes el teléfono. Mañana por la mañana vendré a buscarte y si estás dispuesto a confiar en mí, seguiremos buscando a Noelia.
—Yo...
—No puedo quedarme aquí, no te fías de mí, ¿recuerdas?
—Nina... Me gustaría confiar en vos...
Se detuvo junto a la puerta y estaba hermosa y solemne.
—Pero no puedes, Nicolás —dijo en un susurro—. Y haces bien.