Eran las 8.45, la hora de más circulación, lo cual en Boston se traduce en un constante jugarse la vida. Boston tiene el más alto porcentaje de accidentes de los Estados Unidos; más alto incluso que Los Ángeles, cosa que puede confirmar cualquier interno del servicio de urgencias. Y también los patólogos; estamos hartos de ver traumas automovilísticos en las autopsias. Conducen como locos; si uno tiene la oportunidad de estar en el servicio de urgencias durante un rato es como para pensar que ha estallado la guerra. Judith dice que es porque se sienten reprimidos. Art dice siempre que es porque son católicos y creen que Dios cuidará de ellos mientras se pasean por la carretera, pero Art es un cínico. Una vez, en una fiesta de médicos, un cirujano dijo que la mayoría de las heridas en los ojos es consecuencia de las figuras de plástico que llevan los coches. Cuando éstos chocan contra algún obstáculo la gente se ve lanzada hacia adelante y sus ojos dan con las vírgenes e imágenes de quince centímetros que llevan pegadas al tablero, lo cual sucede con mucha frecuencia; Art afirmó que era lo más divertido que había oído en su vida. Se rio hasta que le saltaron las lágrimas:
—Cegados por la religión —decía sin cesar, reventando de risa—. Cegados por la religión.
El cirujano no le veía la gracia. Supongo que porque había tenido que suturar demasiados párpados. Pero Art no podía contener su hilaridad.
La mayoría de la gente en la fiesta estaba asombrada por sus carcajadas; creyeron que era excesivo y de mal gusto. Supongo que yo era la única persona entre todos los asistentes a la fiesta que comprendía el significado de la risa de Art. Y era también el único que sabía la gran tensión bajo la cual Art trabajaba.
Art es amigo mío, y lo ha sido desde que iniciamos los estudios juntos en la escuela de medicina. Es un muchacho brillante y un médico hábil, y tiene fe en lo que hace. Como la mayoría de los médicos con consulta privada, tiende a ser demasiado autoritario, demasiado autocrático. Siempre cree saber lo que es mejor, y eso no lo sabe nadie en todos los momentos de la vida. Quizá se pasa algo de la raya, pero no puedo acusarle. Cumple una misión importante. Después de todo, alguien tiene que llevar a cabo los abortos.
No sé exactamente cuándo empezó. Creo que fue al terminar su período de interno en el servicio de ginecología. No es ninguna operación especialmente difícil; una enfermera con un buen adiestramiento puede llevarla a cabo sin dificultades. Sólo existe un pequeño problema.
Es ilegal.
Recuerdo muy bien cuando lo averigüé. Entre los internos de patología corrían rumores sobre Lee; habían estado haciendo un montón de pruebas de embarazo positivas. Habían sido pedidas por una serie de dolencias diversas —irregularidad menstrual, dolores, hemorragias periódicas—, pero muy pocos casos presentaban evidencia de embarazo. El asunto me preocupó porque los residentes eran jóvenes y de lengua suelta. Les dije en el mismo laboratorio que aquello no tenía nada de divertido, y que podían perjudicar gravemente la reputación de un médico con tales habladurías. Éstas cesaron rápidamente. Después fui a ver a Arthur. Lo encontré en el café del hospital.
—Art —le dije—, hay algo que me preocupa.
Estaba de buen humor mientras comía una rosca y bebía café.
—Supongo que no se trata de un problema ginecológico —dijo riendo.
—No exactamente. He oído a los residentes comentar que habías llevado a cabo algunos raspados a personas con resultados de embarazo positivo el mes pasado. ¿Te lo han dicho?
El buen humor se disipó.
—Sí —dijo—, lo sé.
—Sólo quería que lo supieras. Puede que te encuentres con dificultades cuando estas cosas salgan a la luz y…
Él movió la cabeza:
—No habrá dificultades.
—Bien, ya sabes lo que eso puede parecer.
—Sí —dijo—. Parece que estoy haciendo abortos.
Hablaba en voz baja, con una calma casi mortal.
Me miraba de frente. Ello me hizo sentirme incómodo.
—Sería mejor que habláramos un poco sobre ello —dijo—. ¿Te parece bien que nos veamos a las seis esta tarde?
—Supongo que sí.
—Entonces podemos encontrarnos en el aparcamiento. Y si tienes un momento libre esta tarde, ¿por qué no echas un vistazo a un caso mío?
—Está bien —dije, frunciendo el ceño.
—El nombre es Suzanne Black. El número es AO-dos-dos-uno-tres-seis-cinco.
Escribí la referencia en un papel, preguntándome por qué la recordaría. Los médicos recuerdan muchas cosas de sus pacientes, pero es muy raro que memoricen la referencia del hospital.
—Echa una buena ojeada a este caso —dijo Art—, y no hables de él con nadie hasta que lo hayas hecho conmigo.
Confuso, volví a mi trabajo en el laboratorio. Tenía una autopsia aquel día, así que no estuve libre hasta las cuatro de la tarde. Entonces fui a los archivos y busqué las gráficas de Suzanne Black. Leí la historia allí mismo; no era muy larga. Era paciente del doctor Lee, admitida por primera vez a la edad de veinte años. Hacía el primer curso en la Universidad de Boston. Su SP (síntoma principal) era la irregularidad menstrual. En esta primera entrevista dijo que recientemente había sufrido de varicela, después se había sentido muy cansada, y había sido examinada por el médico de su universidad, para comprobar una posible mononucleosis. Hablaba de una pérdida irregular cada siete o diez días, pero no una menstruación normal. Esto había durado un par de meses. Se encontraba todavía cansada y con cierta apatía.
El examen físico era esencialmente normal, excepto por el hecho de que presentaba una fiebre leve. Los análisis de sangre eran normales; si bien el cómputo con el hematocrito
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era algo bajo.
El doctor Lee había ordenado un raspado para corregir la irregularidad. Esto ocurrió en 1956, antes de la terapéutica con estrógeno. La exploración había sido normal, sin evidencia de tumores ni de embarazo. La muchacha pareció responder bien al tratamiento. Durante los tres meses que siguieron presentó las menstruaciones normales.
Parecía un caso normal. Cualquier enfermedad o tensión emocional puede perturbar el curso biológico de una mujer y alterar sus reglas; el raspado lo había restablecido. No comprendía por qué Art me había pedido que me fijara en este caso. Comprobé el informe patológico sobre el tejido. Lo había hecho el doctor Sanderson. Era breve y simple: apariencia microscópica normal, examen microscópico normal.
Volví a guardar la gráfica y regresé al laboratorio. Cuando llegué allí, todavía no había podido adivinar la razón que hacía interesante el caso. Estuve vagando, haciendo conjeturas inútilmente, hasta que al final me puse a trabajar sobre mi autopsia.
No sé lo que me hizo pensar en la muestra.
Como la mayoría de los hospitales, el Lincoln guarda archivadas todas las muestras. Las guardamos todas; es posible reexaminar tantas veces como se quiera una muestra microscópica hecha veinte o treinta años atrás. Se guardan en unas cajas largas, como si fueran fichas de una biblioteca. Tenemos una habitación llena de esas cajas.
Me dirigí a la caja en cuestión y encontré la muestra 1365. La etiqueta llevaba el número del caso y las iniciales del doctor Sanderson. Decía también, en letras grandes, «MU» (muestras uterinas).
Llevé la muestra a la habitación de los microscopios, donde había diez de éstos colocados en hilera. Uno de ellos estaba libre; deslicé la muestra debajo de él y eché una ojeada.
Lo vi inmediatamente.
El tejido provenía de una muestra uterina. Bien. Mostraba un endometrio bastante normal en la fase proliferativa, pero el color me sorprendió. La muestra había sido teñida con Zener-Formalina, dándole un color brillante azul-verde. Era una tinta que se usaba con muy poca frecuencia, y que sólo se empleaba en caso de ciertos problemas especiales de diagnóstico.
Para el trabajo rutinario, se utilizaba la tinta de Hematoxylina-Losin, que daba un color entre rosa y purpúreo. Casi todos los tejidos se teñían con esta tinta, y si no era así, las razones para emplear una tintura especial se anotaban en el sumario patológico.
Pero el doctor Sanderson no había mencionado que la muestra hubiera sido teñida con Zener-Formalina.
La conclusión obvia era que las muestras habían sido cambiadas.
Miré la escritura a mano de la etiqueta. No cabía duda alguna de que era de Sanderson. ¿Qué había ocurrido?
Casi inmediatamente me imaginé otras posibilidades. Sanderson podía haber olvidado anotar en su informe que había utilizado una tinta que no era corriente. O tal vez se habían hecho dos muestras, una con HE y otra con Zener-Formalina, y solamente esta última se había conservado. O quizá había habido alguna confusión.
Ninguna de estas alternativas me parecía particularmente convincente. Estuve pensando en ello y esperando impacientemente que llegaran las seis, hora en que me encontré con Art en el aparcamiento y subí a su coche. Quería alejarse del hospital e ir a cualquier lugar donde pudiéramos charlar tranquilos. Mientras conducía, preguntó:
—¿Viste el caso?
—Sí —dije—. Muy interesante.
—¿Comprobaste la muestra?
—Sí. ¿Era la original?
—Quieres decir si era la muestra de Suzanne Black, ¿no?
—Tenías que haber sido más cuidadoso. La tinta era distinta. Eso puede crearte problemas. ¿De dónde salió la muestra?
Art sonrió débilmente:
—De un archivo biológico. «Muestra de endometrio normal».
—¿Y quién hizo el cambio?
—Sanderson. Éramos nuevos en el juego, entonces. Fue idea suya poner una muestra normal. Ahora, desde luego, trabajamos mucho mejor. Cada vez que Sanderson tiene un caso normal, saca algunas muestras de más y las guarda para esos casos.
—No lo comprendo —dije—. ¿Quieres decir que Sanderson está metido en este lío contigo?
—Sí —contestó Art—, lo ha estado durante algunos años.
Sanderson era un hombre muy prudente, muy amable y muy digno.
—Ya ves —dijo Art—, toda la gráfica es una mentira. La muchacha tenía veinte años, es cierto. Y había tenido la varicela. Y también tenía irregularidades menstruales, pero la razón era que estaba embarazada. Fue durante un fin de semana, con un muchacho al que decía amar y con el que pensaba casarse, pero ella quería terminar la universidad y el bebé entorpecía su camino. Además, tuvo la varicela durante el primer trimestre. No era una muchacha muy inteligente, pero era lo suficiente para saber qué ocurre cuando se tiene la varicela en ese estado. Y estaba muy preocupada cuando vino a verme. Estuvo un rato tartamudeando indecisa, y al final estalló y me pidió un aborto.
»Yo me quedé horrorizado. Acababa de terminar mi período de residencia, y todavía conservaba mi idealismo íntegro. Ella estaba obsesionada; se encontraba deshecha y actuaba como si se le hubiera hundido el mundo. Supongo que en cierto modo así era. Todo lo que podía pensar era en su problema como mujer expulsada de la universidad, y madre soltera de un niño posiblemente deforme. Era una joven bastante agradable y me dio pena, pero dije que no. Sentía compasión por ella, me sentí destrozado, pero le expliqué que tenía las manos atadas.
»Entonces me preguntó si era una operación peligrosa, el aborto. Al principio pensé que tenía la intención de provocárselo ella misma, y le dije que sí. Entonces ella dijo que conocía un hombre en North End que se lo haría por doscientos dólares. Había sido ordenanza en la marina, o algo así. Y ella me dijo que si yo no quería hacerlo, le pediría a ese hombre que lo hiciera. Y se marchó de mi oficina.
Suspiró y meneó la cabeza mientras conducía.
—Aquella noche me fui a casa de un humor de perros. La odiaba: la odiaba por entrometerse en mi práctica tan reciente, por entrometerse en mi vida, que tenía planeada de un modo tan ordenado. La odiaba por la presión que había ejercido sobre mí. No podía dormir; estuve toda la noche pensando. No podía apartar de mi imaginación la visión de aquella muchacha acudiendo a una oscura y maloliente habitación, poniéndose en manos de un individuo que la trataría de cualquier manera y que incluso sería capaz de matarla. Pensé en mi propia esposa y en mi hijo de un año, y en lo felices que los demás podrían ser. Estuve pensando en los abortos producidos por «aficionados» que había visto siendo interno, cuando nos llegaban muchachas desangrándose a las tres de la madrugada. Y también pensé, sinceramente, en el temor que había sentido tantas veces en la universidad. Una vez con Betty estuvimos esperando durante seis semanas que tuviera la menstruación. Sé perfectamente que nadie queda embarazado accidentalmente. No es difícil, y no tendría que considerarse un crimen.
Yo fumaba un cigarrillo y callaba.
—Así pues —prosiguió—, a media noche me levanté y me encaré con el problema bebiendo una taza de café tras otra hasta llegar a seis y mirando fijamente la pared de la cocina. Por la mañana había decidido que la ley era injusta. Decidí que un médico podía jugar a ser Dios de muchas maneras nada recomendables, pero que ésta era precisamente una de las buenas formas de hacerlo. Había visto una paciente trastornada y había rehusado ayudarla cuando podía haberlo hecho. Esto era lo que me preocupaba: le había negado el tratamiento. Era tan malo como negar la penicilina a un hombre enfermo; era tan cruel como necio. A la mañana siguiente, fui a ver a Sanderson y le dije que quería hacer un raspado. Él dijo que se encargaría del examen patológico, y así lo hizo. Así es como empezó todo.
—¿Y desde entonces has estado practicando abortos?
—Sí —dijo Art—. Siempre que he creído que estaba justificado.
Después de esto, llegamos a un bar en North End, un lugar sencillo lleno de trabajadores alemanes e italianos. Art se sentía hablador, casi confidencial.
—A menudo me pregunto —dijo— qué sería la medicina si la religión predominante en este país fuera la Ciencia Cristiana. Para la mayor parte de la historia, desde luego, no hubiera tenido importancia. La medicina era algo muy primitivo e ineficaz. Pero supón que los «científicos cristianos» fueran los fuertes en la época de la penicilina y los antibióticos. Supón que hubiera habido grupos influyentes que presionaran en contra de la administración de estos medicamentos. Supón que hubiera gente enferma en una sociedad semejante que supiera perfectamente que no tenía por qué morir de su enfermedad, pues existía una medicina sencilla que podía curarles. ¿No crees que habría también un mercado negro para tales medicamentos? ¿No moriría también gente por la administración de dosis excesivas de ellos, o por productos impuros o adulterados? ¿No sería, en conjunto, un asunto feo y sucio?