Un giro decisivo (22 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

BOOK: Un giro decisivo
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¿Cómo se habían formado aquellas rocas? Le resultaba extraño. Mientras trataba de comprender por qué razón las rocas le habían parecido extrañas, percibió, en medio de la oscuridad y el silencio, un ruido que lo dejó helado. Había algo vivo en la gruta. Era un sonido reptante, continuo, punteado por unos ligerísimos golpes como de madera contra madera. Sintió que el aire que respiraba tenía un color amarillo podrido. Inquieto, encendió la linterna y volvió a apagarla. Pero había sido suficiente para ver que las rocas, verdes a causa del musgo y el agua, cambiaban de color en la parte de arriba porque estaban literalmente cubiertas por centenares, miles, de cangrejos de todos los colores y tamaños que se movían incesantemente, hormigueaban y se encaramaban unos encima de otros hasta formar unas gigantescas y horrendas piñas vivientes que, a causa del peso, caían al agua. Un espectáculo asqueroso.

Montalbano observó que esa parte de la gruta estaba separada del resto por una tela metálica que se levantaba medio metro por encima del agua y que iba de pared a pared. ¿Para qué serviría? ¿Para impedir la entrada de algún pez de gran tamaño? Pero ¡qué idioteces estaba pensando! Quizá en lo contrario, para impedir que algo saliera... Pero ¿qué?, si en aquella parte de la gruta no había más que rocas...

Y de pronto lo comprendió. ¿Qué le había dicho el doctor Pasquano? Que el cadáver había sido devorado por los cangrejos. Le habían encontrado dos en la garganta... Aquél era el lugar en el que Errera-Lococo, que evidentemente debía de haberse puesto gallito, había sido ahogado, y allí Baddar Gafsa había mantenido expuesto el cadáver, con las muñecas y los tobillos atados con alambre, mientras centenares de cangrejos lo devoraban. Un nuevo trofeo que mostrar a los amigos y a todos aquellos que pudieran abrigar intenciones de traicionarlo. Después lo habían arrojado en alta mar. Y el cadáver, navega que te navega, había llegado hasta la costa de Marinella.

¿Qué más había que ver? Repitió el camino en sentido inverso, salió de la gruta, se tiró al agua, nadó, pasó por encima de la compuerta, rodeó la roca y, de repente, se sintió dominado por un mortal e infinito cansancio. Esta vez sí se asustó. No tenía fuerzas ni para levantar el brazo. Se había vaciado de golpe. Por lo visto, únicamente lo había mantenido en pie la tensión nerviosa y, ahora que había hecho lo que tenía que hacer, ya no quedaba en el interior de su cuerpo nada que pudiera darle un mínimo de empuje y energía. Se puso arriba e hizo el muerto; tarde o temprano la corriente lo llevaría hasta la orilla. En determinado momento tuvo la impresión como de despertarse; la espalda le estaba rozando contra algo. ¿Es que se había quedado dormido? ¿Era posible? Con aquel mar y en aquellas condiciones, ¿se había quedado dormido como si estuviera en la bañera de casa? Sea como fuere, comprendió que había llegado a la playa, pero no conseguía incorporarse, las piernas no lo sostenían. Se volvió boca abajo y miró a su alrededor. La corriente había sido piadosa con él, lo había llevado cerca del lugar donde había dejado los gemelos. No podía dejarlos allí. Pero ¿cómo alcanzarlos? Después de dos o tres fallidos intentos de incorporarse, se resignó a caminar a cuatro patas, como un animal. A cada metro debía detenerse, le faltaba el aire y sudaba. Cuando llegó a la altura de los gemelos, no consiguió cogerlos, el brazo no se estiraba, se negaba a adquirir consistencia, parecía un trémulo flan. Se resignó. Debería esperar, aunque no podía descuidarse. A las primeras luces del alba, los del chalet lo verían.

«Sólo cinco minutos», se dijo, cerrando los ojos y acurrucándose de lado, como un niño.

Sólo le faltaba meterse el dedo en la boca. De momento, necesitaba dormir un poco, recuperar fuerzas. De todas formas, en las condiciones en que se encontraba, no habría podido subir por aquella terrible y empinada escalera. Acababa de cerrar los ojos cuando oyó un ruido cercano y una violenta luz le perforó los párpados y desapareció.

¡Lo habían descubierto! Tuvo la certeza de que había llegado el final. Pero se sentía tan exhausto, y tan a gusto de permanecer con los ojos cerrados, que no quiso reaccionar y no cambió de posición, pensando que le importaba un carajo lo que con toda certeza estaba a punto de ocurrirle.

—Pégame un tiro y vete a que te den por saco —dijo.

—¿Y por qué quiere que le pegue un tiro? —preguntó la angustiada voz de Fazio.

La ascensión de la escalera la hizo deteniéndose cada dos escalones, a pesar de que Fazio lo empujaba por detrás con una mano apoyada en su espalda. Faltaban sólo cinco peldaños para llegar arriba cuando no tuvo más remedio que sentarse. El corazón se le había subido a la garganta. Tenía la sensación de que en cualquier momento se le iba a salir por la boca. Fazio también se sentó en silencio. Montalbano no podía verle la cara, pero lo notaba nervioso y alterado.

—¿Desde cuándo me sigues?

—Desde anoche. Cuando la señorita Ingrid lo llevó a Marinella, intuí que usted volvería a salir. Y así fue. Logré seguirlo hasta la entrada de Spigonella, pero después lo perdí. Y eso que ahora me conozco la zona... Para encontrar su coche he tardado casi una hora.

Montalbano miró hacia abajo. El mar estaba agitado, azotado por un viento que presagiaba la cercanía del amanecer.

De no haber sido por Fazio, seguramente aún estaría medio desmayado en la playa. Había sido Fazio quien había recogido los malditos gemelos, lo había ayudado a levantarse, prácticamente se lo había cargado a la espalda y lo había hecho reaccionar. En una palabra, quien lo había salvado. Lanzó un profundo suspiro.

—Gracias... —Fazio no contestó—. Pero que te quede claro que tú no has estado aquí conmigo jamás...

Esta vez Fazio tampoco dijo nada.

—¿Me das tu palabra?

—Sí. ¿Y usted me da la suya?

—¿De qué?

—De que irá a un médico para que le eche un vistazo. En cuanto pueda.

Montalbano tragó amargamente saliva.

—Palabra —dijo levantándose.

Estaba convencido de que cumpliría aquella palabra. No porque temiera por su salud, sino porque no se podía faltar a la palabra dada a un ángel de la guarda. Y reanudó la subida.

Circuló sin dificultad por las carreteras todavía desiertas, seguido por el coche de Fazio, a quien no había sido capaz de convencer de que podía llegar perfectamente solo a Marinella. A medida que el cielo se aclaraba, se iba encontrando mejor. El día parecía prometedor. Entró en casa.

—¡Virgen santa! ¡Han entrado ladrones! —exclamó Fazio cuando vio el estado en que se encontraban las habitaciones.

—He sido yo, buscaba una cosa.

—¿La encontró?

—Sí.

—Menos mal. ¡Si no, revienta las paredes!

—Oye, Fazio, son casi las cinco. Nos vemos en la comisaría a partir de las diez, ¿de acuerdo?

—De acuerdo,
dottore
. Que descanse.

—También quiero que esté el
dottor
Augello.

Cuando Fazio se hubo ido, le escribió una nota a Adelina.

ADELINA, NO TE ASUSTES, NO HAN ENTRADO LADRONES. PONLO TODO EN ORDEN, PERO SIN HACER RUIDO. ESTOY DURMIENDO. PREPÁRAME ALGO DE COMER.

Abrió la puerta de la casa y fijó la nota con una chincheta para que la asistenta la viera al entrar. Descolgó el teléfono, fue al cuarto de baño, se duchó, se secó y se tumbó en la cama. El atroz ataque de debilidad había desaparecido milagrosamente. Bueno, para ser sincero, se sentía un poco cansado, pero no más de lo normal. Además, menuda nochecita, no se podía negar. Se pasó una mano por el pecho, como para comprobar si las dos terribles punzadas le habían dejado alguna señal, alguna cicatriz. Nada, no había ninguna herida, ni abierta ni cerrada. Antes de quedarse dormido, tuvo un último pensamiento, con el permiso del ángel de la guarda: ¿de verdad era tan necesario ir al médico? No, concluyó, la verdad es que no veía ninguna necesidad.

Diecisiete

A las once se presentó en la comisaría muy atildado y, si no sonriente, al menos no con un humor de perros. Las horas de sueño lo habían incluso rejuvenecido, sentía que los engranajes de su cuerpo funcionaban mejor. De las dos terribles punzadas de la víspera y de la consiguiente debilidad, ni rastro. Justo en la entrada estuvo casi a punto de chocar con Fazio, que salía. Éste, al verlo, se detuvo y se lo quedó mirando un rato. El comisario, por su parte, se dejó mirar.

—Esta mañana tiene muy buena cara —fue el veredicto.

—Me he cambiado la base de maquillaje —dijo Montalbano.

—La verdad es que usted,
Dottore
, tiene siete vidas, como los gatos. Vuelvo enseguida.

El comisario se plantó delante de Catarella.

—¿Cómo me encuentras?

—¿Y cómo quiere que lo encuentre,
dottori
? ¡Un dios!

En el fondo, en el fondo, el tan denostado culto a la personalidad no era tan malo.

Hasta Mimì Augello presentaba un aspecto descansado.

—¿Te ha dejado dormir tu mujer?

—Sí, hemos pasado una buena noche. Es más, casi no me deja venir a la comisaría.

—¿Y por qué?

—Quería que la llevara a dar un paseo, aprovechando el buen día que hace. Últimamente, la pobre no sale de casa.

—Aquí estoy —dijo Fazio.

—Cierra la puerta, que vamos a empezar.

—Primero haré una recapitulación general —dijo Montalbano—, aunque algunos de los hechos ya los conocéis. Si hay algo que no os convence, me lo decís.

Se pasó media hora hablando sin interrupción. Les explicó cómo Ingrid había reconocido a Errera y de qué manera la investigación personal del pequeño inmigrante ilegal había confluido poco a poco en la investigación del ahogado sin nombre. Y aquí reveló lo que a su vez le había revelado el periodista Melato. Al llegar al susto que se había llevado Marzilla en la carretera, cuando regresaba a su casa tras haber llevado al chalet a Jamil Zarzis y a otro hombre, fue él mismo quien se interrumpió diciendo:

—¿Alguna pregunta?

—Sí —contestó Augello—, pero antes quiero pedirle a Fazio que salga del despacho, cuente despacio hasta diez y vuelva a entrar.

Sin decir ni pío, Fazio se levantó, salió y cerró la puerta a su espalda.

—La pregunta es la siguiente —dijo Augello—. ¿Cuándo terminarás de hacer el capullo?

—¿En qué sentido?

—¡En todos los sentidos, coño! ¿Pero quién te has creído que eres, el justiciero de la noche? ¿El lobo solitario? ¡Tú eres un comisario! ¿Acaso lo has olvidado? ¡Le reprochas a la policía que no respete las leyes, cuando tú eres el primero en no hacerlo! ¡Incluso te haces acompañar en una operación arriesgada por una sueca, en vez de por uno de nosotros! ¡Una auténtica locura! ¡Deberías haber informado a tus jefes! ¡O al menos, a nosotros, y no ir en plan cazador de recompensas!

—¡Ah!, ¿y por eso hago el capullo?

—¿Te parece poco?

—Sí, me parece poco porque he hecho cosas peores.

Augello abrió la boca, asustado.

—¡¿Peores?!

—Y diez... —dijo Fazio, irrumpiendo en el despacho.

—Sigamos —dijo Montalbano—. Cuando Ingrid bloqueó el paso al coche de Marzilla, éste creyó que se trataba del tipo que le daba las órdenes y pensó que iban a liquidarlo. Se meó encima mientras suplicaba que no lo mataran. El nombre que pronunció, sin darse cuenta siquiera, fue el de don Pepè Aguglia.

—¿El empresario de la construcción? —preguntó Augello.

—Sí, creo que es él —confirmó Fazio—. Por el pueblo corre la voz de que es un usurero.

—De él nos ocuparemos mañana, pero conviene que alguien lo vigile desde ahora mismo. No quiero que se me escape.

—Yo me encargo —dijo Fazio—. Se lo diré a Curreli, que para eso es muy bueno.

Ahora venía la parte difícil de contar, pero tenía que hacerlo.

—Después de que Ingrid me llevara a casa, decidí regresar a Spigonella para echar un vistazo al chalet.

—Solo, naturalmente —dijo en tono sarcástico Mimì, removiéndose en su asiento.

—Solo fui y solo volví.

Esta vez el que se removió en el asiento fue Fazio. Pero no abrió la boca.

—Cuando el
dottor
Augello te ha hecho salir del despacho —dijo Montalbano, dirigiéndose a él—, era porque no quería que lo oyeras llamarme capullo. ¿Me lo quieres llamar también tú? Podéis hacerlo a dúo, si queréis.

—Jamás me permitiría tal cosa,
dottore
.

—Muy bien, pues si no me lo quieres llamar, estás autorizado a pensarlo.

Tranquilizado en cuanto al silencio y la complicidad de Fazio, describió el embarcadero, la gruta y la puerta de hierro con la escalera interior. Y les habló también de las rocas con los cangrejos que se habían zampado el cadáver de Errera.

—Y éstos son los hechos hasta el momento —concluyó—. Ahora hay que trazar un plan. Si la información que me ha facilitado Marzilla es cierta, esta noche habrá desembarcos, y puesto que Zarzis se ha tomado la molestia de venir, significa que llegará mercancía para él. Y nosotros tenemos que estar allí en el momento del desembarco.

—De acuerdo —dijo Mimì—, pero nosotros no sabemos nada del chalet ni del terreno que lo rodea.

—Pedid la filmación que hice desde el mar. La tiene Torrisi.

—No es suficiente. Esta tarde iré a estudiar el terreno de cerca —dijo Mimì, adoptando una decisión.

—No me parece buena idea —terció Fazio.

—Si te ven y sospechan algo, se irá todo al carajo —dijo Montalbano, coincidiendo con Fazio.

—Tranquilos. Iré con Beba. Está deseando respirar un poco de aire de mar. Daremos un paseo y echaré un vistazo. No creo que sospechen de un hombre y una mujer con un bombo. A las cinco, como mucho, estaremos de vuelta.

—Está bien —concedió Montalbano. Luego se dirigió a Fazio—: Quiero un equipo de primera. Pocos hombres, pero decididos y de confianza. Gallo, Galluzzo, Imbrò, Germanà y Grasso. Augello y tú estaréis al mando.

—¿Por qué, no vendrás tú? —preguntó Mimì extrañado.

—Yo estaré abajo, en el puertecito, por si alguien intenta escapar.

—Entonces, el
dottor
Augello se queda solo al mando, ¡porque yo voy con usted! —dijo secamente Fazio.

Sorprendido por el tono, Mimì lo miró.

—No —dijo Montalbano.


Dottore
, mire que...

—No. Es una cuestión personal, Fazio.

Ahora Mimì miró a Montalbano, que a su vez miraba a Fazio, que le mantuvo la mirada. Parecía una escena de una película de Quentin Tarantino. Se apuntaban con los ojos, en vez de con los revólveres.

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