Authors: Agatha Christie
—Tú crees que mi padre...
—Pues eso es, que
no
, que no creo lo que tú piensas... Piensa en un hombre que ha decidido desembarazarse de su esposa. Propaga rumores acerca de sus posibles infidelidades. Organiza, monta, por así decirlo, la huida: una nota escrita, unas ropas, una maleta... Con intervalos estudiados se recibirán de ella, desde el extranjero, unas cartas. En realidad, lo que ha hecho él ha sido asesinarla y depositar su cadáver en una zanja abierta en el piso del sótano. Ésta es una trama criminal clásica, que se repite a menudo. Pero lo que este tipo de criminal no hace es ir precipitadamente en busca de su cuñado para decirle que ha asesinado a su esposa y que lo mejor que pueden hacer es telefonear a la Policía. Por otra parte, si consideramos a tu padre un asesino del tipo emocional, y que se hallaba terriblemente enamorado de su mujer, estrangulándola en un arrebato de celos (al estilo de Otelo, y de ahí las palabras que oíste), no hay que pensar que se entretuviera embalando unas ropas y planeando lo de las cartas antes de notificar su crimen a un individuo nada dispuesto a silenciar el hecho. Aquí hay algo raro, Gwenda, en su conjunto...
—¿A dónde intentas ir a parar, Giles?
—No lo sé... Estudiando la historia en general, parece haber en ella un factor desconocido, que podríamos denominar X. Alguien no ha hecho acto de presencia aquí todavía. No obstante, se aprecian detalles de su técnica.
—¿X? —inquirió Gwenda. Sus ojos se oscurecieron—. Estás inventándote cosas, Giles. Pretendes consolarme, a tu manera.
—Te juro que no. ¿Es que no te das cuenta de que falla algo en la historia? Nosotros sabemos que Helen Halliday fue estrangulada porque tú viste...
Giles guardó silencio de pronto.
—¡Santo Dios! He sido un necio. Ya lo veo ahora. Todo queda explicado. Tú tienes razón. Y también Kennedy. Escúchame, Gwenda... Helen se dispone a huir con un amante..., la persona que no conocemos.
—¿X?
Giles se desentendió de su interrupción con un movimiento de las manos, impaciente.
—Ella ha escrito la nota dirigida a su esposo... Pero en ese instante entra él, lee lo que acaba de escribir su mujer y pierde los estribos. Arruga el papel nerviosamente y lo arroja al cesto de los papeles. Seguidamente, avanza hacia ella... En el vestíbulo la alcanza, ciñe las manos a su cuello... Las piernas de Helen se doblan y él la deja caer al suelo. Luego, a unos pasos del cuerpo, pronuncia aquellas palabras de
La Duquesa de Malfi
, justamente en el momento en que la niña de arriba llega a los balaustres, mirando por entre éstos.
—¿Y después?
—La cuestión es que
ella no está muerta
. El ha creído lo contrario, sin embargo. Quizás aparezca su amante entonces... nada más salir el frenético esposo en dirección a la casa del doctor, situada en el extremo opuesto de la población... o tal vez vuelva en sí de un modo natural. De todos modos, nada más recuperar el conocimiento, ella huye. Huye rápidamente. Y esto lo explica todo: la certeza por parte de Kelvin de haber matado a su esposa, la desaparición de las ropas, preparadas a primera hora del día. Y las posteriores cartas,
que son perfectamente auténticas.
Ahí lo tienes todo explicado ya.
Gwenda señaló, como si reflexionara al mismo tiempo que hablaba:
—No se explica por qué Kelvin dijo que la había estrangulado en el dormitorio.
—Estaba tan agitado que no se acordaba del sitio en que había ocurrido todo, ni sabía en aquellos momentos lo que decía.
Gwenda contestó:
—Me gustaría creerte. Quiero creerte... Lo malo es que sigo estando convencida de que cuando miré desde la escalera... ella estaba muerta.
—¿Cómo puedes afirmar tal cosa? Eras una criatura de unos tres años de edad...
Gwenda miró a su marido de una manera extraña.
—Creo que una criatura es capaz de identificar la muerte mejor que una persona adulta. Es como lo que ocurre con los perros... Estos animales conocen la muerte. En su presencia, alzan la cabeza y profieren un aullido. Yo creo que a los niños les pasa algo semejante...
—Eso no tiene sentido, querida, es pura fantasía.
Sonó en aquel instante el timbre de la puerta.
—¿Quién será? —preguntó Giles.
Gwenda profirió una exclamación.
—No me acordaba ya... Es miss Marple. Le dije que viniera a tomar el té con nosotros hoy. No le digas nada de todo lo que acabamos de hablar.
Gwenda temía que aquéllos fueran unos difíciles momentos para ella, pero miss Marple, afortunadamente, no pareció advertir que la joven hablaba con demasiada precipitación y que su alegría resultaba un tanto forzada. Miss Marple se mostró parlanchina. Estaba muy contenta de hallarse en Dillmouth. Algunas de sus amigas habían escrito a personas conocidas suyas de la población y a consecuencia de las amables visitas estaba siendo invitada a diversas casas.
—Una se siente menos forastera, querida, cuando traba relación con gentes que llevan años viviendo en la población visitada. Por ejemplo: he de ir a tomar el té con la señora Fane, viuda del socio principal de la mejor firma de abogados de la localidad. Ésta es muy antigua y la lleva ahora su hijo.
Miss Marple continuó refiriendo sus experiencias. Su patrona era muy amable y habíala instalado cómodamente...
—Es una cocinera magnífica. Trabajó durante algunos años para una amiga mía, la señora Bantry. En este lugar, en otra época, y por espacio de mucho tiempo, vivió una tía suya. Aquí acostumbraba pasar por entonces las vacaciones, en compañía de su marido, naturalmente. En consecuencia, está al tanto de todas las habladurías locales. Ahora que me acuerdo, ¿estás satisfecha con tu jardinero? He oído decir que es de los que hablan más que trabajan...
—Hablar y beber té son sus especialidades —explicó Giles—. Toma unas cinco tazas de té por día. Ahora, trabaja muy bien cuando nosotros no lo perdemos de vista.
—Vamos a ver el jardín —propuso Gwenda.
Mientras le enseñaban aquél y la casa, miss Marple formuló los comentarios de rigor. Gwenda se tranquilizó poco a poco. Miss Marple daba la impresión de no haber observado nada anormal en su conducta.
Sin embargo, cosa extraña, fue Gwenda quien se comportó de una manera imposible de predecir. Interrumpió a miss Marple cuando ésta contaba una anécdota referente a un niño y una concha marina, comunicando, muy nerviosa, a Giles:
—Me da igual... Voy a contárselo todo...
Miss Marple la observó atentamente. Giles fue a hablar, pero optó por guardar silencio. Finalmente, declaró:
—Bien. Se trata de tu funeral, Gwenda.
Por tanto, la joven habló. Refirióse a la visita que había hecho al doctor Kennedy, y a la posterior de éste a ellos, detallando sus informaciones.
—Usted pensó en Londres que... que mi padre podía haberse visto envuelto en el caso de una manera especial —señaló Gwenda, casi sin aliento—. ¿Fue eso lo que quiso darme a entender entonces?
Miss Marple repuso serenamente.
—Se me ocurrió que podría darse tal posibilidad, sí. «Helen» podía ser muy bien una joven madrastra... y en el caso de morir estrangulada es el esposo, muy a menudo, quien se ve complicado en el asunto, cuando se dan estas situaciones.
Miss Marple habló como quien observa un fenómeno natural, sin sorpresa ni emoción.
—Ya comprendo por qué nos aconsejó que no revolviéramos esto —dijo Gwenda—. ¡Ojalá le hubiéramos hecho caso! Pero ya no puedo retroceder.
—No, no es posible retroceder ya —confirmó miss Marple.
—Y ahora será mejor que preste atención a lo que va a contarle Giles, quien ha estado formulando últimamente muchas objeciones y sugerencias.
—Todo lo que yo digo —manifestó Giles— es que hay cosas que aquí no encajan bien entre sí.
Ordenadamente, volvió sobre los puntos explicados antes a Gwenda.
Luego, dejó sentada la hipótesis final.
—A ver si logra convencer usted a Gwenda de que las cosas sólo hubieron podido suceder de esta manera.
La mirada de miss Marple fue de un rostro a otro.
—Tu hipótesis es perfectamente razonable —contestó—. Pero nos enfrentamos siempre, como tú ya has indicado, con la posibilidad de la existencia de X.
—¡X! —exclamó Gwenda.
—El factor desconocido —remató miss Marple—. Una persona que todavía no ha aparecido, pero cuya presencia, tras los hechos evidentes, puede ser deducida.
—Visitaremos el sanatorio de Norfolk en que falleció mi padre —anunció Gwenda—. Quizás averigüemos algo positivo allí.
«Saltmarsh House» quedaba cerca de diez kilómetros de la costa, tierra adentro. Contaba con un buen servicio de trenes para Londres desde la ciudad de South Benham, a ocho kilómetros de distancia.
Giles y Gwenda fueron introducidos en una gran sala con los sillones enfundados en telas de cretona con profusión de adornos florales. Una anciana de agradable aspecto con los cabellos blancos, entró en la habitación, llevando en las manos un vaso de leche. Los saludó con un movimiento de cabeza y tomó asiento cerca de la chimenea. Su mirada se fijó en Gwenda, e inclinándose hacia ella le habló casi en un susurro:
—¿Se trata de tu pobre pequeño, querida?
Gwenda la miró a su vez, desconcertada.
—No, no —respondió, no sabiendo qué decir.
—¡Ah! —La anciana dama movió la cabeza, sorbiendo un poco de leche de su vaso. Luego añadió, con toda naturalidad—: Las diez y media... Ésta es la hora. Siempre a las diez y media. Es curioso. —Bajó un poco más la voz, manifestando—: Detrás de la chimenea. Pero no digas que te informé yo.
En este momento, entró allí una empleada uniformada de blanco, rogando a Giles y a Gwenda que la siguieran.
Penetraron en el estudio del doctor Penrose, quien se puso en pie para saludarlos.
Sin poder evitarlo, Gwenda pensó que el doctor Penrose parecía estar algo loco. Daba la impresión de estarlo más, por ejemplo, que la anciana dama de la sala de espera... Ahora bien, con todos los psiquiatras, quizá, ocurría lo mismo.
—Recibí su carta y la del doctor Kennedy —declaró Penrose—. He estado estudiando el historial de su padre, señora Reed. Recordaba perfectamente su caso, pero quise refrescar la memoria a fin de estar en condiciones de responder a todas las preguntas que desee formularme. Tengo entendido que hace poco que fue impuesta de los hechos relativos a su padre...
Gwenda explicó que se había criado en Nueva Zelanda, con los familiares de su madre, y que lo único que había sabido sobre su padre era el fallecimiento en una clínica de Inglaterra.
El doctor Penrose asintió.
—Así fue. El caso de su padre, señora Reed, presentaba ciertos rasgos bastante peculiares.
—¿Quiere usted ser más explícito? —solicitó Giles.
—Su obsesión era muy fuerte. El comandante Halliday, claramente atormentado por sus nervios, mostrábase categórico al afirmar que había estrangulado a su segunda esposa en un arrebato de celos. Muchos de los detalles habituales en estos casos estaban ausentes en el de su padre, y no me importa decirle, señora Reed, con toda franqueza, que de no haber sido por la seguridad del doctor Kennedy en cuanto a que la señora Halliday continuaba con vida, yo me habría inclinado en aquellos días por tomar la declaración de su padre exactamente, dándola por válida.
—¿Tuvo usted la impresión de que él, realmente, la había matado? —inquirió Giles.
—He dicho «por aquellos días». Más tarde, tuve motivos para revisar mi opinión, ya que me familiaricé más con el cuadro mental y el carácter del comandante Halliday. Su padre, señora Reed, no era concretamente un tipo paranoico. No tenía impulsos violentos, ni se sentía perseguido. Era un hombre de suaves modales, amable, equilibrado. No era lo que la gente en general llama un loco, ni resultaba peligroso para los demás. Mostraba, en cambio, esa fija obsesión acerca de la muerte de su esposa; y para explicar tal manía estoy convencido de que hubiéramos tenido que retroceder muchos años atrás en el tiempo... para ir a alguna experiencia infantil. Procedimos así al fin, aunque he de reconocer que los métodos de análisis no nos dieron la deseada pista. Cuesta mucho trabajo vencer la resistencia de un paciente ante los análisis. A veces, esto se lleva varios años. En el caso de su padre, nos faltó tiempo.
El doctor hizo una pausa, y levantando de pronto la cabeza, declaró:
—Yo presumo que el comandante Halliday se suicidó.
—¡Oh, no! —gimió Gwenda.
—Lo siento, señora Reed. Creí que usted lo sabía. Quizá tenga razón al asignarnos parte de la culpa de lo ocurrido. Admito que con una vigilancia adecuada hubiera podido evitarse el hecho. Pero, francamente, nunca juzgué al comandante Halliday un presunto suicida. No mostraba una tendencia a la melancolía, no le veía caviloso, ni desesperado. Se quejaba de insomnio y mi colega le prescribió unas tabletas para que pudiera dormir. Fingió tomarlas cuando en realidad se las guardó para, más tarde, de una vez...
Penrose extendió ambas manos, expresivamente.
—¿Sentíase terriblemente desgraciado?
—Yo diría que lo que le atormentaba era la idea de su culpabilidad. Deseaba verse castigado. Había insistido al principio de todo en llamar a la Policía. Habiéndole asegurado insistentemente que no había cometido ningún crimen, negóse a dejarse convencer. Se le habló una y otra vez de eso, viéndose obligado a admitir que no recordaba realmente haber llevado a cabo aquella acción —El doctor Penrose tocó los papeles que tenía delante—. Su relato sobre los acontecimientos de la noche en cuestión no presentó alteraciones, fue siempre el mismo. Contó que había entrado en la casa cuando acababa de oscurecer. No había servidores en la vivienda. Penetró en el comedor, como era su costumbre, para tomar una copa. Luego, utilizó la puerta de comunicación con el salón. Tras esto ya no recordó nada, nada en absoluto, hasta el momento de encontrarse en su dormitorio, contemplando el cadáver de su esposa, que había sido estrangulada. Sabía que esto era obra suya...
Giles interrumpió a Penrose:
—Perdone, doctor, pero, ¿por qué lo sabía?
—No abrigaba ninguna duda. Durante meses había estado concibiendo absurdas y melodramáticas sospechas. Él me dijo, por ejemplo, estar convencido de que su esposa habíale administrado algunas drogas. El comandante Halliday había vivido en la India. En las salas de justicia de ese país os relativamente frecuente el caso de la esposa que envenena al marido valiéndose de plantas como el estramonio. Había sufrido a menudo alucinaciones en las que se producían confusiones de tiempo y lugar. Negó enérgicamente que creyera a su esposa infiel, pero pienso que ésta fue la causa generadora.