Tenían muchas cosas de las que hablar, pero Madeleine parecía absorta en sus pensamientos y él no quiso interrumpirla. No se le ocurría nada que decir que no sonara evasivo o falto de tacto, y otra conversación sobre trabajo habría resultado frívola. Sabía que ella sacaría a colación su grave falta de decoro tan pronto como se encontraran dentro de las paredes de la casa. Al menos eso le concedía unos minutos más para idear algún tipo de excusa, aunque lo único en lo que podía pensar era que el deseo de acariciarla íntimamente había sido tan fuerte que ella debería agradecerle que no se hubiera inclinado para succionarle la piel del cuello… delante de lady Claire y de todos sus criados. No obstante, supuso que a Madeleine no le haría ninguna gracia enterarse de eso.
Cuando llegaron a la verja de la propiedad, ella esperó a que abriera la puerta antes de pasar. En ese instante, sopló una gélida ráfaga de viento que le bajó la capucha y la hizo estremecerse.
—Hace frío —murmuró Thomas, que se sintió ridículo de inmediato por señalar algo tan obvio.
Ella se detuvo en seco en el sendero de piedra y se dio la vuelta, con lo que casi consiguió que chocaran. Thomas reaccionó y le aferró los hombros con las manos enguantadas para evitar que cayera.
Sus enormes ojos lo miraron con expresión acusadora, pero no intentó apartarse.
—Sí, Thomas, hace frío —convino con tono prosaico—. Y puesto que parece que solo te sientes cómodo conmigo si hablamos del clima, discutamos sobre ese aspecto —Alzó la barbilla un poco con un gesto inexpresivo—. Mis labios se están congelando, y me gustaría que los calentaras.
A Thomas se le atascó la respiración en el pecho. Nunca habría esperado algo así. Dejó caer los brazos a los costados y se apartó de manera instintiva.
Fue evidente que a ella no le gustó semejante reacción. Su mirada se endureció y sus ojos se entrecerraron hasta convertirse en meras rendijas. Entrelazó las manos enguantadas frente a su regazo con tanta fuerza que el cuero se tensó a la altura de los nudillos.
—Somos un hombre y una mujer que se sienten físicamente atraídos el uno por el otro, Thomas, y lo sabes muy bien —dijo con tono serio—. Decide en qué quieres que se convierta nuestra relación y yo lo aceptaré, pero creo que ha llegado la hora de que dejes de tomarme el pelo.
Él parpadeó, tan atónito que sin duda ella se dio cuenta. En esos momentos no solo estaba molesta con él, estaba furiosa. ¿Tomándole el pelo? ¿Eso creía que estaba haciendo? Supuso que sí. Dos noches atrás le había susurrado junto al cuello que no podían ser amantes y apenas media hora antes la había acariciado con descaro entre los muslos.
El viento helado sacudió un mechón de pelo sobre su mejilla y Thomas estiró la mano para acariciarlo con los dedos y colocárselo detrás de la oreja. Madeleine se estremeció de nuevo, pero no dejó de mirarlo a los ojos, desafiándolo a que desmintiera lo que había dicho.
Se puso tenso con el mero hecho de pensar en besarla, tal y como le había pedido. Sintió que su cuerpo se ponía rígido una vez más, aun a pesar del frío que hacía. Comprendió de repente que nunca se había sentido tan desesperado por hacer algo. Había llegado el momento de dar un paso hacia delante, de admitir el interés que no había logrado demostrarle acariciándola a escondidas o con simples palabras. La agarró del codo con firmeza por encima de la capa, la giró hacia la casa y la condujo por el sendero de piedra hasta la puerta principal.
—Thomas…
—Si tengo que besarte, Madeleine, no pienso hacerlo aquí fuera, donde cualquiera podría vernos.
Semejante lógica la aplacó un poco, al menos lo suficiente para silenciarla, pero Thomas sabía sin necesidad de mirarla que ella sonreía con aire satisfecho.
Se detuvo frente a la puerta, pero no la soltó mientras buscaba la llave en el abrigo. Sorprendido al descubrir que no le temblaba la mano, abrió la cerradura con suavidad, empujó la puerta, tiró de Madeleine para que entrara detrás de él y cerró de un portazo.
Acto seguido se volvió hacia ella en mitad del recibidor y, aunque escuchaba su pulso en los oídos a causa de una excitación como la que jamás había sentido, su cuerpo permaneció considerablemente en calma.
Se miraron el uno al otro mientras el ruido de sus respiraciones resonaba en el vestíbulo vacío. Thomas titubeó por un breve momento, ya que no había hecho nada parecido en muchos años. El nerviosismo lo llenaba de inseguridad y se sentía un poco avergonzado. Sin embargo, ella permanecía a la espera, con las mejillas y la nariz rojas a causa del frío, desafiándolo con sus hermosos ojos azules a cambiar de opinión, a echarse atrás.
Thomas no tenía la menor intención de echarse atrás. Aquello sería como adentrarse en sus fantasías, el comienzo de sus sueños.
Con el abrigo puesto y a un paso de distancia, se inclinó hacia ella e hizo una pequeña pausa al ver que cerraba los ojos. Después agachó la cabeza y bajó los párpados. Percibió la frialdad de su rostro y el aroma floral de su piel un instante antes de notar una extraordinaria suavidad contra sus labios… fresca, incitante… Perfecta.
Un sonido apenas perceptible e intensamente femenino salió de la garganta de Madeleine ante el primer contacto. Esa pequeña muestra de satisfacción le aceleró la respiración y los latidos del corazón, llevándolo de inmediato hasta los límites del paraíso.
Presionó suavemente sus labios, entibiándolos al tiempo que calentaba los suyos, embriagándose de placer, y ella no le exigió más. Quería saborearla bien para grabarlo en sus recuerdos. Madeleine levantó los brazos muy despacio para colocarle las palmas sobre la nuca, provocándole un escalofrío con el cuero suave y frío sobre la piel. Thomas le rodeó la cintura con los brazos para acercarla un poco más y recrearse con su contacto antes de comenzar a mover los labios contra los de ella.
Madeleine le siguió el juego y abrió la boca para aumentar la intensidad del beso antes de echarse hacia delante y apoyar el pecho contra su torso. Thomas le recorrió el labio superior con la lengua y estalló en llamas al ver que ella comenzaba a jadear.
La estrechó contra sí con un gruñido y deslizó una mano desde la curva de su espalda hasta la parte posterior de la cabeza. Ella hizo lo mismo y apartó las manos del cuello para hundirlas en su cabello, aferrándose a él con una necesidad creciente. La lengua femenina se unió a la suya, sus alientos se mezclaron y los sonidos de sus respiraciones resonaron con fuerza en el pequeño vestíbulo vacío.
Thomas la empujó un poco para apoyarla en la pared. El ambiente se había cargado de una necesidad física abrasadora, y comenzó a besarla desaforadamente, probándola, saboreándola, ansiando más.
Ella bajó los brazos para llevar las manos hasta los botones de su abrigo. Pero Thomas quería el control, así que le sujetó las manos y la obligó a echarlas hacia atrás antes de colocárselas a ambos lados de la cabeza, con los nudillos pegados al panel de madera que cubría la pared.
La mantuvo inmóvil de esa manera e intensificó la fuerza del beso sin dejar de sentir el martilleo de su corazón y el sudor que le corría por el cuello y la frente. Sus dedos enguantados estaban enlazados con los de ella en un sutil despliegue de dominación. Acto seguido indagó con la lengua en el interior de su boca hasta encontrar la suya y comenzó a succionarla, abrasándola por dentro.
Madeleine alzó el cuerpo hacia él, indefensa aunque desesperada por sentir algo más. Durante instantes que parecieron horas, le devolvió los besos con destreza y pasión, dando tanto como recibía. A la postre, ahogó una exclamación contra su boca y se apartó. Inclinó la cabeza hacia un lado, apretó los pechos contra su torso y presionó los labios contra su mentón.
—Tócame, Thomas —suplicó en un susurro ronco y entrecortado sobre su piel.
Por Dios, ¡cuánto deseaba tocarla! Deseaba sentir su piel desnuda abrasando la suya, avivar las llamas entre sus piernas, hundirse en esa húmeda calidez y amarla hasta que llegara al orgasmo entre sus brazos. Su cuerpo le rogaba que la arrastrara hasta el suelo y la tomara allí mismo. De inmediato.
Pero no podía. Para ella no habría sido más que un acto carente de emociones profundas, el comienzo de una serie de interludios ocasionales a la que no tardaría en poner fin, sin desear ni esperar nada más. Thomas había corrido demasiados riesgos para permitir que eso sucediera.
En ese instante, la determinación dominó el deseo sexual y Thomas, que recordó cuál era su objetivo y la razón por la que la había llevado allí, comenzó a detenerse. Recorrió con los labios la cremosa suavidad de su mejilla, succionó y mordisqueó el lóbulo de su oreja y la sintió estremecerse contra él.
—Por favor…
—Ahora no —susurró con un autocontrol del que no se habría creído capaz. Fueron las palabras más difíciles que había pronunciado en su vida. Ella dejó escapar un gemido de frustración debido al deseo insatisfecho, y Thomas deslizó los labios hacia arriba por su cuello, disfrutando del aroma a lana y a mujer durante un último instante antes de cerrar los ojos con fuerza y alejarse de ella.
Madeleine apartó la cara y él apoyó la frente sobre el frío y duro panel de madera que había tras ella.
Permanecieron de esa manera casi durante un minuto mientras el martilleo de sus corazones resonaba en la silenciosa casa y sus respiraciones se normalizaban. Thomas seguía estrechándola con fuerza, y ella no trató de apartarse.
—Madeleine… —susurró, y no se le ocurrió nada más que añadir.
Ella intentó respirar hondo, así que Thomas se apartó lo suficiente para que pudiera tomar aliento. Le soltó las manos por fin y ella las dejó caer a los costados. Él apretó los puños y los descargó sobre la pared, aún con los ojos cerrados.
—Eres maravilloso, Thomas —murmuró de manera entrecortada y apenas audible.
El comentario inundó su corazón con una exquisita oleada de calidez.
—No me conoces —replicó él con voz ronca.
Percibió que ella se volvía para mirarlo. Acto seguido, Madeleine alzó uno de sus dedos y recorrió la cicatriz que le llegaba hasta la boca.
—Lo haré a su debido tiempo.
Lo dijo con tal certeza que su imaginación remontó el vuelo y se dispuso a considerar todas las posibilidades implícitas.
Se apartó de ella y se dio la vuelta para apoyar la espalda en la pared antes de abrir los ojos por fin y contemplar el brillante y oscuro panel de madera que tenía enfrente.
—No haces esto a menudo, ¿verdad? —preguntó ella en voz baja segundos después.
Estaba intentando evaluar el beso, su experiencia, y por primera vez desde que se conocieron, Thomas consideró la idea de mentir sin miramientos. Al final, decidió no hacerlo.
—Sería más apropiado decir que últimamente no lo hago a menudo, Madeleine.
Durante unos instantes no sucedió nada. Poco después, ella suspiró y extendió la mano para apretarle los dedos con dulzura.
—¿Harías algo por mí, Thomas?
Él giró la cabeza para mirarla y tragó saliva con fuerza al ver su piel sonrojada, el ardor de la excitación que aún brillaba en sus ojos y la sonrisa traviesa que esbozaban sus labios llenos y sensuales.
—Una vez me llamaste Maddie —susurró muy despacio—. Me gustaría que me llamases así de nuevo.
Antes de que Thomas pudiera responder, ella lo soltó, se enderezó y entró en la sala de estar de camino a su habitación.
J
usto a las nueve y media, tal y como hacía los siete días de la semana sin excepción, Richard Sharon entró en su bien iluminado y suntuoso comedor, donde lo esperaba el acostumbrado desayuno consistente en tres huevos escalfados, jamón y tostadas. Su mayordomo, Magnus, lo saludó con un prosaico «Buenos días» mientras le servía el té con una tetera plateada que más tarde dejó sobre una mesa auxiliar a fin de retirarle la silla situada a la cabecera de la mesa. Richard se sentó cómodamente y, sin mediar palabra, Magnus le colocó la servilleta en el regazo, inclinó la cabeza una sola vez y se marchó de la habitación. Richard utilizó el tenedor para coger una loncha de jamón y comenzó a comer con ganas.
La vida era maravillosa, pensó al tiempo que extendía el periódico encima del nuevo mantel español de complicados bordados. Ojeó la primera página sin encontrar nada en particular que llamara su interés: más altercados con los trabajadores de los muelles, un incendio en el extremo norte de la ciudad y las acostumbradas irregularidades en el Parlamento. Por desgracia, se trataba de noticias atrasadas varios días, pero eso no tenía remedio cuando uno vivía en el campo. Y, por supuesto, jamás soñaría con cambiar el hogar de su familia por la casa de la ciudad. Vivir en Winter Garden tenía muchas ventajas, entre ellas unos negocios de lo más lucrativos; y con el último trabajo estaba obteniendo unos beneficios que iban mucho más allá de lo que imaginó en un principio. Sí, sin duda la vida era maravillosa.
Comenzó con los huevos mientras seguía descartando la información menos importante, y en ese momento su mayordomo entró en la estancia y se aclaró la garganta.
Richard levantó la vista para hacerle entender que reconocía su presencia, a sabiendas de que la información debía ser importante, ya que había dado órdenes estrictas con respecto a ser molestado durante las comidas.
—Perdone la intromisión, milord, pero la señora Bennington-Jones solicita un momento de su tiempo. ¿La recibirá?
Richard ocultó muy bien su sonrisa. Siempre recibía a Penélope Bennington-Jones, y Magnus lo sabía. Pero la obligación del hombre era preguntárselo, y él siempre valoraba mucho a los sirvientes que cumplían con su obligación. El excelente mayordomo llevaba con él seis años y siempre seguía sus órdenes sin cuestionarlas… tal y como era su deber.
Tras volver a concentrar su atención en el plato, depositó un trozo de jamón sobre su lengua antes de masticarlo muy despacio y pasar otra página del periódico, y todo mientras Magnus aguardaba con las manos a la espalda. Después de tragar y coger la taza de té ordenó.
—Hazla pasar.
El mayordomo abandonó una vez más la estancia, y entonces fue Richard quien se vio obligado a esperar con una sensación a caballo entre la expectativa y el temor. Había enviado una nota el día anterior para solicitar una visita de Penélope, y aunque nunca habría imaginado que llegaría tan temprano, sabía que se presentaría. Encontraba a la dama irritante más allá de toda descripción, pero era su chismosa preferida en Winter Garden, sobre todo porque ella no tenía ni idea de lo mucho que valoraba sus entrometidas observaciones. De hecho, la mujer ni siquiera se imaginaba que la utilizaba justo para eso. Con todo, se adaptaba al trabajo a la perfección.