—Completamente negativos. Rubi Keene no tenía lo que pudiera llamarse novio. Slack ha investigado el asunto bien. Y hay que reconocer que cuando Slack hace una investigación la hace concienzudamente: con seguridad.
—Es cierto. Eso no se le puede negar.
—Si hubiera habido algo que sonsacar, él lo hubiera sonsacado. Pero no hay nada allí. Tiene una lista de sus parejas de baile más frecuentes... todas ellas investigadas y halladas bien. Se trata de jóvenes inofensivos y todos han podido probar la coartada para la noche de autos.
—¡Ah! —murmuró Harper—. Coartadas... Con eso es con lo que tenemos que luchar.
Melchett le miró con viveza.
—¿Usted lo cree? Le he dejado a usted esa parte de investigación.
—Sí, señor. Y ya se han llevado a cabo. Concienzudamente. Solicitamos ayuda a Londres para ello.
—¿Bien?
—El señor Conway Jefferson podrá creer que el señor Gaskell y que la señora Jefferson se encuentran en buena situación económica; pero no es cierto. Ambos se hallan bastante mal de dinero.
—¿Es cierto eso?
—Completamente cierto. El señor Conway Jefferson dijo la verdad. Dio una cantidad considerable a cada uno de sus hijos cuando se casaron. Eso fue hace más de diez años, sin embargo, Francisco Jefferson se las daba de conocer muy bien los valores comerciales. No invirtió el dinero en negocios más o menos descabellados; pero tuvo mala suerte y demostró ser muy poco perspicaz más de una vez. Las acciones en que gastó su dinero han ido perdiendo valor sin cesar. En mi opinión, la viuda debe de estar haciendo verdaderos equilibrios para poder mantenerse a flote y mandar a su hijo al colegio.
—Pero... ¿no le ha pedido ayuda a su suegro?
—No, señor. Al parecer, vive siempre con él y, por consiguiente, se ahorra los gastos de casa.
—Y el estado de salud de Conway es tal, que no se esperaba que viviese mucho tiempo, ¿no es eso?
—Justo. Y ahora, Marcos Gaskell. Éste es jugador por temperamento. Acabó con el dinero de la mujer es muy poco tiempo. Se encuentra en un atolladero bastante grande en este momento. Necesita dinero a todo trance... y en gran cantidad, por añadidura.
—No puedo decir que me fuera muy simpático —anunció el coronel—. Tiene cara de alocado..., ¿eh? Y el móvil no le falta. Representaba para él veinticinco mil libras el quitar a la muchacha del paso. Sí; no cabe la menor duda de que en su caso había un móvil.
—Lo había en el caso de ambos.
—No tomo en consideración a la señora Jefferson.
—Ya sé que no. Y sea como fuere, ambos tienen
probada
la coartada. No podían haberlo hecho. He ahí todo.
—¿Tiene usted un informe detallado de todos los pasos que dieron aquella noche?
—Sí. Examinemos primero el caso de Gaskell. Cenó con su suegro y la señora Jefferson, tomó café con ellos después, cuando Rubi Keene se les reunió. Luego dijo que tenia que escribir unas cartas y les dejó. En realidad, lo que hizo fue coger su coche y darse un paseo por el malecón. Me dijo, con franqueza, que no podía soportar estar jugando al bridge toda la noche. El viejo está loco por el juego ese. Conque inventó la excusa de las cartas. Rubi Keene se quedó con los otros. Marcos Gaskell regresó cuando la muchacha bailaba con Raimundo. Después de su número. Rubi fue y bebió algo con ellos; luego se marchó con Barlett, y Gaskell y los otros se pusieron a jugar al bridge. Esto fue a las once menos veinte... Y no abandonó la mesa hasta después de medianoche. Eso es completamente seguro. Todo el mundo lo dice. La familia, los camareros, todo el mundo. Por consiguiente, él no pudo haber cometido el crimen. Y la coartada de la señora Jefferson es igual. Ella tampoco se levantó de la mesa. Quedan eliminados los dos... eliminados por completo.
El coronel se recostó en el respaldo de su asiento, golpeando la mesa con un cortapapeles.
El superintendente dijo:
—Es decir, quedan eliminados si aceptamos que la muchacha fuera asesinada antes de medianoche.
—Haydock dice que si. Es un hombre muy concienzudo en cuestiones policíacas. Si él dice una cosa, puede creerse a pies juntillas...
—Pudiera haber razones... de salud, idiosincrasia, físicas, o algo...
—Se lo sugeriré.
Melchett consultó su reloj, descolgó el auricular y pidió un número. Dijo:
—Haydock debiera estar en su casa a estas horas. ¿Y si supiéramos que la habían matado después de medianoche?
Harper contestó:
—En tal caso cabría la posibilidad. Hubo idas y venidas después. Supongamos que Gaskell le hubiera pedido a la muchacha que se encontrara con él fuera... a las doce y media, por ejemplo.
Se retira un minuto o dos, la estrangula, regresa, y se deshace del cadáver más tarde... en las primeras horas de la mañana.
Dijo Melchett:
—¿Se la lleva a treinta millas de distancia para dejarla en la biblioteca de los Bantry? ¡Qué rayos! Eso resulta muy poco probable.
—Es cierto —reconoció inmediatamente Harper.
Sonó el timbre del teléfono. Melchett lo volvió a descolgar.
—Hola, Haydock, ¿es usted? A Rubi Keene, ¿hubiera sido posible que la hubiesen matado después de medianoche?
—Ya le dije que había muerto entre las diez y doce.
—Si, ya lo sé; pero uno podría estirar eso un poco, ¿verdad?
—No, no podría estirarlo. Cuando yo digo que murió antes de medianoche, quiero decir que murió antes de medianoche y hágame el favor de no intentar falsear las declaraciones del forense.
—Sí, pero, ¿no podría haber alguna razón fisiológica? Ya sabe usted lo que quiero decir.
—Yo lo que sé es que no sabe usted una palabra de lo que dice. La muchacha estaba completamente sana y no era anormal en cosa alguna... y no pienso decir lo contrario nada más que por ayudarle a usted a ponerle un dogal al cuello a algún infeliz que le haya sido antipático a la policía. No proteste: conozco sus mañas. Y, a propósito, a la muchacha no la estrangularon sin más ni más... es decir, la narcotizaron primero. Murió estrangulada, pero antes la narcotizaron.
Haydock colgó el auricular.
Melchett dijo en tono lúgubre:
—Pues ya lo sabemos.
Contestó Harper:
—Creí haber encontrado otro asesino probable; pero me falló.
—¿Qué es eso? ¿Quién?
—En rigor, es pieza de coto ajeno... del de usted, para ser exacto. Se llama Basilio Blake. Vive cerca de Gossington Hall.
—¡Ese impertinente! —El coronel frunció el entrecejo al recordar la grosería de Blake—. ¿Qué pinta ése en el asunto?
—Parece ser que conocía a Rubi Keene. Iba a cenar al Majestic con frecuencia... bailaba con la muchacha. ¿Recuerda usted lo que dijo Josita a Raimundo cuando se descubrió que Rubi había desaparecido? "No estará con el peliculero, ¿verdad?" He averiguado que se refería a Blake. Es empleado de los Estudios Lemville. Josita no tenia razón alguna para creer que Rubi estuviese con él, más que el saber que a la muchacha le era bastante simpático aquel joven.
—Muy prometedor, Harper, muy prometedor.
—No tanto como parece. Basilio Blake fue aquella noche a una reunión que se celebraba en los Estudios. Ya conoce usted esas fiestas. Empiezan a las ocho con refresco y continúan hasta que la atmósfera se pone demasiado espesa para que pueda verse a través de ella y se quedan todos sin conocimiento de puro borrachos. Según el inspector Slack, que se encargó de interrogarle, dejó la reunión a eso de medianoche. Y a medianoche Rubi Keene estaba ya muerta.
—¿Hay alguien que confirme su declaración?
—La mayoría de los concursantes, según tengo entendido, estaban, ah... bastante beodos. La... la... señorita Dina Lee... dice que lo que él declara es cierto.
—¡Eso no significa nada!
—¡No, señor! Es probable que no. Las declaraciones tomadas a otros concurrentes a la reunión confirman la declaración del señor Blake en conjunto, aunque sus ideas acerca de la hora son un poco vagas.
—¿Dónde están esos estudios?
—En Lemville. A unas treinta millas al sudoeste de Londres.
—¡Hum! ¿Aproximadamente a la misma distancia de aquí?
—Sí, señor.
El coronel se frotó la nariz. Dijo, con descontento:
—Parece como si pudiéramos eliminarle a él también ahora.
—Yo creo que sí. No hay pruebas de que le gustara formalmente Rubi Keene. Es más, parece bastante ocupado ya con su propia novia.
Dijo Melchett:
—Pues no nos queda más que "X", un asesino desconocido, tan desconocido, que Slack no puede encontrar el rastro de él. O el yerno de Jefferson, que puede haber querido matar a la muchacha... pero que no tuvo ocasión de hacerlo. La nuera, ídem. O Jorge Barlett, que no puede probar la coartada... pero que por desgracia tampoco tenía motivos. Y he ahí todo. No, no todo. Supongo que debiéramos tener en cuenta al bailarín... a Raimundo Starr. Después de todo, veía mucho a la joven.
Harper dijo lentamente:
—No puedo creer que le interesara mucho. A menos que sea un magnífico actor. Y si a eso viene, también él puede probar la coartada. Estuvo más o menos a la vista desde las once menos veinte hasta medianoche, bailando con distintas personas. No veo yo que podamos presentar acusación contra él.
—Total —dijo el coronel Melchett—, que no hay una sola persona contra la que podamos presentar una acusación fundamental.
—Nuestra mayor esperanza es Jorge Barlett. Si se nos ocurriera un móvil quiero decir.
—¿Le ha hecho usted investigar?
—Sí, señor. Hijo único. Mimado por la madre. Heredó la mar de dinero al morir ésta hace cosa de un año. Se lo está gastando muy aprisa. Débil más bien que vigoroso.
—Su debilidad puede ser mental —sugirió Melchett.
El superintendente asintió con la cabeza. Preguntó:
—¿Se le ha ocurrido a usted pensar que ésa pudiera ser la explicación de todo el asunto?
—¿Un loco criminal quiere decir?
—Sí, señor. Uno de esos hombres que andan por ahí estrangulando a muchachas jóvenes. Los médicos tienen un nombre muy largo para describir esa clase de locura.
—Eso resolvería todas nuestras dificultades —dijo Melchett.
—Sólo hay en eso una cosa que no me gusta.
—¿Cuál?
—Es demasiado fácil.
—Hum... si... quizá... Conque, como dije al principio, ¿adonde hemos llegado?
—A ninguna parte —respondió el superintendente Harper.
Conway Jefferson se movió en la cama y se desperezó. Tenía los brazos estirados, brazos largos, potentes, en los que parecía haberse concentrado toda la fuerza de su cuerpo desde el accidente.
A través de las cortinas la luz de la mañana brillaba dulcemente.
Conway Jefferson sonrió. Siempre, después de una noche de descanso, se despertaba así, feliz, fresco, renovada su sorprendente vitalidad. ¡Otro día!
Así permaneció durante un minuto. Luego oprimió el timbre especial instalado junto a su mano. Y de pronto una oleada de recuerdos le inundó.
En el momento en que Edwards, ágil y silencioso, entraba en el cuarto, su amo exhaló un leve gemido. Edwards se detuvo, con la mano en las cortinas.
—¿Sufre usted dolor, señor?
Conway dijo con aspereza:
—No. Anda. Descórrelas.
La luz inundó el cuarto. Edwards, comprendiendo, no miró a su amo.
Con el rostro sombrío, Conway Jefferson permaneció echado, recordando, pensando... Ante sus ojos vio de nuevo el rostro bonito e insípido de Rubi. Sólo que en sus pensamientos no empleó el adjetivo "insípido". Anoche hubiera dicho "inocente". ¡Una criatura inocente e ingenua! Y, ¿ahora?
Experimentado un hastío enorme. Cerró los ojos. Murmuró en voz baja:
—Margarita...
Era el nombre de su difunta esposa...
Me gusta su amiga —le dijo Adelaida Jefferson a la señora Bantry.
Las dos mujeres estaban sentadas en la terraza.
—Juana Marple es una mujer sorprendente —aseguró la señora Bantry.
—Y es muy simpática también —sonrió Adelaida.
—La gente la llama difamadora... pero no lo es en realidad.
—¿Sólo es que tiene una opinión muy baja de la naturaleza humana?
—Podría decirse eso.
—Resulta reconfortante —dijo Adelaida— tras haber tenido que soportar demasiado de lo contrario.
La señora Bantry la miró vivamente.
Adi se explicó.
—Tantos pensamientos elevados... tanto idealizar un objeto indigno.
—¿Se refiere a Rubi Keene?
Adi asintió con la cabeza.
—No quiero ser demasiado desagradable. No había mal en ella. Tenía que luchar por lo que quería, pobre rata. No era mala. Vulgar y bastante tonta, y de muy buen genio; pero una sacacuartos rematada. No creo que conspirara ni que hiciese planes. Lo que tenía era que sabia aprovechar en seguida cualquier oportunidad que se le presentara. Y sabía cómo atraerse a un hombre de edad que se sentía... solo...
—Supongo —dijo la señora Bantry pensativo— que Conway se sentía solo en efecto.
Adi se agitó inquieta.
—Sí; se sentía solo... este verano.
Hizo una pausa y luego exclamó:
—Marcos se empeña en que es culpa mía. Tal vez lo sea; no lo sé.
Guardó silencio unos instantes. Luego, impulsada por alguna necesidad de hablar, siguió diciendo con dificultad y casi a regañadientes:
—He... he tenido una vida tan rara... Miguel Carmody, mi primer marido, murió poco después de nuestra boda. Me... me dejó aturdida. Pedro, como usted sabe, nació después de su muerte. Francisco Jefferson era un gran amigo de Miguel. Conque le vi mucho. Fue padrino de Pedro... Miguel había querido que lo fuese. Llegué a cobrarle mucho afecto... y... ¡oh!, a compadecerle también.
—¿Compadecerle? —murmuró la señora Bantry con interés.
—Sí, compadecerle. Parece raro. Francisco había tenido siempre cuanto había deseado. Sus padres no podían haber sido más bondadosos con él. Y, sin embargo..., ¿cómo le diré...? Es que, ¿sabe...? la personalidad del señor Jefferson padre es tan fuerte... Si se vive con él, uno no puede, tener personalidad propia. Francisco sentía eso.
»Cuando nos casamos era muy feliz... maravillosamente feliz. El señor Jefferson fue muy generoso. Donó una importante cantidad a Francisco... Dijo que quería que sus hijos fuesen independientes y que no tuvieran que esperar a que él muriera. Era una acción tan buena, tan generosa... Pero fue demasiado brusca. Debieron haber acostumbrado a Francisco a desenvolverse en la independencia poco a poco.