«El señor Findelson pregunta por ti con frecuencia. ¡Está la mar de disgustado! El joven Reg hace la corte a May ahora que te has marchado tú. Bantry pregunta por ti de vez en cuando. Las cosas marchan poco más o menos como de costumbre. El viejo gruñón sigue siendo tan roñoso como siempre con nosotras. Le soltó una bronca a Ada porque salía con un muchacho».
Slack había anotado minuciosamente todos los nombres mencionados. Se harían indagaciones, y era posible que saliera a la luz la información útil. El coronel Melchett asintió a esto. Igualmente hizo el superintendente Harper, que se había reunido con ellos. Fuera de eso poco había en el cuarto que pudiera proporcionar informes.
Echado sobre una silla en el centro del cuarto, estaba el espumoso vestido de baile rosado que usara Rubi a primera hora de la noche anterior, y unos zapatos de raso color de rosa y tacón alto caídos de cualquier manera en el suelo. Unas medias de seda pura habían sido tiradas al suelo hechas una bola. Una de ellas tenía una carrera. Melchett recordó que el cadáver llevaba desnudas las piernas Esto, según había descubierto Slack, era costumbre de Rubi. Solía pintarse las piernas en lugar de ponerse medias y sólo usaba éstas alguna vez para bailar. Así ahorraba gastos. La puerta del armario estaba abierta, permitiendo ver varios chillones trajes de noche, así como una hilera de zapatos debajo. Había ropa interior sucia en un cesto; recortes de uñas, algodón especial de limpiar la cara, sucio, y otros trozos manchados de colorete y esmalte de uñas en el cesto de los papeles; total, nada fuera de lo corriente. Los hechos parecían fáciles de deducir. Rubi Keene había subido apresuradamente, habíase cambiado de ropa y luego salió a la calle...
Josefina Turner, que era de esperar conociese casi toda la vida y la mayor parte de las amistades de Rubi, no había podido ayudarles. Pero esto, como indicó el inspector, podía ser natural.
—Si lo que usted me dice es verdad, jefe, en lo que se refiere a la adopción quiero decir, Josita sería partidaria de que Rubi rompiera con cuantos amigos pudiera tener para que no le estropeasen la combinación, como quien dice. Según yo lo veo, ese caballero inválido se entusiasma con Rubi Keene, creyéndola dulce, inocente e infantil. Supongamos ahora que Rubi tiene un amigo de armas tomar; eso no irá bien con el viejo. Josita no sabe gran cosa de la muchacha después de todo, no en lo que se refiere a sus amistades y todo eso. Pero hay una cosa que ella no consentiría de ninguna manera: que Rubi lo echara todo a perder manteniendo relaciones con un perdulario. Conque es lógico suponer que Rubi (¡buena pieza estaba hecha en mi opinión!) guardaría muy bien guardado el secreto de sus entrevistas con cualquier amigo de antaño. No le diría una palabra de ello a Josita para que ésta no le dijera: "Eso si que no, amiguita." Pero ya sabe usted lo que son las muchachas, sobre todo las jóvenes. Siempre están dispuestas a hacer una tontería por un hombre de los que ellas llaman "muy machos". Rubi quiere verle. Él baja aquí, se enfurece por lo de la adopción, y le retuerce el pescuezo a la muchacha.
—Supongo que tiene usted razón, Slack —dijo el coronel, disimulando la repugnancia que siempre le causaba la desagradable manera de explicar las cosas de Slack—. En tal caso, debiéramos poder averiguar la identidad del amigo ese sin gran dificultad.
—Déjelo usted de mi cuenta —dijo Slack con su confianza habitual—. Le echaré el guante a la "Lil" esa del
Palais de la Danse
y la volveré al revés. Pronto daremos con la verdad.
El coronel se preguntó si, en efecto, lo lograrían. La energía y actividad de Slack le hacían sentirse cansado.
—Hay otra persona que a lo mejor puede proporcionar algún dato, jefe —prosiguió el inspector—; ese profesional del tenis y del baile. Tiene que haberla visto mucho, y sabría más que Josita. Es posible que se le soltara un poco la lengua a Rubi hablando con él.
—Ya he discutido ese punto con el superintendente Harper.
—Mejor, jefe. Yo he dado un repaso bastante completo a las camareras. No saben una palabra. Miraban con desprecio a la pareja por lo que deduzco. Descuidaban el servicio todo lo que se atrevían. La camarera estuvo aquí la última vez a las siete anoche, hora en que hizo la cama, corrió las cortinas y limpió un poco. Hay un cuarto de baño al lado si quiere usted verlo.
El cuarto de baño se hallaba entre la habitación de Rubi y otra, un poco mayor, ocupada por Josita. No derramó luz alguna sobre el asunto. El coronel se maravilló en silencio ante la cantidad de productos de belleza que una mujer era capaz de usar. Hileras de tarros de cremas para el cutis, cremas para limpiar, pomadas nutritivas para la piel; cajas de polvos de distintos matices... Una desordenada pila de barritas de carmín de todas clases. Lociones del cabello y brillantinas. Lápices para las cejas; por lo menos, una docena de matices distintos de esmalte para las uñas, tejidos para limpiar la cara; algodón, borlas sucias para dar polvos. Botellas de lociones, astringentes, tónicas, etcétera.
—Pero, ¿es posible —murmuró con voz débil— que las mujeres usen todas esas cosas?
El inspector Slack, que siempre lo sabía todo, le explicó bondadosamente:
—En la vida privada, como quien dice, jefe, una dama adquiere uno o dos matices distintos: uno para el día y otro para la noche. Saben lo que les va bien, y no se salen de ello. Pero estas profesionales tienen que dar cambiazos. Dan bailes de exhibición, y una noche les toca un tango, otra un baile ochocentista con miriñaque, la siguiente una danza apache y, luego, bailes corrientes de salón. Claro está, el maquillaje no es el mismo para todos ellos.
—¡Santo Dios! —dijo el coronel—. Ya no me extraña que la gente que fabrica estas cremas y porquerías se haga rica.
—Es dinero fácil —contestó Slack—. Dinero fácil. Tienen que gastar una parte en anuncios, claro está.
Melchett desterró de su mente el fascinador y eterno problema del adorno femenino. Le dijo a Harper, que acababa de reunirse con ellos:
—Aún queda el bailarín ese. ¿Se encarga usted de él, superintendente?
—Sí, señor; supongo que sí.
Cuando bajaban la escalera, Harper preguntó:
—¿Qué le pareció el relato de Barlett?
—¿Lo de su coche? Creo, Harper, que le conviene vigilar a ese joven. Es un poco sospechosa la historia. ¿Y si hubiera sacado a pasear a Rubi en automóvil anoche después de todo?
El superintendente Harper era un hombre lento, agradable y reservado. Los casos en que la policía de dos condados tenía que colaborar eran siempre fáciles. El coronel Melchett le inspiraba simpatía y le consideraba un jefe de policía de mucha capacidad. No obstante, se alegraba mucho de tener que encargarse de aquella entrevista él solo. No hay que hacer nunca demasiado de una vez; tal era la regla del superintendente. Un simple interrogatorio rutinario a la primera vez. Así, los interrogados experimentaban alivio y ello les predisponía a estar menos en guardia cuando se celebraba otra entrevista.
Harper conocía ya de vista a Raimundo Starr. Un magnífico mocetón, alto, ágil, bien parecido, dientes muy blancos en un rostro muy atezado. Era varonil y garboso. Tenía modales amistosos y agradables, y era muy conocido en el hotel.
—Me temo que no voy a poder ayudarle gran cosa, superintendente. Conocía a Rubi muy bien, claro está. Había estado aquí más de un mes y habíamos ensayado nuestros bailes juntos y todo eso. Pero hay muy poco que decir en realidad. Era una muchacha muy atractiva, pero muy estúpida.
—Lo que más nos interesa es conocer sus amistades... sus amistades masculinas.
—Ya lo supongo. Bueno, pues yo no sé una palabra. Llevaba de remolque a unos cuantos jóvenes del hotel; pero no había ninguno en particular. Y es que claro está, la familia Jefferson la acaparaba siempre.
—Sí, la familia Jefferson. —Harper hizo una pausa y meditó. Dirigió una perspicaz mirada al joven—. ¿Qué opina usted de ese asunto, señor Starr?
Raimundo preguntó fríamente:
—¿De que asunto?
—¿Sabía usted que el señor Jefferson tenia la intención de adoptar legalmente a Rubi Keene?
Esto pareció venirle de nuevas a Starr. Contrajo los labios y emitió un silbido de sorpresa.
—¡La muy pilla! Bueno, después de todo, no hay mayor loco que un loco viejo.
—Esa es la impresión que le causa, ¿eh?
—¿Qué otra cosa puede uno decir? Si el viejo quería adoptar a alguien, ¿por qué no escogió a una muchacha de su propio nivel social?
—¿No mencionó Rubi nunca ese asunto delante de usted?
—No. Sabía que estaba contenta por algo; pero no sabía de qué se trataba.
—¿Y Josita?
—Oh, yo creo que Josita debía saber lo que pasaba. Posiblemente sería ella quien lo proyectara todo. Josita no tiene un pelo de tonta. Tiene una buena cabeza esa muchacha.
Harper asintió. Era Josita quien había mandado llamar a Rubi Keene. Josita, sin duda, fomentaría la intimidad. No era de extrañar, así, que se hubiera llevado un disgusto al no comparecer Rubi la noche anterior y darse cuenta de que Conway Jefferson empezaba a alarmarse. Temía que todos sus planes se malograran.
Preguntó:
—¿Era Rubi capaz de guardar un secreto, lo cree usted?
—Tan bien como la mayoría. No hablaba gran cosa de sus asuntos particulares.
—¿Dijo alguna vez algo... cualquier cosa que fuera... acerca de un amigo suyo... alguien que perteneciera a su vida anterior y que iba a venir a verla aquí, o con quien hubiese tenido dificultades...? Comprenderá usted lo que quiero decir, sin duda.
—Comprendo perfectamente. Que yo sepa, no existe ninguna persona de esa clase. No la he oído decir nunca nada que lo haga suponer, por lo menos.
—Gracias, señor Starr. Y ahora, ¿tiene la amabilidad de contarme exactamente lo que sucedió anoche?
—Con mucho gusto. Rubi y yo hicimos nuestro número de baile a las diez y media...
—¿No notó usted en ella nada anormal entonces?
Raimundo recapacitó.
—Creo que no. No me fijé en lo que ocurrió después. Tenía a mis propias parejas que atender. Sí que recuerdo que no estaba en el salón de baile. A medianoche aún no había comparecido. Me molesté mucho y fui a ver a Josita. Ésta estaba jugando al bridge con los Jefferson. No tenía la menor idea de dónde se encontraba Rubi y creo que lo que le dije fue una sacudida para ella. Observé que le dirigía una rápida mirada llena de ansiedad al señor Jefferson. Conseguí de la orquesta que tocara otro bailable y fui al conserje a que telefoneara al cuarto de Rubi. No se obtuvo contestación. Volví al lado de Josita. Sugirió que a lo mejor estaría dormida. Fue una sugestión estúpida en realidad, pero la había hecho para que la oyeran los Jefferson, claro está. Se levantó de la mesa y dijo que subiríamos juntos a buscarla.
—Sí, señor Starr. Y, ¿qué dijo cuando se encontró a solas con usted?
—Que yo recuerde, puso cara de furia y exclamó: "¡La muy idiota! No puede hacer estas cosas. Echará a perder todas sus probabilidades de éxito. ¿Con quién está? ¿Lo sabes?”
»Le dije que no tenía la menor idea. La última vez que la había visto estaba bailando con Barlett. Josita dijo: "No estará con él. ¿Qué puede estar haciendo? ¿No estará con el peliculero ése, verdad?"
Harper preguntó con viveza:
—
iPeliculero!
¿Quién era ése?
Raimundo contestó:
—No conozco su nombre. Nunca se ha alojado aquí. Es un hombre de aspecto poco usual... de cabello negro y aspecto teatral. Tiene algo que ver con la industria cinematográfica, según creo... o así lo dijo a Rubi. Vino aquí una o dos veces y bailó con Rubi después, pero no creo que ella le conociera bien ni mucho menos. Por eso quedé sorprendido al mencionarle Josita. Le dije que no creía que hubiese estado aquí anoche. Josita dijo: "Bueno, pues tiene que haber salido con alguien. ¿Qué voy a decirles yo a los Jefferson ahora?" Le pregunté qué les importaba eso a los Jefferson, y Josita me respondió que sí que les importaba. Y dijo también que jamás se lo perdonaría a Rubi si iba y lo echaba todo a perder.
»Habíamos llegado al gabinete de Rubi para entonces. No estaba allí, claro está, pero había estado, porque el vestido que había llevado puesto estaba tirado sobre una silla. Josita se asomó al ropero y dijo que le parecía que se había puesto un vestido blanco viejo. Normalmente se hubiera puesto un vestido de terciopelo negro para nuestra danza española. Yo ya estaba bastante furioso por entonces por la manera como me había fallado Rubi. Josita hizo todo lo posible por apaciguarme y dijo que bailaría para que Prescott no se metiera con todos nosotros. Se marchó y se cambió de vestido y bailamos un tango... de estilo exagerado y muy vistoso, pero no demasiado duro, en realidad, para los tobillos. Josita fue bastante valiente... porque noté en seguida que le dolía bailar. Después de eso me pidió que la ayudara a apaciguar a los Jefferson. Dijo que era importante. Conque, claro está, hice lo que pude.
El superintendente asintió con un movimiento de cabeza.
—Gracias, señor Starr.
Para sus adentros pensó:
"¡Ya lo creo que era importante! ¡Cincuenta mil libras esterlinas!"
Observó a Raimundo Starr mientras éste se alejaba. Bajó los escalones de la terraza, recogiendo una bolsa con pelotas de jugar al tenis y una raqueta por el camino. La señora Jefferson, con una raqueta en la mano también, se reunió con él y ambos se dirigieron juntos al campo de tenis.
—Perdone, jefe.
El sargento Higgins, casi sin aliento, se detuvo al lado de Harper.
El superintendente, al ser interrumpida la marcha de sus pensamientos con tanta brusquedad, pareció sobresaltarse.
—Acaba de llegar de Jefatura un mensaje para usted, jefe. Un labriego denunció haber visto esta mañana resplandor como de fuego. Hace media hora encontraron un automóvil incendiado en una cantera. La Cantera de Venn, a unas dos millas de aquí. Hay restos de un cuerpo carbonizado en el interior.
El semblante de Harper se congestionó.
—¿Qué rayos han venido a descargar sobre Glenshire? ¿Una epidemia de crímenes?
Y agregó:
—¿Pudieron tomar el número del coche?
—No, señor; pero podemos identificarlo, naturalmente, por el número del motor. Creen que es un
Minoan 14.
Sir Enrique Clithering, al cruzar la antesala del Majestic, apenas echó una mirada a sus ocupantes. Estaba preocupado. No obstante, como sucede a veces, notó algo inconscientemente, algo que se alojó en su subconsciencia, aguardando ocasión para manifestársele.