Un giro decisivo (15 page)

Read Un giro decisivo Online

Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

BOOK: Un giro decisivo
13.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las rocas que había debajo del chalet, en la toma efectuada a la ida, estaban dispuestas como los dientes inferiores de una boca, pero de manera irregular, unos más adelantados que otros. Sin embargo, en la toma contraria, y con la ayuda del zoom, las mismas rocas revelaban la ausencia de un diente, un hueco no muy ancho, pero suficiente para que a través de él pudiera pasar una lancha neumática o una pequeña lancha motora.

—Para aquí.

Montalbano estudió atentamente la imagen. Había algo en aquel hueco que lo inquietaba. Era como si el agua del mar, en el momento de penetrar a través de él, vacilara. A veces parecía que quisiera volver atrás.

—¿Puedes ampliarla más?

—No,
dottore
.

Ahora, en una toma más lejana, se veía la empinadísima escalera que bajaba desde el chalet al pequeño puerto natural.

—Rebobina, por favor.

Esta vez vio una elevada valla metálica sujeta a unas barras de hierro que había clavadas en la roca. Estaba claro que su objetivo era ocultar a la vista lo que ocurría dentro. Por consiguiente, no sólo el chalet era ilegal, sino que hasta el litoral había sido ilegalmente cortado: imposible recorrerlo a pie en toda su longitud, ni siquiera encaramándose a las rocas, pues en determinado momento se levantaba una insuperable barrera de telas metálicas. Y esta segunda vez tampoco consiguió comprender por qué razón el mar se comportaba de aquella manera tan rara en el hueco.

—Muy bien, muchas gracias, Torrisi. Ya puedes llevarte la videocámara.


Dottore
—dijo el agente—, hay una manera de ampliar la imagen que le interesa. Cojo el fotograma, lo imprimo y se lo paso a Catarella, que con el ordenador...

—Muy bien, muy bien, hazlo como quieras —lo cortó Montalbano.

—Y lo felicito una vez más por esas tomas tan buenas —dijo Torrisi al salir.

—Gracias —repuso el comisario.

Y, con la cara dura de que solía hacer gala en ciertas ocasiones, Montalbano el usurpador ni se ruborizó.

—Catarè, ¿ha dado señales de vida Marzilla?

—No, señor
dottori
. Ah, quería decirle que esta mañana ha llegado una carta de correo urgente para usía personalmente.

El sobre era de lo más normal, sin membrete. El comisario lo abrió y sacó un recorte de periódico. Miró en el interior, pero no había nada más. Se trataba de un breve artículo fechado el 11 de marzo en Cosenza, cuyo título rezaba: «DESCUBIERTO EL CUERPO DEL DESAPARECIDO ERRERA». Y decía:

Ayer, sobre las seis de la mañana, un pastor llamado Antonio Jacopino descubrió, cuando cruzaba con su rebaño la vía del ferrocarril en las proximidades de Paganello, unos restos humanos diseminados por las vías. Tras las primeras observaciones, la policía, que acudió al lugar de inmediato, dedujo que se trataba de un desafortunado accidente: el hombre debía de haber resbalado por el terraplén mojado por las recientes lluvias, justo en el momento en que pasaba el rápido de las veintitrés horas con destino a Cosenza. Interrogados los maquinistas, éstos declararon no haber visto nada. Sólo ha sido posible identificar a la víctima por los documentos que llevaba en la cartera y por la alianza matrimonial. Se trata de Ernesto Errera, condenado por el Tribunal de Cosenza por atraco a mano armada, que desde hacía algún tiempo había pasado a la clandestinidad. Los últimos rumores sobre él indicaban que se encontraba en Brindisi, pues al parecer hacía tiempo que se había interesado por la inmigración clandestina, en estrecha colaboración con el hampa albanesa.

Y eso era todo. Sin ninguna firma, sin una sola línea de explicación. Examinó el matasellos: era de Cosenza. Pero ¿qué coño significaba aquello? Tal vez hubiera una explicación: se trataba de una venganza interna. Lo más probable era que el compañero Vattiato hubiera comentado el ridículo que había hecho el comisario Montalbano al comunicarle el hallazgo de un delincuente que, en realidad, ya estaba muerto y enterrado. Y alguno de los presentes, al que evidentemente Vattiato le caía muy mal, le había enviado el recorte con carácter anónimo. Porque aquellas líneas, leídas debidamente, hacían hincapié en las certezas de Vattiato. El anónimo que había enviado el recorte se planteaba en realidad una sola pregunta muy sencilla: si el muerto destrozado por el tren ha sido identificado a través de los documentos y por el anillo que llevaba en el dedo, ¿cómo podemos estar absolutamente seguros de que aquellos restos corresponden efectivamente a Errera? Y, por consiguiente: ¿no podría haber sido el propio Errera el que hubiera matado a alguien que se le parecía vagamente, le hubiera introducido la cartera en el bolsillo, le hubiera puesto el anillo en el dedo y lo hubiera dejado sobre la vía de manera que el tren lo dejara irreconocible? ¿Y por qué tendría que haber hecho tal cosa? Pero esta respuesta era obvia: para acabar con las investigaciones de la policía y de los carabineros sobre él y poder trabajar con cierta tranquilidad en Brindisi. Sin embargo, semejantes consideraciones, una vez formuladas, se le antojaron demasiado novelescas.

Llamó a Augello, que se presentó con muy mala cara.

—¿No te encuentras bien?

—No me lo recuerdes, Salvo. Esta noche me la he pasado en vela, atendiendo a Beba. Este embarazo está siendo francamente difícil. ¿Qué querías?

—Un consejo. Pero antes escucha una cosa. ¡Catarella!

—¡A sus órdenes,
dottori
!

—Catarè, repítele al
dottor
Augello la hipótesis que me has expuesto a propósito de Errera.

Catarella puso cara de importancia.

—Yo le dije al señor
dottori
que a lo mejor era posible que el muerto resucitara y después se muriera otra vez y se convirtiera en nadador.

—Gracias, Catarè, puedes retirarte.

Mimì miraba al comisario con la boca abierta.

—¿Y bien? —lo apremió Montalbano.

—Mira, Salvo. Hasta hace un momento pensaba que tu dimisión sería una tragedia para todos nosotros, pero ahora, teniendo en cuenta tu estado de salud mental, creo que cuanto antes te vayas, mejor. Pero ¡cómo! ¿Es que ahora empiezas a hacer caso a las chorradas que se le pasan por la cabeza a Catarella? ¿Resucitado, muerto, nadador?

Sin decir palabra, Montalbano le pasó el recorte de periódico.

Mimì lo leyó dos veces y lo dejó sobre el escritorio.

—En tu opinión, ¿qué significa eso? —preguntó.

—Que alguien ha querido advertirme de que existe la posibilidad, remota, por supuesto, de que el cadáver enterrado en Cosenza no sea el de Ernesto Errera —contestó Montalbano.

—Ese artículo fue redactado dos o tres días después del hallazgo de los restos —dijo Mimì—, y no dice si nuestros colegas de Cosenza llevaron a cabo otras investigaciones más exhaustivas para llegar a una identificación inequívoca. Estoy seguro de que lo hicieron. Y si tú pretendes averiguar algo más acerca del asunto, corres el peligro de caer en la trampa que te han tendido.

—¡¿Pero qué dices?!

—¿Sabes quién te ha enviado el recorte?

—Quizá alguien de la Jefatura Superior de Cosenza que, al ver que Vattiato se cachondeaba de mí, ha querido...

—Salvo, ¿tú conoces a Vattiato?

—No muy bien. Es un hombre arisco que...

—Yo trabajé con él antes de venir aquí. Es un malnacido.

—Pero ¿por qué iba a enviarme este recorte?

—Para despertar tu curiosidad y obligarte a investigar más sobre Errera. De esta manera, toda la Jefatura Superior de Cosenza se podrá reír a costa tuya.

Montalbano se incorporó en la silla, rebuscó entre los papeles diseminados de cualquier manera sobre el escritorio y encontró la ficha y la fotografía de Errera.

—Échales otro vistazo, Mimì.

Sosteniendo en la mano izquierda la ficha con la fotografía de Errera, Augello fue cogiendo con la derecha, una a una, las reconstrucciones del rostro del muerto y las comparó cuidadosamente. Después negó con la cabeza.

—Lo siento, Salvo. Me reafirmo en mi opinión: se trata de dos personas distintas, aunque se parecen mucho. ¿Tienes algo más que decirme?

—No —contestó bruscamente el comisario.

Augello se lo tomó a mal.

—Salvo, bastante nervioso estoy ya por mis asuntos, para que vengas tú ahora a complicármelos.

—Explícate mejor.

—¡Pues claro que me explico! Te has enfadado porque sigo afirmando que tu muerto no es Errera. ¡Hay que ver cómo eres! ¿Tengo que decirte que sí, que son la misma persona, para darte gusto?

Y se retiró dando un portazo.

Al cabo de menos de cinco minutos la puerta se abrió violentamente, rebotó contra la pared y se volvió a cerrar.

—Perdone,
dottori
—dijo la voz de Catarella desde el otro lado de la puerta.

A continuación, la hoja se volvió a abrir muy despacio hasta que el resquicio fue justo lo suficiente para que pasara Catarella.


Dottori
, le traigo lo que me dio Torrisi que me dijo que le interesaba en persona personalmente.

Era una imagen muy ampliada de un detalle de la escollera que había debajo del chalet de Spigonella.


Dottori
, mejor que así no se puede hacer.

—Gracias, has hecho un trabajo estupendo.

Le bastó un vistazo para comprender que no se había equivocado.

Entre las dos altas rocas que conformaban la bocana del minúsculo puerto natural, a escasos centímetros de la superficie del agua, discurría una línea recta y oscura contra la que rompía las olas. Debía de ser una compuerta de hierro que se maniobraba desde el interior del chalet para impedir el acceso por mar a los extraños. Lo cual no tenía por qué significar nada sospechoso. Sólo quería decir que las visitas imprevistas desde el mar no eran gratas. Examinando con más detenimiento las rocas, observó algo en ellas, a un metro de altura por encima del agua, que le llamó la atención. Miró y miró, hasta que casi se le cerraron los ojos.

—¡Catarella!

—¡Mande,
dottori
!

—Dile a Torretta que te preste una lupa.

—Ahora mismo,
dottori
.

Había acertado. En efecto, Catarella regresó con una lupa de gran tamaño, que entregó al comisario.

—Gracias, ya puedes retirarte. Y cierra la puerta.

No quería que Mimì o Fazio lo sorprendieran en actitud de Sherlock Holmes.

Con la lupa consiguió descubrir de qué se trataba: eran dos pequeños faros que, cuando estaba oscuro o había poca visibilidad, delimitaban con precisión la bocana, evitando de ese modo que cualquiera que estuviera efectuando maniobras para entrar corriera el peligro de estrellarse contra las rocas. La instalación debía de haberla hecho el primer propietario, el americano contrabandista, a quien todas aquellas medidas le habrían sido muy útiles; pero los ocupantes posteriores también las habían usado. Se pasó un buen rato pensando. Poco a poco se fue abriendo paso en su mente la idea de que tal vez fuera necesario ir a echar un vistazo más de cerca, intentando aproximarse por mar. Y, sobre todo, la idea de hacerlo a escondidas, sin decírselo a nadie.

Consultó el reloj, Ingrid estaba a punto de llegar. Sacó la cartera para ver si tenía suficiente dinero para pagar la cena. En ese momento, apareció Catarella en el hueco de la puerta, respirando afanosamente.

—¡Ah,
dottori
! ¡Fuera está la señorita Inguiriguid que lo espera!

Ingrid insistió en que fueran con su coche.

—Con el tuyo no llegaríamos nunca, y tenemos un buen camino por delante.

—Pero ¿adónde me llevas?

—Ya lo verás. De vez en cuando bien puedes interrumpir la monotonía de tus platos de pescado, ¿no?

Entre la conversación y la velocidad a la que conducía la sueca, Montalbano no tuvo la sensación de haber recorrido mucho camino cuando el coche se detuvo delante de una casa rústica, en plena campiña. ¿Aquello era un verdadero restaurante o Ingrid se había equivocado? La presencia de una decena de coches aparcados lo tranquilizó. Nada más entrar, la sueca saludó y fue saludada por todos como si fuera de la casa. El propietario se apresuró a atenderlos.

—Salvo, ¿me dejas que elija por ti?

Y de esta manera el comisario disfrutó de un plato de
ditalini
con requesón fresco y en su punto de sal, acompañado de queso de oveja y pimienta negra. Un plato que exigía a gritos un buen vino, petición que fue generosamente atendida. De segundo tomó
costi 'mbriachi
, es decir, chuletas de cerdo ahogadas en vino, junto con un concentrado de tomate. En el momento de pagar la cuenta, el comisario palideció: se había dejado la cartera en el despacho. Pagó Ingrid. Durante el camino de vuelta, el coche efectuó de vez en cuando un paso de vals. Montalbano le rogó a Ingrid que pasara un momento por la comisaría para recoger la cartera. Cuando llegaron, la sueca dijo:

—Te acompaño, nunca he visto tu lugar de trabajo.

Entraron en el despacho. La cartera estaba allí. Ingrid se acercó al escritorio y vio las fotografías que había sobre la mesa. Cogió una.

—¿Qué hacen aquí estas fotos de Ninì? —preguntó.

Doce

De pronto, todo se detuvo. Por un instante desapareció incluso la sonora música de fondo del mundo. Hasta una mosca que se dirigía decididamente hacia la nariz del comisario se paralizó y se quedó con las alas abiertas, suspendida en el aire. Viendo que su pregunta no obtenía respuesta, Ingrid levantó los ojos. Montalbano parecía una estatua. Permanecía con la cartera a medio introducir en el bolsillo y la miraba con la boca abierta.

—¿Qué hacen aquí estas fotos de Ninì? —volvió a preguntar la sueca, cogiéndolas todas.

Entre tanto, una especie de viento del suroeste recorría a gran velocidad todos los recovecos del cerebro del comisario, que no conseguía recuperarse de su asombro. Pero ¡¿cómo?! ¿Habían buscado por todas partes, llamado a Cosenza, examinado los archivos, interrogado a posibles testigos, explorado Spigonella por tierra y por mar en un intento de dar un nombre al muerto, y ahora venía Ingrid, más fresca que una rosa, y lo llamaba incluso con un diminutivo?

—¿Lo... co... co...?

Montalbano estaba intentando articular con gran esfuerzo una pregunta exclamativa, «¡¿Lo conoces?!», pero Ingrid lo interpretó erróneamente y lo interrumpió.

—Lococo, ése precisamente —dijo—. Creo que ya te he hablado de él.

Era cierto. Le había hablado de él la noche en que ambos se habían bebido al alimón una botella entera de whisky en la galería. Le había explicado que había tenido una historia con un tal Lococo, pero que lo habían dejado porque...

Other books

Electric Forest by Tanith Lee
The Secret Mandarin by Sara Sheridan
Miss Carter's War by Sheila Hancock
Stranglehold by Ed Gorman
Ghost at the Drive-In Movie by Gertrude Chandler Warner
His Urge by Ana W. Fawkes
Hell's Pawn by Jay Bell
Thawing Ava by Selena Illyria