Authors: Agatha Christie
—Hubo un tiempo en que no parabas de hablar de lo sucedido en «Santa Catalina». Yo no te hacía caso... Me figuraba que eran habladurías de mujeres Quizá me equivocara. Es posible que pasara algo raro allí. En tal caso hay que pensar en la intervención de la Policía, y tú, me imagino, que no querrás verte complicada en nada sucio, ¿eh? Se acabó, pues. Olvídate de eso, muchacha.
—Claro, y ya no hay más que hablar. ¿Y si hubiera algún testamento en el que me dejaran dinero? Puede ser que la señora Halliday haya vivido hasta ahora, dejándome algo...
—¿Y por qué había de acordarse ella de ti? ¡Bah!
El señor Kimble sabía dar a sus monosílabos una especial inflexión de
desdén.
—Y si fuera cosa de la Policía... Tú sabes, Jim, que existen grandes recompensas a veces para quienes facilitan información para la captura de un criminal.
—¿Y qué información podrías dar tú? Todo lo que crees saber te lo inventaste...
—Eso es lo que tú piensas. Sin embargo, estaba diciéndome...
—¿Sí? —inquirió el señor Kimble, disgustado.
—Todo empezó en el momento en que vi el anuncio en el periódico. Quizá comprendiera yo mal las cosas. Layonee era una estúpida, como todas las extranjeras... No comprendía lo que le decías, y hablaba el inglés de una manera horrible. Si ella no quiso dar a entender lo que yo me figuré... He estado intentando recordar el nombre de aquel individuo... Bueno, si fue a él a quien ella vio... ¿Recuerdas la película de que te hablé?
El Amante Secreto
. Muy emocionante. Fue localizado finalmente, gracias a su coche. Pagó cincuenta mil dólares al hombre del garaje para que no se acordara de que habíase abastecido de combustible aquella noche. No sé cuántas libras son esos dólares... Y el otro estaba allí también, y el esposo como enloquecido por causa de los celos. Todos andaban locos por ella. Y por último...
El señor Kimble echó hacia atrás su silla, arrancando a las losas como un chillido humano. Púsose en pie lenta, pesadamente. Antes de abandonar la cocina, decidió pronunciar su ultimátum, el de un hombre que no dejaba de poseer cierta astucia... pese a no delatarlo, principalmente por su mutismo.
—Desentiéndete de toda esa historia, muchacha —dijo—. Puede ser que lo sientas si no me haces caso. Es lo más probable.
El señor Kimble entró en la habitación contigua, calzándose sus botas (Lily era muy especial en lo tocante al piso de la cocina) y saliendo de la casa.
Lily se sentó, apoyando los codos en la mesa. Por su pequeño y necio cerebro pasaban muchas cosas. Desde luego, ella no podía ir contra su esposo, pero... Jim era tan timorato, tan poco emprendedor... Le hubiera gustado poder dirigirse a una persona capaz de informarla, alguien que entendiese de recompensas, de procedimientos policíacos, que supiese decirle qué significaba todo aquello. Era una lástima despreciar una ocasión que se le ofrecía de ganar dinero.
Aquel receptor de televisión... una casa bien arreglada... aquel abrigo de color cereza que viera en los escaparates de «Russell's»... unas piezas jacobinas, quizá, para el cuarto de estar...
Avariciosa, codiciosa, corta de vista, continuó soñando... ¿Qué era exactamente lo que Layonee le dijera, muchos años atrás?
Tuvo una idea. Se levantó y fue en busca del tintero, de la pluma y de un bloc de papel de escribir.
«Ya sé lo que voy a hacer —pensó—. Escribiré al doctor, al hermano de la señora Halliday. Él me dirá cómo debo proceder... es decir, si aún vive. De todos modos, me remuerde la conciencia no haberle hablado nunca de Layonee... ni de aquel coche.»
Durante un buen rato sólo se oyó en aquella habitación el rasgueo de la pluma de Lily deslizándose laboriosamente por el papel. Escribía cartas muy de tarde en tarde y aquel trabajo representaba para ella un gran esfuerzo.
Sin embargo, logró dar forma a su escrito y terminarlo. Metió el papel en un sobre y cerró éste.
No experimentaba la satisfacción que habíase imaginado sentir al principio de todo. Lo más probable era que el doctor hubiese fallecido, o que se hubiera ausentado de Dillmouth.
¿Había alguien más?
¿Cuál era el nombre de aquel tipo?
Si al menos ella hubiera podido recordar
aquello...
Giles y Gwenda acababan de desayunar, aquella mañana de su regreso de Northumberland, cuando les fue anunciada la presencia de miss Marple. Les abordó con unas palabras de excusa:
—Ciertamente, es muy temprano para ir de visita. Es algo que no tengo la costumbre de hacer. Ahora bien, deseaba explicaros una cosa.
—Nosotros nos sentimos encantados de verla —contestó Giles, ofreciéndole una silla—. Le serviré una taza de café.
—¡Oh, no! Muchas gracias... No voy a tomar nada. He desayunado muy convenientemente. Y ahora dejadme hablar... Vine aquí a hacerlo; estuve entreteniéndome en el jardín con la labor de supresión de malas hierbas...
—Es usted un ángel —comentó Gwenda.
—Pensé que con dos días de trabajo a la semana no es posible tener en las debidas condiciones este jardín. En cualquier caso, creo que Foster se está aprovechando de vosotros. Toma demasiado té y habla excesivamente. Habiendo sabido que él no puede dedicaros otro día más, opté por contratar por mi cuenta los servicios de otro hombre, quién vendrá un día por semana, los miércoles... Hoy, en efecto.
Giles fijó la vista con curiosidad en el rostro de miss Marple. Sentíase ligeramente sorprendido. Indudablemente, la intención de miss Marple había sido buena, pero tenía algo de intromisión. Y nunca habíala tenido por una entrometida.
Manifestó, pensativo:
—Foster es demasiado viejo para poder realizar trabajos duros, desde luego.
—Lo malo, querido Giles, es que Manning es todavía mayor que él. Setenta y cinco años, me ha dicho que tiene. Ahora bien, he creído que al procurarnos su colaboración dábamos un paso adelante en nuestras indagaciones, ya que hace mucho tiempo trabajó para el doctor Kennedy. ¡Ah! Afflick se apellidaba el joven con quien Helen estuvo comprometida...
—Mentalmente —dijo Giles—, he estado dudando de usted, miss Marple. Ahora reconozco que es usted genial. ¿Sabe ya que Kennedy me ha facilitado las muestras que necesitaba de la escritura de Helen?
—Lo sé. Estaba aquí cuando las trajo.
—Pienso enviarlas por correo a un buen grafólogo, cuyas señas me procuré la semana pasada.
—Pasemos al jardín. Manning andará trabajando ya por ahí —señaló Gwenda.
Manning era un viejo de encorvado cuerpo y gesto malhumorado. Tenía unos ojos muy húmedos, de astuta expresión. Al notar que los dueños de la casa se aproximaban a él aceleró notablemente el ritmo de los movimientos del rastrillo que manejaba.
—Buenos días, señor. Buenos días, señora. Su amiga me indicó que deseaban que les ayudara en el jardín los miércoles. Por mi parte, encantado. Veo, sin embargo, muy descuidado todo esto.
—El jardín lleva ya algunos años en el mismo estado, en general.
—Efectivamente. Recuerdo haber trabajado aquí cuando la casa pertenecía a la señora Findeyson. Un cuadro, parecía entonces. La señora Findeyson era muy aficionada a la jardinería.
Giles, con toda naturalidad, utilizó el astil de la primera herramienta que halló a mano como punto de apoyo. Gwenda se dedicó a apreciar el olor de algunas rosas. Miss Marple se apartó unos pasos con el fin de inclinarse sobre el suelo y arrancar algunas malas hierbas más. El viejo Manning continuó operando con su rastrillo. Todo quedaba preparado para una ociosa conversación matinal sobre la jardinería en los viejos tiempos.
—Supongo que usted conocerá la mayor parte de los jardines de por aquí —apuntó Giles.
—Pues sí, conozco este lugar bastante bien. Y algunas de las manías de las gentes que han ido habitando sucesivamente estas casas. La señora Yule, de Niagra, tenía un seto recortado de manera que ofrecía la figura de una ardilla. Un capricho... Si hubiera pensado en un pavo real, todavía... Al coronel Lampard se le daban muy bien las begonias. Las suyas eran preciosas. Una cosa que parece haber pasado de moda es la plantación en macizo. En los últimos seis años me he visto obligado a hacer muchos cambios en las superficies de césped... A la gente, por lo visto, ya no le agradan los geranios mezclados con las lobelias en los setos...
—Usted trabajó también con el doctor Kennedy, ¿verdad?
—Hace mucho tiempo. Por el año 1920, quizá, y después... Se mudó, renunciando a estas cosas. Ahora, en «Crosby Lodge», se encuentra el joven Brent. ¡Qué ideas más chocantes las suyas! Todo lo cura con sus tabletas blancas. «Vitapinas», las llama.
—Me imagino que usted se acordará de miss Helen Kennedy, la hermana del doctor...
—Claro que me acuerdo de ella. Era una joven muy bonita, de largos y rubios cabellos. Al casarse se instaló en esta misma casa, con su esposo, un militar del ejército de la India.
—Lo sabíamos —declaró Gwenda.
—He oído decir... el sábado por la noche... que usted y su esposo eran parientes de ella. Cuando volvió del colegio, miss Helen era una muñeca. Y le gustaba mucho divertirse. Deseaba ir a todas partes. No se perdía ningún baile. Practicaba el tenis. Por cierto que tuve que poner en condiciones el campo de tenis, que llevaba sin ser usado veinte años, diría yo. Había matas por todas partes. Hubo que arrancarlas, naturalmente. Me vi obligado a marcar con una mezcla de cal y agua las líneas. Trabajé lo mío allí... para que al final apenas se jugara en ese campo. Siempre me chocó esto...
—¿Qué es lo que le chocó concretamente?
—Lo de la red de tenis... Alguien se coló una noche allí para... hacerla pedazos. La hizo pedazos, sí. Debió de ser alguien que pretendía vengarse.
—Pero, ¿quién podía ser capaz de realizar una acción semejante?
—Es lo que el doctor quería saber. Estaba indignado. Y yo creo que con razón. Llegó hasta ofrecer una recompensa con tal de conocer la identidad del autor de la fechoría. No pudimos averiguarlo. Nunca lo supimos. Entonces, él decidió dejar el campo sin red, para no exponerse a otra acción semejante. Miss Helen se sintió muy disgustada. La pobre no tenía suerte. Primero, lo de la red, y luego lo del pie...
—¿Qué fue lo del pie? —inquirió Gwenda.
—Pisó un rastrillo o no sé qué herramienta por el estilo y se hizo un corte. Era poco más que un arañazo, pero no llegaba a curarse. El doctor se sintió muy preocupado con aquello. La vendaba adecuadamente el pie después de sanear la herida, pero ésta seguía igual. «No lo entiendo —decía el doctor—. Las púas de ese rastrillo debían de estar muy sucias u oxidadas... La herida se ha infectado. Por otro lado —solía añadir—, ¿qué hacía ese rastrillo en medio del camino?» Porque allí estaba cuando miss Helen tropezara con él, al encaminarse a su casa una noche oscura como boca de lobo. La pobre muchacha tuvo que pasarse una temporada sentada en una silla, con el pie en alto, perdiéndose los bailes y reuniones a que era tan aficionada. Tenía mala suerte, sí...
Giles se dijo que había llegado el momento indicado para formular determinada pregunta, en la cual estaba pensando desde hacía unos minutos.
—¿Se acuerda usted de alguien apellidado Afflick?
—¿Se refiere usted a Jackie Afflick? ¿El que trabajaba en las oficinas de «Fane & Watchman»?
—Sí. Era muy amigo de Miss Helen, ¿eh?
—Un disparate, tal amistad. El doctor cortó aquellas relaciones, e hizo muy bien. Jackie Afflick no tenía la menor clase. Era demasiado avispado, de los que acaban mal por ser tan listos. Pero estuvo aquí poco tiempo. Se metió en un lío. De buen ejemplar nos libramos... En Dillmouth, esta clase de individuo no agrada. Creo que se dedicó a aplicar sus habilidades en otras panes...
Gwenda preguntó:
—¿Se encontraba él aquí cuando fue destrozada la red del campo de tenis?
—¡Ah! Ya sé lo que está usted pensando. Sin embargo, yo pienso a mi vez que él era incapaz de hacer algo tan insensato. Ya he dicho que Jackie Afflick era un joven muy despierto. Lo de la red sería una venganza...
—¿Había alguien que detestaba a miss Helen, quizás?
El viejo Manning exteriorizó una burlona risita.
—Entre sus amigas, por supuesto, no caía muy bien. Ninguna podía compararse con ella. Sin embargo, yo me inclino a pensar que aquella acción debió ser obra de algún vagabundo, en un arranque de estúpido mal humor.
—¿Se sintió muy afectada Helen por lo de Jackie Afflick? —quiso saber Gwenda.
—Miss Helen apenas se interesaba por los chicos que solían acompañarla. Limitábase a divertirse... Y eso que los había muy devotos de su persona. Walter Fane, por ejemplo. La seguía a todas partes como un perro.
—¿Y a ella le tenía sin cuidado el joven?
—Completamente sin cuidado. Ya he dicho que miss Helen sólo pensaba en pasarlo lo mejor posible: Walter Fane se marchó al extranjero, pero volvió más tarde. Ahora dirige la firma de su padre. Se quedó soltero. No me parece mal. Las mujeres suelen causar numerosos problemas a los nombres.
—¿Es usted casado? —inquirió Gwenda.
—Llevo enterradas dos mujeres —replicó el viejo Manning—. Bueno, no puedo quejarme. Ahora puedo fumar mis pipas en paz allí donde me place.
Todos guardaron silencio. Manning empuñó de nuevo su rastrillo.
Giles y Gwenda dieron media vuelta, encaminándose a la casa. Miss Marple decidió desentenderse temporalmente de las malas hierbas para unirse a la pareja.
—Miss Marple —dijo Gwenda—: se le ha puesto mala cara de pronto. ¿Le ocurre algo?
—No, nada, querida. —La anciana se detuvo un instante, agregando luego, con rara firmeza—: Eso de la red del tenis no me ha gustado nada... Fue destrozada... Ya entonces...
Giles escrutó el rostro de la anciana, curioso.
—No comprendo del todo... —empezó a decir.
—¿No lo entiendes? A mí se me antoja terriblemente claro. Pero quizá sea mejor que no lo entiendas. Por otro lado... puedo estar equivocada. Contadme ahora qué tal os fue por Northumberland.
Gwenda y Giles procedieron a referir a miss Marple sus actividades allí escuchándoles ella con toda atención.
—Realmente es una historia muy triste —comentó Gwenda—, una auténtica tragedia.
—En efecto. ¡Pobre!
—Es lo que yo me dije... ¡Cómo debe de sufrir ese hombre!
—¿Él? ¡Oh, sí, desde luego!