Authors: Agatha Christie
De pronto se quedó callada. Luego, dijo:
—Jim! Jim! Escucha esto, ¿quieres?
Jim Kimble, hombre ya mayor de pocas palabras, estaba lavando en aquellos momentos unos platos en el fregadero. Para contestar a su esposa se valió de su monosílabo favorito.
—¿Sí?
—Es un anuncio de la prensa. Se pide aquí que a quien sepa algo acerca de Helen Spenlove Halliday, Kennedy de soltera, se ponga en contacto con los señores Reed & Hardy, de Southampton Row... A mí me parece que se trata de la señora Halliday, a cuyo servicio estuve en «Santa Catalina». Compró la casa a la señora Findeyson. Eran ella y su marido. Se llamaba Helen, en efecto, siendo hermana del doctor Kennedy, quien me operó en cierta ocasión de vegetaciones.
Se produjo una pausa. La señora Kimble dio unos expertos toques a las patatas de la sartén. Jim Kimble estaba secándose ahora las manos en una toalla.
—Esta hoja del periódico debe ser de hace unos días —manifestó la señora Kimble. Estudió la fecha—. En efecto, es de hace una semana. ¿A qué vendrá todo esto? ¿Crees que puede haber dinero por en medio, Jim?
El señor Kimble produjo un sonido especial que no quería decir nada.
—Quizá se trate de un testamento —especuló su esposa—. Claro que ha pasado mucho tiempo...
—¿Sí?
—Dieciocho o diecinueve años, seguramente... ¿Para qué removerán eso ahora? ¿Tú crees que puede ser cosa de la policía, Jim?
—¿Por qué? —inquirió el señor Kimble, siempre lacónico.
—Bueno, tú sabes qué fue lo que pensé siempre —declaró la señora Kimble, con aire misterioso—. Te lo dije en su día, al salir de allí. Al parecer, ella se había ido con otro. Es lo que dicen todos los maridos cuando se deshacen violentamente de sus esposas. Es lo que te indiqué a ti, y también a Edie, pero Edie se negó a admitirlo con la intención que di a mis palabras. Edie no tuvo nunca mucha imaginación.
«Estaba la cuestión de las prendas de vestir que, supuestamente, se había llevado ella... Sin embargo, no tenía sentido que guardara las que guardó en una maleta y un bolso, también desaparecidos. Fue entonces cuando dije a Edie: "Acuérdate de esto: el señor asesinó a su esposa, enterrando el cadáver en el sótano."
«Bueno, no tuvo que ser en el sótano, ya que Layonee, la institutriz suiza, había visto algo al asomarse a una ventana. Se fue conmigo al cine, aunque se le tenía ordenado que no se separara de la niña... Para convencerla de que debía acompañarme le recordé lo que ya sabía, que la pequeña era de "oro", que no solía despertarse por la noche. "Y la señora nunca entra en su cuarto de noche —añadí—. Nadie se enterará de que has salido conmigo." Y me hizo caso.
«Cuando entramos en la casa había todo un cuadro allí. El doctor se encontraba en la vivienda. El señor estaba enfermo, acostado, atendido por el médico. Éste me preguntó por las ropas. Todo parecía explicable. Pensé que ella había huido en compañía de aquel hombre que tan agradable le resultaba, por lo que yo había visto... Un hombre casado, además. Edie dijo que esperaba no verse envuelta en un caso de divorcio... ¿Cómo se llamaba él? Su nombre empezaba por M, creo recordar... O por R... ¡Válgame Dios! ¡Y cómo pierde una la memoria!
El señor Kimble, desentendido por completo de este monólogo, preguntó si tenía ya su cena preparada.
—Voy a terminar con las patatas... Espera... Conservaré esta hoja de periódico. No creo que ande la policía por en medio. Ha transcurrido mucho tiempo. Tal vez sea todo cosa de unos abogados que actúan por motivos de una herencia, de dinero. Me gustaría disponer de alguien con quien consultar... Aquí hay unas señas de Londres... No sé si debo dar este paso. ¿Tú qué piensas, Jim?
El señor Kimble estaba pendiente de sus patatas fritas y del plato de pescado.
La decisión fue aplazada...
Gwenda, al otro lado de la gran mesa de caoba, fijó la vista en el rostro del señor Fane.
Era un hombre de unos cincuenta años de edad, de aire fatigado, con una cara de rasgos corrientes. Gwenda, se dijo que era el tipo clásico difícil de recordar después de haberlo conocido accidentalmente... Tratábase de un hombre carente de personalidad, como suele decirse hoy. Su voz era suave, agradable. Gwenda decidió que debía de ser un profesional eficiente.
Echó un vistazo a su alrededor. Se encontraba en el despacho de la persona que dirigía la firma. La estancia se acomodaba al físico de Walter Fane. Los muebles eran anticuados, pero de gran solidez. Las paredes estaban cubiertas en su casi totalidad por archivadores ordenadamente apilados en estantes. En sus lomos figuraban nombres muy respetables de la región: sir John Vavasour-Trench, lady Jessup, Arthur Foulkes...
Las grandes ventanas de guillotina, cuyos vidrios se veían bastante sucios, daban a un patio de forma cuadrada flanqueado por los macizos muros del edificio contiguo, una construcción de siglo XVII. No había allí nada relevante o moderno, pero tampoco se encontraba nada sórdido. Los objetos de la mesa estaban en desorden. Una serie de libros sobre leves se apilaban en precario equilibrio en una estantería. Aquél era un lugar de trabajo, evidentemente, en el que su usuario, pese a cierta aparente anarquía en algunos detalles, sabía hacia dónde tenía que alargar la mano para encontrar lo que necesitaba.
El suave rasgueo de la pluma de Walter Fane sobre el papel cesó. Sonrió agradablemente, fijando la vista en su visitante.
—Creo que todo ha quedado bien claro, señora Reed —manifestó—. Este testamento es de los más sencillos. ¿Cuándo desea pasar por aquí para firmarlo?
Gwenda le pidió que fijara él una fecha. No tenía prisa.
—Hemos adquirido una casa aquí, ¿sabe usted? «Hillside».
Walter Fane contestó, mirando sus notas:
—Ya. Acaba usted de darme las señas.
En su voz no se había operado el menor cambio.
—La casa es preciosa —informó Gwenda—. Nosotros nos sentimos muy a gusto en ella.
—¿De veras? —inquirió Walter Fane, siempre sonriente— ¿Se encuentra junto al mar?
—No. Creo que antes se llamaba de otro modo... Sí. «Santa Catalina».
El señor Fane se quitó las gafas. Limpió los vidrios con un pañuelo de seda, con la vista fija en el tablero de la mesa.
—¡Ah, ya! En la carretera de Leahapton, ¿verdad?
Al mirarla, Gwenda pensó en lo diferentes que parecen las personas que normalmente usan gafas cuando no las llevan. Sus ojos, de un gris pálido, daban la impresión de ser extrañamente débiles, de no «enfocar» nada.
La joven se dijo también que su rostro presentaba a Walter Fane corno ausente por completo de allí.
El abogado volvió a ponerse las gafas. Con el tono de voz preciso, característico del profesional de las leyes, dijo:
—Me ha dicho usted que hizo testamento con ocasión de su matrimonio, ¿verdad?
—Sí. En él dejaba algunas cosas a varios parientes de Nueva Zelanda, fallecidos posteriormente. Entonces, pensé que lo más simple era hacer otro nuevo en su totalidad, sobre todo después de haber decidido establecernos permanentemente aquí.
Walter Fane asintió.
—Una decisión muy sensata. Creo que todo está claro, señora Reed. ¿Qué le parece para venir por aquí la fecha de pasado mañana? ¿Le vendrá bien a las once?
—Sí, muy bien.
Gwenda se puso en pie. Walter Fane hizo lo mismo.
Ella dijo ahora, adoptando la actitud previamente ensayada:
—He recurrido precisamente a usted... porque... tengo entendido que... usted conoció años atrás a... mi madre.
—¿De verás? —Walter Fane hizo su tono más cálido—. ¿Cómo se llamaba ella?
—Megan Halliday. Creo... Me han dicho que... fueron ustedes prometidos...
Oyóse el tic-tac de un reloj de pared. Uno, dos, uno, dos, uno, dos...
Gwenda notó de repente que su corazón latía aceleradamente. ¡Qué rostro de rasgos tan inmóviles el de Walter Fane! Hacía pensar en una casa con todas las cortinas echadas, con sus ventanas cerradas. Eso equivalía a una vivienda con un cadáver en su interior. («¡Pero qué pensamientos tan estúpidos se te ocurren, Gwenda!»)
Walter Fane, con voz serena, declaró:
—Pues no, señora Reed, no llegué a conocer a su madre. En cambio, estuve comprometido, durante un corto período, con Helen Kennedy, quien contrajo matrimonio luego con el comandante Halliday, del que fue su segunda esposa.
—¡Oh! ¡Qué tonta soy! Me he explicado mal. Era Helen... mi madrastra. Desde luego, es que ha pasado mucho tiempo. Yo era una niña cuando se deshizo el segundo matrimonio de mi padre. Pero yo he oído contar a no sé quién que usted fue prometido de la señora Halliday en la India... Me confundí, pensando en mi madre, a causa de este país... Mi padre la conoció allí.
—Helen Kennedy viajó a la India para casarse conmigo —contestó Walter Fane—. Luego, cambió de opinión. En el buque de regreso conoció a su padre.
Fue ésta una declaración fría, sin la menor inflexión emocional. Gwenda continuaba pensando en la casa de las ventanas herméticamente cerradas.
—Lo siento. Puedo haberle molestado con mi curiosidad.
Walter Fane sonrió. Éste era su gesto más agradable. Las ventanas se abrían...
—Todo esto sucedió hace diecinueve o veinte años, señora Reed —declaró—. Después de haber transcurrido tanto tiempo, los conflictos sentimentales de la juventud no significan ya mucho para uno. Así, pues, es usted la hija de Halliday. Usted sabrá que su padre y Helen vivieron en Dillmouth durante algún tiempo...
—¡Oh, sí! Por eso vinimos nosotros aquí. Yo no tenía muchos recuerdos de este lugar, naturalmente, pero al decidir quedarnos en Inglaterra visitamos Dillmouth primeramente para ver cómo era la población. La encontramos tan atractiva que ya no pensamos en otro sitio. ¿Y no le parece una suerte que hayamos ido a parar a la misma casa en que vivimos hace tantos años?
—Me acuerdo de esa casa —informó Walter Fane, risueño—. Usted no me recordará, lógicamente, señora Reed, pero lo cierto es que de pequeña ha paseado más de una vez sobre mis hombros.
Gwenda se echó a reír.
—¿Sí? Pues entonces debo considerarlo un viejo amigo... Claro, no puedo acordarme de usted... Tendría yo entonces dos años y medio, o tres, todo lo más... ¿Había usted regresado por aquellas fechas de la India, para pasar aquí sus vacaciones, quizá?
—No. Renuncié a la India para siempre. Había ido allí para probar suerte explotando unas plantaciones de té. Al final, seguí los pasos de mi padre, convirtiéndome en un prosaico abogado de provincias, condenado a vivir una existencia rutinaria. Como había hecho mis estudios con anterioridad, no tuve más que ponerme a trabajar en la firma. Desde entonces, no me he movido de aquí.
Walter Fane hizo una pequeña pausa, repitiendo, en voz baja:
—Sí... Desde entonces.
«Después de todo —pensó Gwenda—, dieciocho años no es un período tan dilatado como se obstina en ver.»
Repentinamente, Walter Fane pareció cambiar de actitud.
—Puesto que somos viejos amigos, por lo que hemos visto, ¿por qué no visita a mi madre en compañía de su marido? Pueden reunirse a la hora del té cualquier día. Le diré que les escriba. Entretanto, ¿la espero aquí el jueves, a las once?
Gwenda salió del despacho, empezando a bajar por la escalera. Descubrió una telaraña en un rincón del descansillo. En el centro se encontraba el insecto, pálido, indefinible. No parecía una araña auténtica, se dijo Gwenda. No era una araña de las gordas, de las que cazan moscas para devorarlas. Allí podía hablarse del fantasma de una araña. Algo semejante a Walter Fane, en efecto.
Giles y su esposa se encontraron en el muelle.
—¿Y bien? —preguntó él.
—Se encontraba aquí, en Dillmouth, en aquel tiempo —repuso Gwenda—. Quiero decir que había regresado de la India. Solía montarme en sus hombros... No es posible que ese hombre haya asesinado a nadie. Es demasiado sereno. Es una de esas personas que suelen pasar inadvertidas en todas partes. Me recuerda a esos hombres, o mujeres, que alternan normalmente, pero que en las reuniones nadie nota cuando se van. Yo diría que es un individuo muy recto, que ha dedicado su vida a su madre, que alberga numerosas virtudes. Desde el punto de vista femenino, no obstante, estos seres resultan terriblemente aburridos. Comprendo ya por qué no llegó a entenderse con Helen. Hubiera sido, probablemente, un buen marido... aunque poco apetecible.
—Un pobre diablo —resumió Giles—. Y me imagino que estaría loco por Helen.
—¡Oh, no sé! No creo... De todos modos, no debe de ser nuestro perverso asesino. No encaja en la idea que tengo yo del criminal.
—En definitiva, ¿a cuántos criminales has conocido tú, cariño?
—¿Qué quieres decir?
—Pues mira, estaba pensando en estos momentos en la inconmovible Lizzie Borden, absuelta por el jurado. Y en Wallace, un hombre muy tranquilo, señalado por un jurado como el asesino de su esposa, aunque la sentencia fue anulada posteriormente, al ser cursada la apelación. También me he acordado de Armstrong, tenido por todo el mundo durante años como un tipo amable, inofensivo. No creo que los criminales respondan a un tipo especial.
—No puedo pensar que Walter Fane...
Gwenda calló de pronto.
—¿Qué pasa?
—Nada.
Se estaba acordando de Walter Fane en el acto de pulir los cristales de sus gafas, y también de su cara y fija mirada, como sin ver, de sus ojos, la primera vez que ella aludiera a la casa con el nombre de «Santa Catalina».
—Puede ser —añadió, vacilante— que Walter Fane estuviese loco por ella...
La salita que la señora Mountford tenía en la parte posterior de la casa era muy confortable. Había allí una mesa redonda, cubierta con un paño, y varios sillones de traza antigua, así como un severo y sorprendente blanco sofá arrimado a una de las paredes. En la repisa de la chimenea veíanse unos perritos de porcelana y otras piezas de adorno, así como unos retratos iluminados y enmarcados de las princesas Elizabeth y Margaret Rose.
En otra pared estaba el rey con uniforme de la Armada, no lejos de una foto en la que el señor Mountford formaba parte de un grupo de panaderos y confiteros. Había, asimismo, un cuadro formado con conchas marinas, y una acuarela con el mar de Capri, intensamente verde. Se descubrían allí otras muchas cosas, ninguna de ellas con pretensiones de ser especiales o de carácter extraordinario, pero en conjunto la salita era muy grata.