Authors: Agatha Christie
Se apagaron las luces, iniciándose la representación.
Los actores hicieron una labor admirable y Gwenda disfrutó mucho. No había tenido ocasión a menudo de ver piezas teatrales de auténtico rango.
En cierto momento de la obra se planteaba una escena impresionante. La voz del actor se elevó por encima de las candilejas, trágica, inspirada por una mente perversa.
—Cubre tu faz. Mis ojos quedan deslumbrados. Ella murió joven...
Gwenda profirió un grito.
De pronto, se puso en pie, deslizándose ciegamente hacia el pasillo, y luego buscando la escalera, la salida, la calle. Ni siquiera entonces se detuvo. Caminó y corrió alternativamente. Impulsada por el pánico, subió por Haymarket.
Ya en Piccadilly vio un taxi libre. Lo detuvo haciendo una seña, dando al conductor la dirección de la casa de Chelsea. Con dedos temblorosos, sacó algún dinero de su bolso, pagó al taxista y subió los peldaños de la puerta. El servidor que le abrió ésta la miró, sorprendido.
—Regresa usted pronto, señorita. ¿No se sentía bien?
—Yo... No... Sí... Sentí... sentí como un desfallecimiento.
—¿Quiere que le sirva algo? ¿Un poco de coñac, quizá?
—No, no quiero nada. Me acostaré en seguida.
Se dirigió a su habitación para evitarse nuevas preguntas.
Desnudóse rápidamente, dejando caer las prendas al suelo, en un montón, y se metió en el lecho, donde empezó a temblar. El corazón le latía aceleradamente. Fijó la vista en el techo del cuarto.
No oyó a sus acompañantes al llegar, pero al cabo de cinco minutos miss Marple entró en la habitación. Llevaba dos botellas de agua caliente bajo un brazo y una taza humeante en las manos.
Gwenda se incorporó en la cama, esforzándose por dejar de temblar.
—¡Oh, miss Marple! ¡Cuánto siento lo ocurrido! No sé qué... Me he comportado muy mal. ¿Están enfadados conmigo?
—No te preocupes por eso, querida —repuso miss Marple—. Ahora acomódate entre estas botellas. Harán que te sientas bien.
—No las necesito, realmente...
—¡Oh, sí que las necesitas! Perfectamente. Y ahora te tomarás esta taza de té...
Estaba demasiado caliente y cargado, y le sobraba azúcar, pero Gwenda obedeció. Sus temblores se atenuaron.
—Tiéndete y procura dormir —le recomendó miss Marple—. Has experimentado un auténtico
shock
. Ya hablaremos de ello por la mañana. Procura no pensar en nada. Ahora a dormir.
Tapó a la joven con la ropa de cama, sonrió. Después de acariciar la frente de Gwenda, miss Marple se fue.
Abajo, Raymond preguntó, irritado, a Joan:
—¿Qué le ha pasado a esa chica? ¿Se sintió enferma?
—¡No lo sé, querido Raymond! Se limitó a gritar... Supongo que la obra debió de antojársele demasiado macabra...
—Desde luego, Webster siempre resulta algo espeluznante. Sin embargo, nunca hubiera llegado a pensar que... —Raymond guardó silencio al ver entrar en la estancia a miss Marple—. ¿Se encuentra bien? —inquirió.
—Creo que sí. Ha sufrido una fuerte impresión, eso es todo.
—¿Sólo por estar asistiendo a la representación de un drama jacobino?
—A mí me parece que hay algo más —respondió miss Marple, pensativa.
Por la mañana le fue servido a Gwenda el desayuno en su habitación. Probó el café y mordisqueó una tostada. Se levantó, trasladándose a la otra planta de la vivienda. Joan se había metido en su estudio; Raymond habíase encerrado en su despacho para trabajar. Únicamente encontró a miss Marple, quien se había situado junto a una ventana, desde la cual se divisaba el río. Andaba ocupada, haciendo punto de aguja.
Acogió a Gwenda con una plácida sonrisa.
—Buenos días, querida. Espero que te encuentres mejor.
—¡Oh, sí! Estoy bien ya. No me explico cómo pude hacer lo de anoche. Fui una tonta. Supongo que todos estarán muy enojados conmigo.
—Nada de eso. Se han hecho cargo.
—Se han hecho cargo... ¿de qué?
Miss Marple levantó la vista de nuevo.
—De que anoche sufriste una fuerte impresión. —Suavemente, miss Marple añadió—: ¿No crees que sería mejor que me lo explicaras todo?
Gwenda empezó a pasear por la habitación.
—A mí me parece que lo mejor sería que recurriera a un psiquiatra.
—En Londres, ciertamente, hay unos especialistas de gran fama. Ahora bien, ¿estás segura de la necesidad de dar tal paso?
—Pues... Pienso que me estoy volviendo loca, que debo de estar volviéndome loca.
Entró en la estancia una criada, mujer ya entrada en años, portadora de un telegrama en una pequeña bandeja, que alargó a Gwenda.
—El chico desea saber si hay respuesta, señora.
Gwenda leyó el telegrama. Había sido reexpedido desde Dillmouth. Contempló el papel ensimismada durante unos segundos. Luego lo estrujó, haciendo de aquél una pelota.
—No hay respuesta —dijo mecánicamente.
La criada abandonó la habitación.
—Espero que no hayas recibido malas noticias, querida...
—Es de Giles..., mi esposo... Se dirige ya hacia aquí. No tardará más de una semana en llegar.
La voz de Gwenda denotaba su abatimiento. Miss Marple tosió ligeramente.
—Claro, eso ha de ser muy de tu agrado, ¿no?
—¿Usted cree? ¿En mis circunstancias? ¿Pensando como pienso que debo estar volviéndome loca? Quizá no hubiera debido casarme nunca con Giles, ni alquilar nuestra casa... No puedo volver allí. ¡Oh! No sé qué hacer.
Miss Marple le señaló el sofá.
—¿Por qué no te sientas aquí, querida, y me explicas con detalle todo lo que te ocurre?
Gwenda aceptó su invitación, profundamente aliviada. Refirió a miss Marple toda la historia, empezando por la primera vez que viera «Hillside» y mencionando los incidentes que tan desconcertada le dejaran, que tantas preocupaciones habían suscitado en ella después.
—Atemorizada, pensé que lo mejor sería venir a Londres, huir de allí. Pero se ve que esto no es posible... Todo me persigue. Anoche... —La joven cerró los ojos y calló.
—¿Qué te ocurrió anoche? —inquirió miss Marple.
—No va a creerme —contestó Gwenda, hablando ahora precipitadamente—. Va usted a juzgarme una histérica, una persona rara. Todo sucedió de repente, hacia el final. La obra que representaban era de mi agrado. No había pensado un solo momento en la casa de Dillmouth. Y de pronto la recordé, al pronunciar un actor ciertas palabras...
En voz baja y temblorosa, Gwenda las repitió:
—«Cubre tu faz... Mis ojos quedan deslumbrados... Ella murió joven...»
»Había vuelto allí... Me encontraba en la escalera, mirando hacia el vestíbulo, por entre los balaustres... La vi tendida en el suelo... Muerta. Sus cabellos eran dorados. Y el rostro tenía un intenso tono azulado. Había muerto estrangulada, y alguien pronunciaba aquellas palabras horribles, en tono satisfecho... Vi las manos de él, grises, arrugadas... No eran unas manos humanas. Eran las zarpas de un mono... Fue horrible, ya se lo he dicho. Ella estaba muerta...
Miss Marple preguntó con toda naturalidad:
—¿Quién era la muerta?
Gwenda contestó rápida, mecánicamente:
—Helen...
Durante unos instantes, Gwenda permaneció con la vista fija en miss Marple. A continuación se apartó nerviosamente del rostro los cabellos.
—¿Por qué he dicho yo eso? —inquirió—. ¿Por qué he dicho «Helen»? ¡Yo no conozco a ninguna Helen!
Dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo, en un gesto de desesperación.
—¿Se da cuenta? ¡Estoy loca! No ceso de imaginarme cosas absurdas. Veo continuamente cosas que sólo existen en mi mente. Primeramente fue lo del papel de decorar... Y ahora pienso en cadáveres. Así, pues, cada vez me encuentro peor.
—Bueno, querida, no formules conclusiones precipitadas...
—¿Será todo un efecto de la casa? Debe ser una casa encantada, embrujada, o maldita, quizá... Veo cosas que han sucedido en ella, o tal vez que van a suceder... Esto es peor aún. Es posible que una mujer llamada Helen esté a punto de ser asesinada allí... Todavía me explico menos mis obsesiones al pensar que estoy muy lejos de la casa. En consecuencia, tengo que pensar que es mi mente lo que marcha mal. Debo consultar mi caso con un psiquiatra, cuanto antes, esta mañana mismo.
—Verás, Gwenda... Ése es un recurso que tienes siempre a mano. Puedes utilizarlo cuando hayas agotado los más inmediatos. Procura dar primeramente con la explicación más simple, la más vulgar. Antes de nada, pongamos los hechos en orden. Fueron tres los incidentes que alteraron tus nervios: un sendero en el jardín cubierto por la vegetación, cuya existencia adivinaste; una puerta que había sido eliminada, y un papel de pared cuyos dibujos imaginaste correctamente, en todos sus detalles... ¿He interpretado bien tus palabras?
—Sí.
—Bien. La explicación más fácil, la más natural, es ésta: tú conocías todo eso de antes.
—¿En el curso de otra vida, quiere usted decir?
—No, no. Yo me refiero a la de ahora. Seré más clara: lo tuyo podía quedar reducido a unos recuerdos.
—¡Pero si ésta es la primera vez que visito Inglaterra, miss Marple! Llegué hace un mes tan sólo...
—¿Estás segura de eso?
—Naturalmente que estoy segura. He pasado toda mi vida en Nueva Zelanda, cerca de Chritschurch.
—¿Naciste allí?
—No, yo nací en la India. Mi padre era oficial del Ejército británico. Mi madre murió un año o dos después de mi nacimiento y él me envió a Nueva Zelanda para que su familia se encargara de mi crianza. Más adelante, falleció mi padre.
—¿Recuerdas tu viaje desde la India a Nueva Zelanda?
—Recuerdo muy vagamente que estuve en un barco y que me sentía atemorizada. Se me quedó grabada en la memoria una ventana redonda... Era una portilla, supongo. Me acuerdo de un hombre que vestía un uniforme blanco, un hombre de faz rojiza y ojos azules, con una señal en la barbilla, una cicatriz, seguramente. Me lanzaba al aire, cosa que me gustaba y que me asustaba a un tiempo. Son recuerdos muy fragmentarios...
—¿Recuerdas a alguna institutriz, a cualquier persona que cuidara de ti?
—Me acuerdo de Nannie. La recuerdo porque estuvo en la casa algunos años, hasta que yo cumplí los cinco. Sabía hacer muñecos con papeles doblados. Se encontraba en el barco... Me reprendió porque grité cuando el capitán me besó. A mí no me gustaba su barba...
—Lo que me cuentas es muy interesante, querida. Estás mezclando dos viajes distintos. En uno de ellos, el capitán era un hombre barbudo; en el otro un rostro rojizo y una cicatriz en la barbilla.
—Sí, es posible —murmuró Gwenda, vacilante.
—Seguramente, al morir tu madre, tu padre te trajo a Inglaterra. Es probable que vivierais en esa casa: «Hillside». Me has dicho que nada más entrar en ella tuviste la impresión de hallarte en tu hogar. La habitación que escogiste para dormir provisionalmente sería el cuarto de los niños...
—Era el cuarto de los niños. Las ventanas enrejadas.
—¿Te das cuenta? El papel de las paredes era a base de ramilletes de amapolas y cabezuelas. Los niños suelen recordar estos detalles perfectamente. Nunca he olvidado, por ejemplo, que el papel de mi cuarto, de niña, tenía unos hermosos lirios. Y eso que las paredes se empapelaron de nuevo teniendo yo sólo tres años.
—¿Y por eso me acordé en seguida de los juguetes, de la casa de muñecas, de los estantes en que colocaba aquéllos?
—Exactamente. Lo mismo te ocurrió con el cuarto de baño. Me has dicho que nada más ver la bañera pensaste en llenarla de agua para hacer flotar en ella unos gansos...
Gwenda manifestó, pensativa:
—Cierto que, al parecer, sabía dónde quedaba todo, dónde estaba la cocina, el armario de la ropa blanca... Puede ser que, involuntariamente, recordara la puerta que en otro tiempo pusiera en comunicación el salón con el comedor. Ahora bien, me parece imposible llegar a Inglaterra y comprar precisamente la casa en que viví años atrás.
—No es imposible, querida. Nos hallamos ante una coincidencia extraordinaria... Esa clase de coincidencias se dan realmente en la vida. Tu marido quería una casa situada en la costa Sur. Te pusiste a buscarla y localizaste una que suscitaba en ti recuerdos, que te atraía. Te gustó la construcción, su tamaño; te la ofrecieron a un precio razonable y la compraste. No, no hay nada de imposible en eso. De haberse tratado de una de esas viviendas tenidas por la gente por embrujadas o pobladas de fantasmas, de acuerdo con las leyendas locales, tú habrías reaccionado de otra manera, me figuro. Pero tú no experimentaste ningún sentimiento de repugnancia o recelo (es lo que me has contado, ¿no?), excepto en un momento concreto, cuando bajabas por la escalera y miraste hacia el vestíbulo...
Los ojos de Gwenda volvieron a reflejar el temor de minutos antes.
—¿Quiere usted decir... que... que lo de Helen... también es verdad?
Miss Marple contestó suavemente:
—Yo estimo que sí... Hay que pensar que si las otras cosas son recuerdos, ése es un recuerdo más...
—¿Afirma usted que yo vi realmente allí... una persona... que había sido asesinada... que había muerto estrangulada?
—No creo que tú fueras consciente de que hubiera sido estrangulada. Eso te fue sugerido por la representación teatral de anoche, y encaja en tu apreciación como persona adulta del significado de una faz azulada y distorsionada. Opino que una criatura, desde el puesto de observación de una escalera, por ejemplo, puede identificar un espectáculo informado por la violencia, la muerte y el mal, asociando estas cosas con determinada serie de palabras... pues yo pienso que, indudablemente, el asesino las pronunció. Tal escena supone un tremendo shock para un niño. Los niños son unos extraños seres. Cuando se sienten terriblemente asustados, especialmente por algo que no comprenden, no suelen referirse a la causa de sus temores. Son reservados. Aparentemente, lo olvidan todo. Pero el recuerdo permanece en el fondo de su mente.
Gwenda suspiró.
—¿Y usted cree que fue eso lo que me pasó a mí? Sin embargo, ¿por qué no lo recuerdo todo ahora?
—Nadie puede recordar cosas a su antojo. Cuando en este sentido se hace un esfuerzo, no siempre la memoria acude en nuestro auxilio. A mi entender, hay dos o tres detalles que revelan la exactitud de mi interpretación. Por ejemplo; al referirme hace poco tu experiencia de anoche en el teatro, te has valido de una serie de vocablos muy significativos. Hablaste de que tuviste la impresión de estar mirando «por entre unos balaustres»... Ahora bien, al mirar hacia un vestíbulo desde una escalera no es normal ver lo que ocurre más abajo por
entre
los balaustres, sino
sobre
ellos. Solamente un niño está en condiciones de hacer lo primero.