Un jamón calibre 45 (19 page)

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Authors: Carlos Salem

BOOK: Un jamón calibre 45
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Apoyada en el marco de la puerta, Nina me miraba con asombro:

—No lo entiendo: tiene por misión asesinarte y eres con él más tolerante que conmigo, que intento ayudarte.

—¿Sirve de consuelo si te digo que vos me gustás más?

No contestó. Recogimos los bolsos y salimos.

Antes de cerrar, dejé vagar la mirada por el salón, preguntándome dónde estaría el cofre de madera al que quería insertar el mecanismo de caja de música.

Pensé en preguntarle a Nina, pero al ver su cara, cambié de idea.

* * *

Algo iba a romperse en diez pedazos desiguales: la noche acalorada, la estación repleta de murmullos o yo mismo. Me descubrí irritable. Había perdido el goce de viajar, casi siempre solo; todo mi mundo en un par de bolsos, el portátil desnivelando la mochila y una foto borrosa de mujer en el bolsillo.

La estación era un mar aburrido y sudoroso. De las ventanillas nacían colas que se enroscaban en dibujos complejos, con el
no
pintado en cada cara. Periódicamente, sobrevolaba el rumor de que agregaban un nuevo coche hacia la Costa del Sol, pero eso alegraba solo a los primeros, que contaban con los dedos para saber si la gracia alcanzaba hasta su puesto en la cola. La megafonía anunciaba un rezo indescifrable que bien podía ser el anuncio de una partida o la llegada de un coche. Imposible saberlo.

—¿Cómo mierda quieren que uno se entere de lo que dicen? —protesté.

—No quieren —lapidó Nina.

Seguía enojada y yo no sabía por qué. No sabía casi nada. Solo que algo iba a romperse de un momento a otro, en diez pedazos desiguales.

Nina me mostró unos pasajes.

—En una hora y media salimos. Saqué un billete para tu «amigo».

La cola no había avanzado y delante de mí había más de cincuenta personas.

—¿Cómo los conseguiste: una bragueta solidaria?

—Dos adorables viejecitas que se compadecieron de tu desgracia.

Antes de que pudiera preguntar más, vi que a unos metros dos viejas de caricatura saludaban con la cabeza. Vinieron hacia nosotros.

—Estás mudo a causa del trauma de un accidente —informó Nina—. Y también un poco tarumba, no puedes arreglarte sin mi ayuda. Vamos a Málaga a que te vea un médico alemán que hace maravillas.

Terminó de hablar en el momento en que las viejas llegaban.

—Pobre, tan joven —sentenció una de ellas—. Pero tenga fe, muchacho, que con fe todo se arregla...

La otra me miraba aguantando las lágrimas.

—Y siento lo de su esposa —siguió la vieja—. ¡Morir en el viaje de bodas!

—Llevaban casados ocho horas —agregó Nina, ante mi mirada asesina—. La pobre no tuvo tiempo de sufrir, murió pura, antes de consumar el matrimonio. ¡La pobrecilla Lidia!

La otra vieja no aguantó más y se puso a llorar. La que hablaba me consoló diciendo que yo era joven y me recuperaría, que los médicos extranjeros hacían milagros y que si no, siempre quedaba la Virgen.

—El mes pasado fuimos a Lourdes —dijo Nina sin dudar—, pero queremos probar todo. A la Virgen hay que ayudarla...

—Tengan fe, tengan fe. —La vieja se fue llevando a la otra que lloraba a mares.

—Es que estabas tan ido..., y algo tenía que inventar —se justificó Nina.

Buscamos un lugar en la sala de espera atestada de gente pesimista. Un viejo prematuro mendigaba entre los viajeros pero no conseguía demasiado porque estaba más atento a los guardas de seguridad de la estación.

Entonces llegó Serrano. Desorientado y consultando un reloj monstruoso y barato. Saludó a Nina con su
buenasnoche
y nos mostró el gran paquete que traía bajo el brazo.

—Bocatas para el viaje, por eso me retrasé —me dijo en tono cómplice y aspiró el aroma del paquete—. Los ha preparado ella.

Suspiró.

Nina se ausentó para ir al baño y volvió casi de inmediato. El altavoz gruñó una frase incomprensible y algunos viajeros empezaron a levantarse. El mendigo desganado olvidó las precauciones y empezó a pedir casi sin esperar respuestas, saltando de un autocar a otro, como si soñara con colarse en alguno y viajar a otra miseria cerca del mar.

Miré el reloj de la sala y juraría que se había saltado veinte minutos en un segundo. Cuando subíamos a nuestro autobús, las viejitas se acercaron cariñosas. Viajaban con nosotros.

—Fe, muchacho, tenga fe —dijo la portavoz. La otra buscó un pañuelo en su bolso. Imaginé que llevaría docenas.

Cuando iba a subir los peldaños, Nina se giró y puso algo en mi mano. No tuve que mirar para saber lo que me daba: uno de sus tangas blancos.

Miré hacia atrás.

El mendigo miraba hacia todos lados, tratando de adivinar quién podría darle unas monedas antes de que los vigilantes lo echaran de la terminal.

Lo llamé y cuando se acercó le di un billete de veinte y la braguita.

—Tenga, buen hombre —dije.

Y subí al autobús.

MARTES

«Voy hacia el fuego como la mariposa,

y no hay rima que rime con vivir;

no te pares, no te mates,

solo es una forma más de demorarte.»

ADRIÁN ARBONIZIO,
El Témpano

28

Nos sentamos casi al final. Jamón se quedó en la mitad, saludando con el paquete de bocadillos. Le hice gestos de que más tarde. Las viejitas suspiraban al verme tan animado.

El conductor era un tipo bajito y calvo, con un bigote tupido. Estaba nervioso y feliz. Se le notaba. Se miró en el retrovisor, apreciando la camisa celeste de manga corta como si fuera un esmoquin. Pensé que lo suyo era más bien ropa de mecánico decorada con manchas de grasa. Otro tipo, también de camisa celeste, le dio unas instrucciones y le tomaba el pelo. Con una voz demasiado grande para su estatura, el de los bigotes le gritó que no le tocara los cojones, que él sabía qué hacer y que dónde coño tenía ese trasto la quinta marcha. El otro bajó y dijo algo que no pude oír. Pero el bajito respondió que no lo jodiera, que demasiado que le hacía el favor a la puta empresa, y que si llevaban diez años sin dejarlo conducir por lo del accidente, ahora bien que se ponían suavones porque lo necesitaban. Y que la culpa del choque, insistía, la había tenido la vaca.

El silencio en el coche era absoluto.

Cerró la puerta con ruido de aire que se va, y empezó a pedir los billetes. El coche iba medio vacío, informó Nina, porque era el décimo que agregaban ese día, a causa de la cantidad de viajeros. De la mitad hacia atrás, estábamos solos, a excepción de una inglesa flaca y dormida que al otro lado del pasillo hamacaba la canción de su iPod.

El de los bigotes llegó a nosotros refunfuñando una ofensa antigua. Recogió los billetes y gesticuló por encima de nuestras cabezas. Al otro lado de los cristales, junto al coche, un grupo de tipos vestidos como él le hacían gestos burlones y despedidas con pañuelos.

—Cabrones —murmuró el tipo—. Seguro que se han olvidado.

Uno de los de abajo sacó algo que ocultaba a sus espaldas y le mostró una bota de vino. El bajito suspiró.

—¿A qué hora llegaremos a Algeciras? —preguntó Nina.

—Supongo que de día —dijo el bajito. El aliento le olía a ginebra—. Y eso si encuentro el camino, que hace la tira que no llevo un bicho de estos...

—Ya: la culpa la tuvo la vaca —dijo Nina.

—¡Y tanto! Pero ellos que no, que si había bebido, que si la vista, ¿sabe lo que le digo? Qué si acepté conducir esta noche fue por la apuesta, que a la empresa le pueden ir dando por el culo. Diez años enterrado en los talleres...

Fue hasta la puerta, recogió la bota y la dejó junto a su asiento.

—¿Alguno de los señores pasajeros conoce el camino? —preguntó.

Nadie respondió.

—Pues la hemos cagao —comentó por lo bajo.

Se acomodó en la butaca, aceleró y salimos a la noche.

Al principio se olía el miedo de los pasajeros, a excepción de los guiris, que no entendían nada pero se reían por todo. Cuando salimos de Madrid empezó lo más difícil. Algunos se animaron a opinar y aconsejaban por dónde ir. Llegamos a una bifurcación de carreteras y hubo división de opiniones y dos bandos gritaban que «
por ahí
». El de los bigotes detuvo el coche a un costado del asfalto. Le pegó un buen trago a la bota y Jamón se asomó sobre el respaldo de su asiento para ofrecerme bocadillos. La hice señas de que más tarde.

La gente no se ponía de acuerdo y el bajito se limpió la boca con el antebrazo antes de gritar:

—¡Votemos, compañeros!

—¿Crees que alguna vez llegaremos? —dijo Nina divertida.

—No sé. Pero será un viaje muy democrático. ¿Tienes una moneda?

Me dio una de un euro. Le pedí que silbara como ella sabía. Silbó y todos miraron hacia nosotros. Le mostré la moneda al de los bigotes.

—Coño, por fin un tío sensato —dijo y atrapó la moneda.

Una de las viejitas sollozó al ver que era yo. La otra me gritó que tuviera fe.

El bajito tiró la moneda, que giró en el aire.

Cayó al suelo, rodó y se perdió bajo los asientos.

«
Ya lo dijo Fito Páez en su canción
», pensé. «
La vida es una moneda

El tipo se sentó otra vez, exprimió la bota y tomó por el primer cruce.

* * *

Llevábamos ya un buen rato de viaje y el miedo se disipó cuando fuimos capaces de encontrar el bar para la parada reglamentaria. Después supimos que no era, pero aprovechamos para festejar con el conductor su pericia. El tipo quiso invitar a todo el pasaje a una copa. Algunos aceptaron y devolvieron la cortesía. El dueño del bar, que nos miraba sorprendido, fue preguntando uno por uno «
qué va a ser
». Las viejitas se pusieron en la barra a mi lado y Nina me salvó de la sed pidiendo un whisky. Las viejitas pidieron dos tilas y me acordé de Philip.

—Y dos copazos de anís —agregó la llorona.

Todos brindamos, mientras el dueño parecía a punto de preguntar algo. Entonces uno de los pasajeros, un vasco cuadrado y campechano, gritó que llenara otra vez, «
qué coño
». Volvimos a brindar.

El conductor invitó otra vez, y un gringo que ya estaba achispado reclamó su derecho a pagar. Cuando llevábamos una hora en el bar, alguien dijo que si no sería mejor seguir viaje, pero todos lo abucheamos. Cuando el griterío terminó, se oyó la voz de la viejita llorona que decía:

—Gilipollas —y se acabó de un trago la tercera copa de anís.

Nina se divertía y yo dije que no con la cabeza cuando el dueño fue a servirme el cuarto whisky.

—¿Para dónde van? —me preguntó. Nina respondió por mí que a la Costa del Sol y el tipo puso cara de asombro. Iba a decir algo cuando el alemán o lo que fuera se arrancó por lo que él creería eran bulerías. Todos empezamos a hacer palmas, menos la inglesa flaca conectada al iPod.

Antes de irnos, el patrón invitó una ronda y no era cosa de hacerle un feo.

Brindamos por la hermandad de las carreteras y por el Destino.

—Y por su puta madre —agregó la viejita entre hipidos.

Cuando salimos, antes de subir al autobús, vi un coche negro y largo a un costado del bar. Me pareció que había gente dentro. Pero estaba muy mareado como para pensar en otra cosa que no fuera subir los peldaños. Jamón me ofreció un bocata y le dije que después con un gesto.

* * *

Tenía la certeza de que estábamos perdidos. No se veían carteles y el camino era irregular. Pero estábamos todos tan contentos. Cantábamos a coro (yo tarareaba), y cada vez que parecía que íbamos a salirnos de la carretera y el bajito conseguía dominar el volante, la gente gritaba:

—Ooooolééééé —y empezaban a cantar otra vez.

Recorrimos el repertorio popular, incluidas las coplas más pícaras, en las que las viejitas llevaban la voz cantante. Uno empezó con
La vaca lechera
, y el bajito dijo que no se cantaba más, que aquello era como un barco y él como el capitán, y que si alguno sabía dónde coño estábamos.

Poco a poco la gente se fue amodorrando. Nina se acurrucó en el asiento, la cara contra el cristal y dándome la espalda. Alguien, delante, empezó a roncar. Creo que era Serrano.

Yo no podía dormir y hasta el mareo de los whiskys se había evaporado. Otra vez sentía que algo iba a romperse en diez pedazos desiguales. Fui hasta el asiento del fondo. Miré hacia atrás y vi que un coche seguía la estela del autobús a prudente distancia. Hubiera jurado que era el mismo coche negro del bar. No podía saberlo.

Volví a mi asiento. Me senté un poco encogido, porque Nina, dormida, se había estirado. Seguía con la cara apoyada en la ventanilla, de espaldas a mí, las piernas dobladas sobre el asiento. Levanté un poco su vestido y estaba en lo cierto: seguía desnuda, no se había puesto otro tanga cuando fue al baño en el bar. La estudié con cuidado, como si fuera a romperse. La piel brillando en la noche, las nalgas tan bien dibujadas, la línea oscura que las partía y bajaba, señalando desde atrás el sexo, que era una mancha dulce y oscura.

Mirándola así, en la impunidad del sueño, me sentí como un viejo vicioso espiando a una nena. Y la sensación me gustó. Levanté más el vestido, y quedó descubierta de cintura para abajo. No dio señales de enterarse. Vestida, Nina respiraba menos. Dejé que mi mano jugara en sus caderas y bajara hasta las comarcas vecinas a su sexo. Murmuró algo y siguió dormida. Mis dedos vagaron en torno a los labios, memorizando piel, y siguieron hasta tocar delante la sensación aguda de su vello afeitado. Ronroneó y siguió en su sueño. Dejé que uno de mis dedos acariciara los labios y subiera. Tocó una zona sensible y me arrepentí, porque ella se revolvió un poco. Iba a dejarlo, pero murmuró complacida un nombre de hombre que no era el mío. Me enfurecí. Con dos dedos de una mano separé los labios de su sexo, mientras la otra mano buscaba despacio la entrada. No despertó y repitió el nombre. Dejé que el dedo se deslizara dentro, solo un poco y allí se quedó, bebiendo un pulso húmedo. La sensación de que algo iba a romperse se hizo más fuerte. Esperé. Nina no se movía. Yo tampoco. Mi dedo latía con su latir. Y cobró voluntad lenta y se movió con cuidado, esperando la respuesta de su cuerpo que al fin llegó, bostezante. Le espié la cara y seguía fingiendo dormir. El ritmo aumentó y mi dedo era un ojo, una piel, una antena que emitía y recibía sensaciones y mensajes. Sobraba tiempo, en el medio de la nada y de la noche, mientras el autobús avanzaba a los tumbos por un camino que no era el suyo. Pero avanzaba. También mi dedo que pronto fue bebido, expulsado y vuelto a beber, mientras ella, olvidado su papel, movía las caderas y lo cabalgaba hacia una meta que yo no podía ver. Seguimos así hasta que de Nina hacia dentro algo se derramó y siguió derramándose en espasmos tiernos. Me mordió la mano que acariciaba su cara y siguió explotando, y no dejó de explotar ni siquiera cuando el autobús se salió blandamente del asfalto, resbaló en la tierra y volcó en cámara lenta.

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