Un gran chico (7 page)

Read Un gran chico Online

Authors: Nick Hornby

BOOK: Un gran chico
8.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Eso es. Así me gusta más.

Todo era mucho más confuso de lo que había imaginado, sobre todo al inventar la existencia de varias personas, y empezaba a sospechar que ni siquiera lo había planeado con el suficiente detalle. Ya tenía tres personajes en su película personal, Paula, Ned y su madre (quien al contrario que los otros dos no era imaginaria, ya que había estado viva, aunque había que reconocer que de un tiempo a esta parte no lo estaba), y le daba en la nariz que si iba a seguir adelante con su historia, pronto tendría un plantel de miles de personajes secundarios. ¿Cómo iba a salirse con la suya? ¿Cuántas veces tendría que ser Ned raptado de forma más o menos razonable por su madre, o por su abuela materna, o por una banda internacional de terroristas? ¿Qué razón podía argüir para no invitar a Suzie a su piso, donde no había juguetes ni cunas ni pañales, por no hablar de un dormitorio para el niño? ¿No podría matar a Ned como consecuencia de alguna terrible enfermedad, o en un accidente de tráfico? Una verdadera tragedia, sí, pero la vida sigue. No, no parecía muy aconsejable. Cualquier padre se queda totalmente destrozado por la muerte de su hijo, y los años de dolor que serían necesarios para que resultase convincente terminarían por agotar sus recursos dramáticos. ¿Y Paula? ¿No podía Ned irse a vivir con su madre aun cuando ella no tuviese muchas ganas de verlo? En tal caso... En tal caso ya no sería un padre separado al cargo de su hijo, claro. Y de ese modo perdería incluso su misma razón de ser.

No, estaba claro que el desastre era inminente e inevitable. Mejor sería bajarse en marcha, largarse, dejarlos a todos con la impresión de que se encontraban ante un excéntrico, un inadaptado, nada más; desde luego, así nadie pensaría que era un pervertido, un fantaseador o cualquier otra de las cosas lamentables en que estaba a punto de convertirse. Pero largarse por las buenas no era muy propio de Will. No correspondía a su estilo. Siempre tenía la impresión de que algo estaba a punto de suceder, aun cuando nada sucediese o no hubiera la menor posibilidad de ello, como ocurría la mayor parte de las veces. En cierta ocasión, muchos años antes, cuando era niño, le había dicho a un compañero de clase (no sin antes cerciorarse de que su amigo no era aficionado a los libros para niños de C. S. Lewis) que entrando en su armario era posible acceder, por la parte posterior, a un mundo diferente, y le invitó a su casa para que él mismo lo explorase. Podría haber cancelado la invitación con cualquier excusa, pero no estaba preparado para soportar siquiera un momento de vergüenza a menos que fuera inmediatamente necesario, y así estuvieron los dos metidos dentro del armario, entre las prendas colgadas de las perchas por espacio de unos minutos, hasta que Will murmuró que el mundo en cuestión estaba cerrado los sábados por la tarde. Esto lo mantuvo en pie, y recordaba haber albergado una genuina esperanza hasta el ultimísimo minuto: quizás allí haya algo, llegó a pensar, tal vez finalmente no quede en mal lugar. No hubo nada, y quedó en mal lugar, quedó fatal, de hecho, pero no sacó nada en claro de semejante experiencia; si acaso, le dejó a lo sumo con la sensación de que la próxima vez le sonreiría la suerte. Y allí estaba, a sus treinta y tantos, sabedor de que de ninguna manera y en ninguna parte tenía un hijo de dos años, pero emperrado en la presuposición de que, cuando llegase la hora de la verdad, algún hijo aparecería, tal vez de debajo de las piedras.

—Seguro que te apetece un café —dijo Suzie.

—Ya lo creo. ¡Qué mañanita! —Meneó la cabeza con gesto de asombro y Suzie hinchó los carrillos y resopló con toda su simpatía. Will se dio cuenta de que lo estaba pasando en grande.

—Ni siquiera sé a qué te dedicas —dijo Suzie cuando ya estaban en el coche. Megan iba en la sillita para niños, a su lado. Detrás iba Will con Marcus, el chaval raro, que tarareaba melodías desafinando.

—A nada.

—Ah.

En tales casos Will tenía por costumbre inventarse alguna cosa, pero en los últimos días había inventado demasiadas. Si añadía un trabajo ficticio a la lista, no sólo empezaría a perder la cuenta de sus invenciones, sino que tampoco estaría en condiciones de ofrecer a Suzie nada que fuese real.

—¿Y antes?

—A nada.

—¿Nunca has trabajado?

—Sí, he trabajado algún día suelto aquí y allá, pero...

—Ah, vaya. Eso es...

Optó por callar y Will supo por qué. No haber tenido nunca un trabajo es... nada. No había nada que decir al respecto, al menos de manera inmediata.

—Mi padre escribió una canción. Fue en 1938. Es una canción famosa, y vivo de los derechos de autor.

—Sabes lo de Michael Jackson, ¿no? Gana un millón de libras por minuto —dijo el chaval raro.

—No estoy segura de que sea un millón de libras por minuto —dijo Suzie, nada convencida—. Eso es una barbaridad.

—¡Un millón de libras por minuto! —repitió Marcus—. ¡Sesenta millones de libras a la hora!

—Bueno, yo en todo caso no gano sesenta millones de libras a la hora —repuso Will—. Ni de lejos.

—¿Cuánto ganas, pues?

—Marcus... —dijo Suzie—. ¿Y qué canción es ésa, Will? Si puedes vivir de lo que da, seguro que la conocemos.

—Mmm... «Santa's Super Sleigh», ya sabes, la del supertrineo de Santa Claus —contestó Will. Lo hizo en tono neutro, pero de nada sirvió, porque habría sido imposible decirlo de modo que no sonase absurdo. Ojalá su padre hubiera escrito cualquier otra canción de gran éxito, con las excepciones, quizás, de «Itsy Bitsy Teeny Weeny Yellow Polka Dot Bikini» o «How Much Is That Doggie In The Window»?

—¿En serio? ¿«Santa's Super Sleigh»?

Suzie y Marcus se pusieron a cantar al unísono la misma estrofa:

Deja en la ventana un pastel de fruta y una copa de jerez

que Santa Claus te vendrá a visitar y te hará feliz.

Oh, el supertrineo de Santa Claus,

el supertrineo de Santa Claus.

Era lo mismo que hacían todos. Siempre se ponían a cantar, y siempre la misma estrofa. Will tenía amigos que siempre que lo llamaban por teléfono lo primero que hacían era tararear deprisa un trozo de «Santa's Super Sleigh»; como él jamás se reía, lo acusaban de no tener sentido del humor. ¿Dónde estaba la gracia? Y, en el supuesto de que la tuviera, ¿cómo iba a reírse cada vez que alguien pretendía sacarle punta, y así un año tras otro?

—Supongo que todo el mundo hará esto mismo, ¿no?

—Qué va, sois los primeros.

Suzie lo miró por el espejo retrovisor.

—Lo siento.

—No, no pasa nada. Me lo he ganado a pulso.

—Aun así, no lo entiendo. ¿Cómo te da eso tanto dinero? ¿Es que los cantantes de villancicos callejeros te pagan el diez por ciento de lo que ganan?

—Deberían hacerlo, pero no siempre es posible cazarlos in fraganti. Lo que pasa es que la canción sale en todos los discos de canciones navideñas que se han editado a lo largo de la historia. Elvis hizo una versión, ¿sabes? Y también los muñecos de
Barrio Sésamo
. —Y, ya puestos, Des O'Connor. Y los Crankies. Y Bing Crosby. Y David Bowie, nada menos que a dúo con Zsa Zsa Gabor. Y Val Doonican, y Cilla Black, y Rod Hull, y Emu. Y un grupo punki americano llamado the Cunts, y, según sus últimas cuentas, al menos otro centenar de artistas. Sabía los nombres de todos ellos por la relación de la agencia de derechos de autor, y no le gustaba ninguno. Will se enorgullecía de su buen gusto musical; en el fondo, detestaba llevar una vida regalada gracias a Val Doonican.

—Y... ¿nunca has tenido ganas de trabajar?

—Oh, sí. A veces. Lo que pasa... No sé. Es como si nunca acabara de decidirme.

Y eso era todo, así de simple. Nunca acababa de decidirse. Durante los últimos dieciocho años, se había levantado cada día por la mañana con la determinación de resolver su problema laboral de una vez por todas. A medida que pasaba el día, sin embargo, el ardiente deseo de encontrar un lugar propio en el mundo exterior terminaba por extinguirse de un modo u otro.

Suzie aparcó en el camino asfaltado que formaba el perímetro del parque y desplegó la sillita de Megan mientras Will y Marcus esperaban en la acera. Hasta el momento, Marcus no había manifestado el menor interés por él, aunque tampoco podía decirse que Will hubiera hecho un vigoroso esfuerzo por conocer al chico. Sí se le ocurrió, de todos modos, que muy pocos varones adultos estarían tan bien pertrechados como él para tratar con un adolescente..., en el supuesto de que Marcus lo fuera, porque eso no resultaba tan fácil de precisar. Tenía el cabello enmarañado, rizado, extraño; vestía como un oficinista de veinticinco años en su día libre: iba con unos tejanos nuevos, recién estrenados, y una camiseta con el logo de Microsoft. A fin de cuentas, Will era aficionado al deporte y a la música pop, y sabía mejor que nadie cuánto podía llegar a pesar el tiempo cuando uno estaba mano sobre mano. A todos los efectos, según cualquier criterio, él era un adolescente. Y no le haría ningún daño en la estima de Suzie tratar de trabar una relación animada, basada en la mutua curiosidad, con el hijo de su amiga. Ya tendría tiempo de dedicarse después a Megan. Unas cosquillas seguramente bastarían para conquistarla.

—Bueno, Marcus. ¿Y quién es tu futbolista preferido?

—Odio el fútbol.

—Ya. Pues qué pena.

—¿Por qué?

Will no le hizo caso.

—¿Y tus cantantes preferidos?

Marcus soltó un bufido.

—Esas preguntas... ¿las has sacado de un libro, o qué?

Suzie se echó a reír. Will se puso colorado.

—No, es que me interesaba.

—De acuerdo. Mi cantante preferida es Joni Mitchell.

—¿Joni Mitchell? ¿No te gusta MC Hammer, o Snoop Doggy Dog? ¿Y Paul Weller?

—No, no me gusta ninguno de ésos. —Marcus miró a Will de arriba abajo, fijándose en las deportivas, el corte de pelo, las gafas de sol—. No le gustan a nadie —añadió con crueldad—. Salvo a los viejos.

—¿Qué quieres decir? ¿Que en tu colegio a todo el mundo le encanta Joni Mitchell?

—A casi todos.

Will estaba al corriente del hip-hop y el acid house, el grunge, el estilo Manchester y los grupos indies. Leía
Time Out
y también
iD
, y
The Face y Arena
, y todavía seguía comprando el
New Musical Express
, pero nadie le había hablado, por el momento, de que se hubiera producido un resurgir de Joni Mitchell. Se sintió descorazonado.

Marcus siguió andando y Will no hizo ademán de ir tras él. Al menos, su fracaso le dio una oportunidad para hablar con Suzie.

—¿Tienes que cuidar de él a menudo?

—No tanto como yo quisiera, ¿eh, Marcus?

—¿Qué? —Marcus se detuvo y esperó a que lo alcanzaran.

—Decía que no cuido de ti tan a menudo como quisiera.

—Ah, ya.

Siguió caminando y se adelantó, aunque no les sacó la misma ventaja de antes, de modo que Will no estuvo muy seguro de que les oyera o no.

—¿Qué le pasa a su madre? —le preguntó Will a Suzie en voz baja.

—Pues que está un poco... No sé. No está nada bien.

—Se está volviendo loca —dijo Marcus como si tal cosa—. Llora a todas horas. Ni siquiera va a trabajar.

—Venga, Marcus, no fastidies. Sólo se ha tomado un par de tardes libres. Eso mismo hacemos todos cuando estamos un poco indispuestos.

—¿Indispuestos? ¿Así lo llamas tú? —replicó Marcus—. Pues a mí me da que se está volviendo loca.

Will sólo había oído ese tono de beligerancia, a medio camino entre la burla divertida y la hostilidad, en las voces de las personas mayores que trataban de contar cosas mucho peores de lo que uno estaba dispuesto a creer; así había sido su padre durante sus últimos años de vida.

—Bueno, pero conste que a mí no me parece que esté volviéndose loca —repuso Suzie.

—Eso es porque no la ves muy a menudo.

—La veo tan a menudo como puedo.

Will advirtió que Suzie lo dijo poniéndose a la defensiva, un tanto irritada. ¿Qué era lo que pasaba con aquel chico? En cuanto comprobaba que uno era vulnerable, atacaba sin misericordia.

—Puede.

—¿Puede? ¿Cómo que «puede»?

Marcus se encogió de hombros.

—Da igual, porque contigo no se comporta como una loca. Sólo empieza a enloquecer en casa, cuando estamos a solas los dos.

—Pronto se pondrá bien —dijo Suzie—. Sólo necesita un fin de semana de paz y tranquilidad. Lo pasaremos bien en el picnic, y cuando esta noche vuelvas a casa la encontrarás descansada y dispuesta a todo lo que haga falta, ya lo verás.

Marcus soltó un bufido y echó a correr. Ya estaban en el parque, y vieron a toda la gente de SPAT cerca del lago, llenando vasos de zumo de frutas y desenvolviendo paquetes de papel de aluminio.

—Suelo verla como mínimo una vez por semana —le comentó Suzie—, y también la llamo por teléfono. ¿De veras cuenta con que haga aún más? Yo no me paso el día entero mano sobre mano. Tengo que estudiar. Y cuido de Megan, joder.

—No puedo creer que todos esos chicos oigan ahora a Joni Mitchell —dijo Will—. Si así fuera, me habría enterado. No estoy tan fuera de onda.

—Supongo que será mejor que la llame a diario —susurró Suzie.

—Yo voy a dejar de leer esas revistas. No sirven para nada —masculló Will.

Avanzaron hacia donde tenía lugar la reunión, sintiéndose viejos, derrotados, descubiertos.

Will pensó que los que habían acudido al picnic del SPAT se habían tomado en sentido literal sus disculpas y explicaciones por la ausencia de Ned, si bien no existía ninguna razón por la cual pudiera alguno creer lo contrario. Nadie está tan desesperado por un emparedado de huevo y berros y por jugar un partido de rounders
[2]
, o no tanto, al menos, para tomarse la molestia de inventarse un hijo con todas las de la ley. Sin embargo, aún se sentía un poco incómodo, y a raíz de ello se lanzó a pasar la tarde con un entusiasmo del que sólo era capaz, por lo común, con la ayuda de la química o el alcohol. Jugó a la pelota, hinchó globos, reventó bolsas de patatas (un error: hubo muchas lágrimas, miradas de irritación contenida), se escondió, buscó al que se había escondido, hizo cosquillas a uno, columpió a otro... En definitiva, hizo más o menos cualquier cosa que lo mantuviera alejado del grupo de adultos sentados sobre sus mantas a la sombra de un árbol, y lejos de Marcus, que vagaba por la orilla del lago, arrojando a los patos los trozos de los emparedados que nadie había comido.

Other books

Brilliance by Marcus Sakey
Raw Land by Short, Luke;
Unlucky Break by Kate Forster
The Secret Ingredient of Wishes by Susan Bishop Crispell
The Devil You Know by Louise Bagshawe
The Subterranean Railway by Christian Wolmar
Dead Silence by Derting, Kimberly