Authors: Nick Hornby
—¿Quién es ése?
—Seguro que lo sabes.
—Mmm... Ah, sí.
—¿Sí? Pues dime quién es.
—Mmm... Se me ha olvidado cómo se llama.
—No mientas. No tienes ni puta idea de cómo se llama.
—No.
—Es increíble. Es como si tampoco supieras cómo se llama el primer ministro.
—Ya. —Marcus soltó una risita para que al menos quedase claro que sabía lo bobo que era, aunque no supiese nada más—. Bueno, ¿y quién es?
—Kirk O'Bane.
—Ah, claro.
En su vida había oído hablar de Kirk O'Bane, pero es que tampoco había oído hablar de casi nadie.
—¿Y a qué se dedica?
—Es jugador del Manchester United.
Marcus miró con atención la imagen, aun cuando eso supusiera más o menos mirarle las tetas a Ellie. Confió en que ella entendiese que no le interesaban sus tetas, sino solamente la imagen que llevaba estampada en la camiseta.
—¿En serio? —En realidad, tenía más pinta de cantante que de futbolista. Los futbolistas casi nunca parecían tristes, y ese tipo en cambio sí. Por otra parte, jamás habría dicho que Ellie fuera una persona a la que le gustase el fútbol.
—Sí. El sábado pasado marcó cinco goles.
—Caramba —dijo Marcus.
Se abrió la puerta del despacho de la señora Morrison y salieron dos chicos de séptimo con la cara blanca como el papel.
—Adelante, Marcus —le indicó la señora Morrison.
—Adiós, Ellie —dijo Marcus.
Ellie volvió a sacudir la cabeza, todavía amargada, al parecer, por el hecho de que su reputación la hubiera precedido. Marcus no tenía ganas de ver a la señora Morrison, pero si la alternativa consistía en permanecer en el pasillo con Ellie, estaba dispuesto a meterse en el despacho de la directora cuando fuese.
Marcus perdió los estribos con la señora Morrison. Más tarde se dio cuenta de que no era buena idea eso de perder los estribos con la directora del colegio nuevo. Pero no pudo evitarlo. La mujer se mostró tan necia que al final él tuvo que pegarle un grito. La entrevista empezó como debía: no, nunca había tenido el menor problema con los ladrones de las deportivas, para nada; no, no sabía quiénes eran; no, no estaba muy contento en el colegio (y en todo eso no hubo más que una mentira). Lo malo fue que a ella le dio por hablar de lo que llamaba «estrategias de supervivencia», y fue entonces cuando a él se le cruzaron los cables.
—A ver si me entiendes —dijo la señora Morrison—, seguro que ya has pensado en esto, pero ¿por qué no intentas no ponerte a tiro?
¿Es que todos estaban seguros de que él era un tarugo? ¿Acaso daban por supuesto que él se levantaba todas las mañanas pensando que tenía que encontrar a alguien que lo insultara y lo mandara a la mierda y le robara las deportivas, para que así pudieran seguir haciéndole otras perrerías por el estilo?
—Lo he intentado. —Por el momento, fue todo cuanto Marcus pudo responder. Se sentía demasiado frustrado para agregar una sola palabra.
—Tal vez no lo has intentado lo suficiente.
Ya no hizo falta nada más. No había dicho eso porque tuviera ganas de echarle una mano, sino porque él le caía mal. En ese colegio no le caía bien a nadie, y seguía sin entender por qué. Estaba harto. Se levantó para marcharse.
—Siéntate, Marcus. Todavía no he terminado contigo.
—Pero yo sí he terminado con usted.
No sabía que iba a decir aquello, y se asombró cuando lo hizo. Nunca había sido tan descarado con un profesor, sobre todo porque no le había hecho ninguna falta. Se dio cuenta de que no había empezado con buen pie. Si uno iba a meterse en un lío, quizás fuera mejor ir poco a poco. Él había empezado por el final, y eso fue, con toda seguridad, un error.
—SIÉNTATE.
No hizo caso. Sencillamente se marchó por donde había venido. Abrió la puerta y se largó.
En cuanto abandonó el despacho de la señora Morrison se sintió diferente, mejor, desahogado, como si se hubiera soltado y hubiese empezado a descender en caída libre. Fue una sensación excitante, desde luego; mucho mejor que la sensación de cuelgue que había tenido antes. Hasta ese momento ni siquiera habría sabido describirlo como «un cuelgue», pero estaba claro que lo era. Se había empeñado en fingir que todo era normal —difícil, sí, pero normal—; ahora que se había soltado, se dio cuenta de que había sido cualquier cosa menos normal. No es normal que a uno le roben unas deportivas. No es normal que la profesora de inglés lo haga quedar a uno como un chalado delante de toda la clase. No es normal que a uno le arrojen caramelos a la cabeza como si fuesen piedras. Y eso por sólo mencionar lo que pasaba en el colegio.
De pronto era un alumno que faltaba a clase sin autorización. Echó a caminar por Holloway Road mientras todos los del colegio estaban..., en realidad era la hora del almuerzo, pero no pensaba volver. Pronto iría caminando por Holloway Road (o no, porque Holloway Road estaba a punto de terminarse, y el almuerzo todavía iba a durar una media hora más) durante la clase de historia, y en ese momento sí sería un alumno que faltaba a clase sin autorización. Se preguntó si todos los malos alumnos, los que faltan a clase porque sí, empezarían del mismo modo; se preguntó si habría siempre una señora Morrison que les hinchase las narices y casi los obligase a marcharse. Supuso que sí. Siempre había supuesto que los malos alumnos, los que faltaban a clase sin justificación, pertenecían a una categoría de personas que nada tenía que ver con él, como si todos ellos fuesen malos de nacimiento, pero estaba claro que se equivocaba. Él asistía a clase, escuchaba lo que los demás quisieran decir, hacía los deberes, tomaba parte en los ejercicios. Al cabo de seis meses, todo eso había cambiado poco a poco y por completo.
Se dio cuenta de que probablemente así fuesen también los vagabundos. Una noche salían de casa y se les ocurría dormir a la entrada de una tienda; la primera vez que esto ocurría, algo cambiaba en ellos y se convertían en vagabundos, en vez de ser personas que no tenían dónde dormir. ¡Y lo mismo pasaría con los delincuentes! ¡Y con los drogadictos! Y... Decidió dejar de pensar en ello. Si seguía por ese camino, empezaría a parecer que su vida había cambiado desde el instante mismo en que se había largado del despacho de la señora Morrison, y no sabía si estaba preparado para eso. No era una persona que quisiera convertirse en un mal alumno, un vagabundo, un asesino o un drogadicto. Sólo era alguien enojado con la señora Morrison. Tenía que haber cierta diferencia.
A Will le encantaba conducir por Londres. Le encantaba el tráfico, pues le permitía creer que era un hombre con prisas y le ofrecía insólitas ocasiones de sentir frustración e ira (los demás hacían determinadas cosas para desahogarse; a Will le costaba trabajo sentir ese mismo ahogo); le encantaba saber por dónde iba, le maravillaba verse engullido por el flujo vital de la ciudad. Para conducir por Londres no hace falta ni familia ni trabajo: hace falta un coche, y Will tenía un coche. A veces salía a conducir sólo por pasar el rato, y otras para oír música a un volumen que no habría sido posible en su piso sin suscitar un furioso golpe en la pared o en el techo, o un timbrazo.
En esta ocasión se había convencido de que tenía que llegar hasta Waitrose; si hubiese sido sincero consigo mismo, habría reconocido que la verdadera razón de ese viaje era que deseaba cantar «Nevermind» a pleno pulmón, lo cual era impensable en su casa. Le encantaba Nirvana, aunque eso a su edad no dejaba de constituir una especie de placer culpable. ¡Cuánta rabia, cuánto dolor, cuánto odio hacia uno mismo! Will a veces se cabreaba un poco, pero no podía fingir que era algo más que un simple cabreo pasajero. Por eso utilizaba la fuerza y la ira del rock como sustituto de los auténticos sentimientos y no como medio de expresión de los mismos. Y no le importaba demasiado. ¿De qué servían, además, los auténticos sentimientos?
La cinta acababa de dar la vuelta cuando vio a Marcus caminando por Upper Street. No lo veía desde el día de las deportivas, y tampoco había tenido especiales ganas de hacerlo, pero de pronto sintió una oleada de afecto hacia él. Marcus estaba tan encerrado en sí mismo, era tan ajeno a todos y a todo, que ese afecto quizás fuese la única respuesta posible ante su ser: el chico parecía de algún modo no pedir lo que se dice nada, y al mismo tiempo parecía necesitar lo que se dice todo.
El afecto que experimentó Will no fue tan agudo como para detener el coche ni tocar el claxon; había descubierto qué era mucho más fácil mantener el afecto hacia Marcus sujetándolo en corto, tanto en sentido metafórico como literal. Pero tuvo gracia encontrárselo de paseo por la calle, a plena luz del día. Algo le fastidiaba. ¿Por qué tenía tanta gracia? Pues porque Will nunca había visto a Marcus a plena luz del día, sino en la penumbra tenebrosa de una tarde invernal. ¿Y por qué lo había visto solamente en la semioscuridad de una tarde invernal? Porque Marcus sólo lo visitaba después del colegio. Sin embargo, eran las dos de la tarde. Marcus debería estar en clase, qué cojones.
Will tuvo que pelear a brazo partido con su conciencia, derribarla e inmovilizarla contra el suelo hasta que dejara de chillar. ¿Por qué iba a importarle que Marcus fuera o no fuera al colegio? De acuerdo, la pregunta estaba mal formulada. Sabía de sobra por qué debería importarle que Marcus fuera o no al colegio. A ver, probemos de otro modo: ¿cuánto le importaba que Marcus fuera o no al colegio? Respuesta: no mucho. Así estaba mejor. Volvió en coche a su casa.
A las cuatro y cuarto, a mitad de
Countdown
, sonó el timbre. Si Will no hubiera visto a Marcus hacer novillos esa misma tarde, la precisión de la cronología seguramente se le habría pasado por alto, pero en ese momento le resultó de una obviedad transparente: el chico había llegado a la conclusión de que presentarse en su casa antes de las cuatro y cuarto habría sido sospechoso, de modo que ajustó su llegada al segundo. Sin embargo, no tenía la menor importancia, pues no pensaba abrir la puerta.
Marcus volvió a llamar; Will no le hizo caso. Al tercer timbrazo, bajó el volumen de
Countdown
y puso «In Utero» con la esperanza de que Nirvana ensordeciese el ruido de manera más eficaz que Carol Vorderman, la presentadora del programa. Cuando llegó a «Pennyroyal Tea», el octavo o noveno corte del disco, estaba harto, tan harto de Kurt Cobain como de Marcus; era evidente que éste oía la música al otro lado de la puerta y había decidido utilizar el timbre a modo de acompañamiento. Will se rindió.
—Se supone que no deberías estar aquí.
—He venido a pedirte un favor. —En la cara y en la voz de Marcus no había nada que hiciera pensar en que estaba molesto o aburrido por haber tenido que pasarse media hora dando timbrazos.
Se produjo un breve amago de lucha: Will se interpuso en el camino de Marcus, pero éste se las ingenió para entrar de todos modos en su casa.
—Oh, no. Se ha terminado
Countdown
. ¿Ha perdido el gordo por fin?
—¿Qué favor quieres pedirme?
—Quiero que me lleves al fútbol con una amiga.
—Que te lleve tu madre.
—Es que no le gusta el fútbol.
—Ni a ti tampoco.
—Ahora sí. Me gusta el Manchester United.
—¿Y eso?
—Porque me gusta O'Bane.
—¿Quién carajo es O'Bane?
—El sábado pasado marcó cinco goles.
—Pero si empataron a cero con el Leeds...
—Pues entonces debió de ser el sábado anterior.
—Marcus, no hay ningún jugador llamado O'Bane.
—A lo mejor me confundo de nombre, pero es algo parecido. Lleva el pelo teñido de rubio y una barbita, se parece un poco a Jesucristo. ¿Puedo tomar una Coca-Cola?
—No. No hay ningún jugador del Man United que lleve barbita y el pelo teñido de rubio y se parezca a Jesucristo.
—Dime cómo se llaman los jugadores del Manchester United.
—¿Hughes? ¿Cantona? ¿Giggs? ¿Sharpe? ¿Robson?
—No. O'Bane.
—¿O'Kane?
A Marcus se le iluminó la cara.
—¡Tiene que ser ése!
—Jugaba en el Nottingham Forest hace unos veinticinco años. No se parecía a Jesucristo para nada. No llevaba el pelo teñido de rubio. Jamás marcó cinco goles. ¿Qué tal hoy en el colegio?
—Bien.
—¿Y por la tarde?
Marcus lo miró y trató de intuir por qué le había hecho esa pregunta.
—Bien.
—¿Qué habéis tenido?
—Historia, y luego...
Will había pensado en guardarse lo de los novillos, tal como Marcus se había guardado lo de Ned. Sin embargo, ahora que lo tenía enganchado del anzuelo no pudo resistirse a la tentación de soltarlo y ponerlo a nadar dentro del cubo.
—Hoy es miércoles, ¿no? —Eeh... Sí.
—¿Y los miércoles por la tarde salís a pasear por Upper Street?
Advirtió que Marcus comenzaba a descender lentamente hacia el pánico.
—¿A qué te refieres?
—Te he visto esta tarde.
—¿Cómo? ¿En el colegio?
—No, no he podido verte en el colegio, Marcus, porque no estabas allí.
—¿Esta tarde?
—Sí, esta tarde.
—Ah, ya. Tuve que salir un momento a buscar algo.
—¿Que tuviste que salir? ¿Y en el colegio no les importa que salgáis así como así?
—¿Dónde me has visto?
—Pasé por tu lado, en el coche, cuando ibas por Upper Street. Debo decir que no parecía que estuvieras haciendo un recado. Daba toda la impresión de que estabas haciendo novillos.
—Fue por culpa de la señora Morrison.
—¿Fue culpa suya que tuvieras que salir del colegio, o fue culpa suya que hicieras novillos?
—Volvió a decirme que no me pusiera a tiro.
—Marcus, me estás confundiendo. ¿Quién es la señora Morrison?
—La directora. ¿Sabes que cuando me meto en un lío siempre me dicen que no me ponga a tiro? Pues eso fue lo que me dijo de los chicos que me quitaron las deportivas. —Su voz había subido una octava, y empezó a hablar más deprisa—. ¡Si ellos me siguieron! ¿Cómo voy a hacer para no ponerme a tiro si me siguen?
—De acuerdo, de acuerdo, no pierdas los papeles. ¿Se lo dijiste a ella?
—Pues claro. Sólo que no me hizo ni caso.
—Bien. Pues vete a casa y cuéntaselo a tu madre. No sirve de nada que me lo cuentes a mí. Ah, y cuéntale también que te has fumado las clases.
—No, eso no pienso decírselo. Bastantes problemas tiene sin mí.
—Marcus, tú ya eres un problema.