Un gran chico

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Authors: Nick Hornby

BOOK: Un gran chico
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Will tiene treinta y seis años y no necesita trabajar porque su padre compuso una cursi canción navideña, de esas que cada año suenan y suenan, y dan miles de libras en derechos a los descendientes del autor. Y como además es guapo y muy enrollado, lleva una vida estupenda. Porque nuestro héroe es un soltero recalcitrante, que jamás le ha visto ninguna gracia al milagro de la procreación. No al acto, que le encanta, sino a los resultados. Hasta que un día conoce a Angie en su tienda de discos favorita. Y entonces Will, que jamás ha querido nada serio, se da cuenta de que las mujeres solas con hijos son una inagotable cantera de polvos estupendos y rollos con fecha de caducidad. Se inventa un hijo propio, y comienza a frecuentar una asociación de padres y madres, sobre todo madres separados. Pero como la vida nos da sorpresas, Will seducirá a las madres, pero también se hará amigo de uno de los hijos, el rarito y desamparado Marcus, que a los doce años parece mucho más viejo que el treintañero Will.

Nick Hornby

Un gran chico

ePUB v1.0

Bercebus
27.12.11

1

—¿Os habéis separado?

—¿Tú estás de coña, o qué?

Muy a menudo, la gente tendía a pensar que Marcus estaba de coña cuando en realidad no lo estaba. No lograba entenderlo. Preguntarle a su madre si se había separado de Roger era formular una pregunta perfectamente sensata, pensó: habían tenido una tremenda discusión, luego se habían marchado a la cocina para hablar con calma y al cabo de un rato salieron los dos con caras largas y Roger se le acercó, le estrechó la mano y le deseó buena suerte en el nuevo colegio. Y luego se fue.

—¿Por qué iba a estar de coña?

—Bueno, ¿y a ti qué te parece?

—Pues me parece que os habéis separado, pero quería estar seguro.

—Nos hemos separado.

—¿Así que... se ha marchado?

—Sí, Marcus, se ha marchado.

Pensó que nunca llegaría a acostumbrarse a esto. Roger había llegado a caerle muy bien; los tres habían salido juntos unas cuantas veces; ahora, al parecer, ya no volvería a verlo nunca más. No es que le importase mucho, pero a poco que uno se parase a pensarlo era un tanto extraño. Una vez incluso compartió el retrete con Roger, cuando los dos estaban que se meaban encima después de un viaje en coche. Se podría pensar que si uno mea con alguien al menos debería mantener el contacto de alguna manera.

—¿Y su pizza?

Acababan de pedir tres pizzas cuando empezó la discusión, y todavía no había llegado el repartidor.

—Ya la compartiremos. Si nos quedamos con hambre, claro.

—Son bastante grandes. Además, ¿no pidió la suya con pepperoni?

Marcus y su madre eran vegetarianos. Roger, no.

—Pues la tiramos —repuso ella.

—También podemos quitarle el pepperoni. No creo que traiga mucho. Una pizza es sobre todo queso y tomate, además de la masa...

—Marcus, ahora mismo no estoy de humor para pensar en pizzas.

—Ya. Lo siento. ¿Por qué os habéis separado?

—Oh... Nada en particular. La verdad es que no sé cómo explicarlo.

A Marcus no le extrañó que no pudiera explicar lo ocurrido. Había oído casi toda la discusión y no había entendido una sola palabra. Era como si en algún lugar faltase una pieza. Cuando Marcus y su madre discutían, siempre se oían alto y claro las partes importantes de la conversación: era demasiado, demasiado caro, demasiado tarde, demasiado joven, malo para la dentadura, otro canal de televisión, los deberes del colegio, la fruta. En cambio, cuando su madre discutía con alguno de sus novios, uno podía pasarse horas a la escucha sin terminar de comprender de qué iba todo aquello, todo lo referente a la fruta y los deberes, que sin duda tenía que estar escondido en alguna parte de la discusión. Era como si alguien les hubiera dicho que discutiesen, y como si se hubieran puesto a hacerlo sobre lo primero que les había venido a la cabeza.

—¿Tenía otra novia?

—No lo creo.

—Y tú, ¿tienes otro novio?

Ella se echó a reír.

—¿Y quién podría ser? ¿El tipo que tomó el pedido de las pizzas? No, Marcus, no tengo otro novio. Las cosas no son así. O no lo son, claro, si eres madre, tienes treinta y ocho años y además trabajas. Es un problema de tiempo. Ja! En realidad, es un problema de todo. ¿Por qué lo dices? ¿Te fastidia?

—Pues no lo sé.

Y no lo sabía. Su madre estaba triste, eso sí lo sabía —ahora lloraba mucho más, más que antes de que se fueran a vivir a Londres—, pero él no se hacía a la idea de que eso guardase alguna relación con sus novios. Le quedaba, en parte, la esperanza de que sí, porque entonces todo terminaría de arreglarse algún día. Encontraría a alguien que la hiciera feliz. ¿Por qué no? Su madre era bonita, o a él se lo parecía, simpática, y a veces incluso graciosa, y Marcus pensaba que seguramente habría un montón de tipos como Roger por ahí, casi a tiro de piedra. En cambio, si no era una cuestión de novios, él no tenía ni idea de qué podía tratarse, aparte de algo malo, por supuesto.

—¿A ti te importa que yo tenga novios?

—No. Sólo me importó Andrew.

—Bueno, claro, ya sé que no te gustaba Andrew, pero quiero decir si te molesta la idea así, en general.

—No, desde luego que no.

—Has sido un chico muy bueno, sobre todo si se piensa que has tenido dos vidas bien diferentes.

Él entendió a qué se refería. La primera clase de vida había terminado cuatro años antes, cuando él tenía ocho y sus padres se separaron; ésa había sido la vida normal, más bien aburrida, con el colegio y las vacaciones y los deberes y las visitas de los fines de semana a los abuelos. La segunda clase de vida era más liosa, había más gente en ella, más sitios: los novios de su madre y las novias de su padre, los pisos, las casas, Cambridge y Londres. Nadie podría creer que las cosas pudieran cambiar tanto sólo porque una relación hubiera terminado, pero eso a él le daba lo mismo. A veces pensaba incluso que prefería la vida de la segunda clase. Pasaban más cosas, y eso por fuerza tenía que ser bueno.

Aparte de Roger, en Londres no había pasado gran cosa. Solamente llevaban unas semanas en la ciudad; se habían cambiado de casa en el primer día de las vacaciones de verano, y por el momento había sido más bien tirando a aburrido. Había ido a ver dos películas con su madre, Solo en casa 2, que no era tan buena como Solo en casa, y Cariño, he aumentado a los niños, que no era ni la mitad de buena que Cariño, he encogido a los niños. Su madre había dicho que las películas modernas eran demasiado comerciales y que cuando ella tenía su edad..., algo, no llegó a recordar qué. Y también habían ido a echar un vistazo al colegio nuevo, que era grande, y era horrible, y habían dado unos cuantos paseos por el barrio al que se marcharon a vivir, que se llamaba Holloway y tenía partes bonitas y partes feas, y hablaron muchísimo sobre Londres, sobre los cambios que habían empezado a producirse en sus vidas, sobre el hecho de que lo más probable era que todo fuese para mejor. En realidad, estaban sentados los dos, esperando más o menos que empezara en serio su vida en Londres.

Llegaron las pizzas y se las comieron directamente sobre las cajas de cartón.

—Son mejores que las que tomábamos en Cambridge, ¿a que sí? —dijo Marcus muy contento. No era verdad: se trataba de la misma marca de pizza, pero en Cambridge las pizzas no tenían que viajar desde tan lejos, de modo que nunca estaban tan gomosas como ésas. Pensó que sencillamente debía decir algo que sonara optimista.

—¿Te apetece ver la tele?

—Si quieres...

Encontró el mando a distancia metido entre el respaldo y los cojines del sofá, y zapeó durante un rato. No le apetecía ver ninguna serie, porque en las series siempre había complicaciones, y le preocupaba que éstas le recordasen a su madre las que ella tenía en su propia vida. Por eso vieron un documental sobre una especie de pez que vivía en lo más profundo de las cuevas, en medio de la oscuridad, y cuya razón de ser nadie había llegado a comprender. No creyó que aquello le trajera ningún recuerdo en particular a su madre.

¿Estaba en la onda Will Freeman? Y, en caso de que sí, ¿hasta qué punto estaba en la onda? La cosa funcionaba más o menos así: en los últimos meses se había acostado con una mujer a la que no conocía demasiado (5 puntos). Se había gastado más de trescientas libras en una chaqueta (5 puntos). Había pagado más de veinte libras por un corte de pelo (5 puntos). (¿Cómo era posible que en 1993 alguien pagara menos de veinte libras por un buen corte de pelo?) Tenía más de cinco discos de hip-hop (5 puntos). Había tomado éxtasis (5 puntos), pero encima había sido en un club, no en casa y a modo de ejercicio sociológico (5 puntos extra). Tenía la intención de votar a los laboristas en las próximas elecciones (5 puntos extra). Sus ingresos superaban las cuarenta mil libras al año (5 puntos), y no tenía que trabajar más de la cuenta (5 puntos, aunque también se otorgó otros 5 puntos extra por no tener que trabajar nada en absoluto). Había cenado en un restaurante donde servían polenta con parmesano (5 puntos). Nunca había utilizado un condón de sabores (5 puntos), había vendido sus discos de Bruce Springsteen (5 puntos), se había dejado crecer la perilla (5 puntos) y había vuelto a afeitársela (otros 5 puntos). Lo malo era que nunca había tenido relaciones sexuales con una mujer que saliese en las páginas de estilo de los periódicos o las revistas (menos 2 puntos) y que, de ser sincero (y si Will tenía algo que se pareciera, aunque fuese de lejos, a una creencia ética, ésta era que mentirse a uno mismo al hacer un cuestionario constituía un absoluto error), seguía convencido de que ser dueño de un coche veloz era un modo idóneo de impresionar a las mujeres (menos 2). Aun así, eso le daba un total de... ¡66! De acuerdo con el cuestionario, ¡estaba en la onda!, ¡era cojonudo!, ¡sensacional!, ¡un peligro andante! ¡Estaba tan en la onda que emitía vibras magníficas!

Ignoraba si era aconsejable tomarse muy en serio eso de los cuestionarios, pero no podía permitirse el lujo de pararse a pensarlo; estar en la onda de acuerdo con una revista para hombres era lo máximo a que había llegado en la escala del éxito, y momentos así había que guardarlos como un tesoro. ¡Era sensacional! ¡No existía nadie más extraordinario que él! Cerró la revista y la dejó sobre un montón de revistas similares que guardaba en el cuarto de baño. No las conservaba todas, pues compraba demasiadas, pero tampoco tenía prisa por desprenderse de ésa.

Will se preguntaba a veces —no muy a menudo, ya que las especulaciones históricas no eran algo a lo que se dedicara con frecuencia— cómo habrían sobrevivido las personas como él sesenta años antes. («Las personas como él», lo sabía de sobra, formaban una especie de grupo especializado; de hecho, era imposible que existiese nadie como él sesenta años antes, ya que sesenta años antes ningún adulto hubiese tenido un padre que ganara tanto dinero de la misma forma. Por eso, cuando pensaba en las personas como él no se refería a aquellas que fuesen exactamente como él, sino tan sólo a las que se pasaban el día entero sin hacer lo que se dice nada y, además, no deseaban que las cosas fueran de otro modo.) Sesenta años antes, todo aquello de lo que dependía Will para ir tirando día a día no había empezado a existir, así de simple; no había programas de televisión por las mañanas, no había vídeos, no había revistas y, por tanto, no había cuestionarios, y —aunque quizás hubiera unas cuantas tiendas de discos— la música que a él le gustaba aún no se había inventado. (En ese mismo instante estaba escuchando a Nirvana y a Snoop Doggy Dog, y habría sido imposible encontrar nada semejante en 1933.) De modo que lo que quedaba eran los libros. ¡Libros! Tendría que haberse puesto a buscar un trabajo, sí, casi con toda seguridad, porque de lo contrario se habría vuelto loco de remate.

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