Authors: Nick Hornby
—Me han adoptado, señor —dijo Marcus. No pretendió que sonase a broma, no quiso faltarle al respeto; sólo le pareció sensato repetir las palabras de Ellie. Y sin embargo todos se echaron a reír.
—Pues no podías contar con tener unos padres más responsables —señaló el profesor.
—Ja, ja —soltó Marcus, aunque no estaba muy seguro de que ése fuera el momento más apropiado para fingir que reía.
—Nos lo tomaremos como un cumplido, muchas gracias —dijo Ellie—. Cuidaremos de él. A medianoche estará en casa y todo eso, no se preocupe.
—Más os vale que así sea —apuntó el profesor—. Y que vuelva de una pieza.
Ellie le hizo esperar a la entrada del aula mientras anunciaba su llegada. La oyó hablar a gritos.
—Bien, a ver, escuchadme todos. Quiero que conozcáis al otro fan de Kurt Cobain que hay en todo el puto colegio. Adelante, Marcus.
Entró en el aula. No es que hubiera mucha gente dentro, pero los que estaban se rieron a carcajadas nada más verlo.
—Yo no he dicho que sea un fan —explicó—. Sólo pienso que tienen un buen ritmo y que la ilustración de portada tiene sentido.
Todos volvieron a reír. Ellie y Zoe permanecieron a su lado, muy orgullosas, como si acabasen de hacer un truco de magia y nadie hubiera creído que fuesen capaces de ello. Tenían razón, Marcus se sentía como si lo hubieran adoptado.
Will había procurado no pensar en la Navidad, pero a medida que se acercaba se le fue quitando de la cabeza la idea de pasarla viendo unos cuantos cientos de vídeos y fumándose unos cuantos miles de porros. Por alguna razón no estaba muy alegre, y aun cuando las festividades se hallaban vinculadas de un modo u otro a la Canción con mayúsculas, al dichoso villancico, no por eso iba a olvidarse de ellas. De pronto le sorprendió pensar que la forma que cada cual tuviera de pasar la Navidad constituía un mensaje, destinado al mundo en general, acerca de qué lugar ocupaba cada uno en la vida, un indicio de cuán profundo era el agujero que había conseguido cavar, de modo que pasarse tres días bombardeado por nuestras propias ideas indicaba, sobre cada cual, cosas que tal vez uno no hubiese querido decir.
Por eso pasaría las navidades en el seno de una familia, que no sería la suya, por supuesto, porque no tenía. Sin embargo, había una a la que deseaba evitar a toda costa; de ninguna manera iba a pasarse las fiestas comiendo un puto asado, sin ver la tele, cantando villancicos con los ojos cerrados. Debía ser cuidadoso, eso sí, porque si se dejaba llevar corría el riesgo de terminar engullido por el sumidero de la presa, de modo que más le valía ponerse a nadar cuanto antes en la dirección contraria.
Una vez que hubo tomado la firme decisión de que por nada del mundo celebraría el 25 de diciembre con Fiona y con Marcus, se sorprendió aceptando, sin pensárselo dos veces, una invitación de éste para hacer exactamente lo contrario de lo que había decidido el día anterior.
—¿Quieres pasar las navidades con nosotros? —le espetó Marcus antes siquiera de entrar en su piso.
—Mmm —repuso Will—. Es muy amable por tu parte.
—Estupendo.
—Sólo he dicho que es muy amable por tu parte.
—Pero entonces vas a venir.
—No lo sé.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—¿Es que no quieres venir?
—Sí, claro que sí, pero... ¿qué me dices de tu madre?
—Ella también estará, claro.
—Sí, eso ya lo suponía, pero ¿estás seguro de que ella quiere que yo vaya?
—Ya se lo he dicho. Le pregunté si podía invitar a un amigo, y respondió que muy bien.
—Entonces, ¿no le has dicho que era yo?
—No, pero creo que se lo imagina.
—¿Cómo se lo va a imaginar?
—Es muy fácil. Yo no tengo otros amigos.
—¿Sabe que sigues viniendo a mi casa?
—Más o menos. Ha dejado de preguntármelo, así que supongo que ya no le preocupa.
—¿Y de veras que no hay nadie a quien desees invitar?
—No. Y aunque lo hubiera, seguramente no tendría permiso para venir a comer a mi casa el día de Navidad. Tendría que estar en su casa. No creo que pudiera ir a otro sitio, ¿no te parece?
A Will aquella conversación empezaba a deprimirle. Lo que Marcus trataba de comunicarle, a su manera astuta y retorcida, era que no quería que pasara solo el día de Navidad.
—Todavía no estoy seguro de lo que haré por esas fechas.
—¿Adonde ibas a ir, si no?
—A ninguna parte, pero...
Marcus era quien solía llenar los huecos que se producían en el diálogo. Su grado de concentración era tal que se tomaba cada titubeo, cada pero, cada «mmm» como una pista para cambiar de tema por completo. Sin embargo, por la razón que fuera había abandonado de golpe su técnica acostumbrada, y se quedó mirando atentamente a Will.
—¿Qué miras? —le preguntó Will en un momento dado.
—Nada. Sólo esperaba a que contestases.
—Ya te he contestado. Te he dicho que a ninguna parte.
—Has dicho «a ninguna parte, pero...». Estaba esperando a ver qué venía después.
—Bueno, pues nada. No pienso ir a ninguna parte por Navidad.
—Entonces, puedes venir a nuestra casa.
—Sí, pero...
—¿Pero qué?
—Oye, deja de preguntarme «pero qué» cada vez que digo pero, ¿quieres?
—¿Por qué?
—Porque no es de buena educación.
—¿Por qué no?
—Porque... Está claro que tengo ciertas reservas, Marcus. Por eso digo a todas horas «pero». Obviamente, no estoy seguro de tener ganas de pasar la Navidad en tu casa.
—¿Por qué no?
—Eh, ¿me estás tomando el pelo?
—No.
Era cierto. Marcus jamás le tomaba el pelo a nadie, y menos adrede. A Will le bastó con mirarlo a la cara para convencerse de que el chico era sencillamente curioso, y de que esa curiosidad no daba muestras de menguar. La conversación ya se había extendido hasta un punto que rebasaba con creces el nivel de comodidad de Will, a quien ahora empezaba a preocuparle la posibilidad de que se viera obligado a manifestar la más cruel de las verdades, esto es, que la madre de Marcus era, como su hijo, una lunática; que aun cuando se dejase a un lado la cuestión de la cordura, los dos eran, de todos modos, un par de perdedores sin remedio; que difícilmente podría imaginar unas navidades más lúgubres que las que él le estaba proponiendo; que con mucho habría preferido volver a su plan inicial y pasar la Navidad en el olvido y verse la filmografía completa de los Hermanos Marx antes que cumplir el ritual de partir el hueso de la suerte con cualquiera de los dos; que toda persona en sus cabales sentiría lo mismo que él. Si el chico no era capaz de pescarlo al vuelo, ¿qué opciones le quedaban? Estaba clarísimo, a menos que...
—Perdona, Marcus. Me he portado de forma descortés. La verdad es que me encantaría pasar la Navidad contigo.
Ésa era la otra opción. No la que él hubiese elegido, desde luego, sino la otra.
A fin de cuentas resultó que no estuvieron los tres solos, lo cual fue de gran ayuda para él cuando se presentó en casa de Marcus. Will se esperaba uno de los sermones típicos de Fiona, sin ninguna clase de lógica, y todo lo que recibió fue una mirada; estaba clarísimo que no quería reanudar las hostilidades en presencia del resto de los invitados. Allí se encontraban Clive, el padre de Marcus, Lindsey, su novia, y la madre de ésta, lo que hacía un total de seis, todos apretados en torno a la mesa plegable del comedor. Will no tenía ni idea de que el mundo fuera de ese modo. Producto clásico de un segundo matrimonio de los años sesenta, operaba de acuerdo con la errónea suposición de que cuando las familias se disolvían había partes constitutivas de las mismas que dejaban de dirigirse la palabra, pero el decorado de la reunión le indicó precisamente lo contrario: Fiona y su ex parecían contemplar su caducada relación de pareja como algo que, para empezar, los había unido, y no como algo que se había torcido de manera irremisible y espantosa y los había separado para siempre. Era como si haber compartido casa y cama y haber tenido un hijo juntos hubiese sido igual que estar alojados en habitaciones contiguas de un mismo hotel, o asistir a la misma clase en el colegio: una feliz coincidencia que les había dado la oportunidad de mantener una amistad más o menos duradera.
Era imposible que eso mismo sucediese en todos lados, se dijo Will; de lo contrario, el SPAT estaría repleto de parejas felices, aunque alejadas entre sí, y todo el mundo presentaría encantado de la vida a su ex y a sus allegados y a sus hijos habidos aquí, allá o dondequiera que fuese. En realidad no había sido así; de lo que estaba repleto el SPAT era de cólera justificada y mal contenida, además de una muy elevada dosis de infelicidad. A juzgar por lo que había visto aquella noche, pocas familias del SPAT se reunirían para jugar al Twister y cantar villancicos alrededor del árbol en semejante día.
Sin embargo, y aun cuando eso no sucediera muy a menudo, estaba sucediendo allí, ese mismo día, hecho que al principio a Will le pareció un tanto nauseabundo: si la gente no era capaz de convivir, calculó, al menos debería tener la decencia de aborrecerse. En realidad, a medida que pasaron las horas y siguió bebiendo, Will llegó a entrever que esforzarse por ser afable y estar en armonía al menos una vez al año no era ni mucho menos una ambición despreciable. De entrada, una sala llena de personas dispuestas a entenderse y llevarse bien hizo que Marcus se sintiera feliz, y ni siquiera el propio Will era tan cínico como para desearle al chico algo distinto de esa felicidad en el día de Navidad. En Nochevieja tomaría la resolución de recuperar al menos parte del escepticismo que lo caracterizaba, pero hasta entonces estaba dispuesto a comportarse como sus anfitriones (allí donde fueres, ya se sabe, haz lo que vieres), y a sonreír a todo el mundo, aun cuando encontrase lamentable lo que estuvieran haciendo. Además, no se daba por sentado que se fuera amigo de alguien para toda la vida por el mero hecho de sonreírle, ¿verdad? A medida que avanzase el día, cuando el sentido común reinara de nuevo y todos empezaran a reñir, se daría cuenta de que andar sonriéndole a quien se le pusiera por delante ni siquiera significaba que uno fuese su amigo por unas horas. Lo cierto, sin embargo, fue que mientras duró estuvo encantado de creer en ese mundo al revés.
Les había llevado regalos a Fiona y a Marcus. A éste, un vinilo de
Nevermind
, porque no tenían reproductor de cedés, y una camiseta de Kurt Cobain, para que pudiera estar a la altura de Ellie; a Fiona, un florero de cristal, sencillo, aunque bastante caro y moderno, ya que después de lo del hospital se había quejado de no saber qué hacer con las flores. Marcus le regaló un libro de soluciones de crucigramas para que le fuese mejor en
Countdown
y Fiona, a modo de broma, el
Manual del padre separado
.
—¿Y cuál es el chiste? —le preguntó Lindsey.
—Ah, ninguno —repuso Will y de inmediato se dio cuenta de que lo había dicho con debilidad.
—Will fingió que tenía un hijo para sumarse a ese grupo de apoyo a padres y madres separados —explicó Marcus.
—Ah —dijo Lindsey. Los desconocidos de la sala, Lindsey, su madre y Clive, lo miraron con evidente interés, aunque él no quiso extenderse en las explicaciones. Se limitó a sonreírles, como si eso fuera lo que habría hecho cualquier otro en idénticas circunstancias. No le habría hecho ninguna gracia tener que explicar cuáles eran dichas circunstancias, claro.
El trámite de los regalos no duró mucho. En general fue lo de siempre, aunque algo más alarmante debido a la compleja telaraña de relaciones que se había tejido en la sala. Unos bombones en forma de pene estaban sin duda muy bien, pensó Will (en realidad no llegó a pensar tal cosa, pero fue lo de menos, pues había decidido que viviría y dejaría vivir), aunque unos bombones en forma de pene como regalo para la ex amante de tu novio, actualmente sin novio y más bien célibe, dejaban bastante que desear, ¿no? La verdad era que no tenía ni idea, pero le pareció cuando menos de mal gusto: ¿no habría sido preferible dejar el asunto de los penes para otra ocasión? Además, Fiona nunca le había parecido a Will una mujer amiga de los bombones en forma de pene, aunque lo cierto fue que se rió de buena gana.
A medida que el montón de los papeles de envolver crecía, a Will le asombró la idea de que en tales circunstancias cualquier presente, o poco menos, podría tenerse por inapropiado, o bien por algo cargado de un significado siniestro. Fiona le regaló a Lindsey un conjunto de ropa interior de seda, como si quisiera decir que le tenía sin cuidado lo que hiciesen ellos dos por las noches; en cuanto a Clive, le obsequió con un libro cuyo título era
La historia secreta
, como si quisiese decir algo muy distinto. Clive le ofreció a Fiona una cinta de Nick Drake, y aunque aquél no estaba al corriente de lo sucedido en el hospital, al menos, por lo que Will alcanzaba a saber, no dejaba de haber algo sumamente extraño en forzar a una depresiva posiblemente suicida a aceptar la música de un depresivo posiblemente suicida.
Los regalos de Clive para Marcus resultaron en sí ajenos a toda controversia: juegos de ordenador, camisetas, una gorra de béisbol y el disco de Mr. Blobby, pero lo que les dio especial relevancia fue el contraste con los tristes regalos que le había hecho Fiona anteriormente: una chaqueta que no le haría el menor favor en el colegio (era holgada, lanuda y un tanto extravagante), y un par de libros y partituras, afable aunque aburridísimo recordatorio materno, se le ocurrió, de que el chico había dejado sus clases de piano tiempo atrás. Marcus le mostró su miserable carga de regalos con tanto orgullo y entusiasmo que a Will por poco se le partió el corazón...
—...Y una chaqueta guapísima, y estos dos libros tan interesantes, y estas partituras, porque un día, cuando... cuando tenga más tiempo, de veras voy a ponerme a aprender a tocar el piano...
Will jamás había considerado con cierta seriedad que Marcus fuese un buen chico; hasta ese momento sólo se había fijado en su faceta más excéntrica y problemática, seguramente porque no había habido nada más en que fijarse. No obstante, vio con absoluta claridad que lo era, y no porque obedeciese a todo y no se quejase de nada; no, se trataba de una bondad intrínseca, algo que le hacía mirar un montón de regalos lamentables y reconocer que estaban hechos con amor y cariño, y que con eso bastaba. Ni siquiera se trataba de que Marcus prefiriese ver la botella medio llena; su botella no estaba llena a rebosar, eso saltaba a la vista, pero sin duda se habría quedado de una pieza si alguien hubiera intentado decirle que muchos chicos de su edad habrían tirado aquella chaqueta espantosa y las partituras para piano a la cara de sus padres y habrían reclamado terminantemente una consola Sony Playstation.