Último intento (25 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
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Chandonne no reacciona. Toma su Pepsi, encuentra la pajita con sus labios rosados y desparejos, mientras Berger pasa a darle la dirección de la víctima en el Upper East Side de Nueva York. Ella le dice que, antes de poder seguir delante, quiere avisarle de sus derechos, aunque ya se los han enumerado sólo Dios sabe cuántas veces. Chandonne escucha. Tal vez es mi imaginación, pero parece estar disfrutándolo. No se lo nota dolorido ni intimidado. Se mantiene callado y atento, sus manos horribles y peludas apoyadas sobre la superficie de la mesa o tocándose las vendas, como para recordarnos lo que nosotros —Yo— le hicimos.

—Cualquier cosa que usted diga podrá usarse en su contra en un juzgado —Continúa Berger—. ¿Lo entiende? Sería mejor que usted dijera sí o no en lugar de asentir con la cabeza.

—Lo entiendo —dice él entonces, casi con dulzura.

—Tiene derecho a consultar a un abogado ahora, antes de ser interrogado o de tener a un abogado presente durante cualquier interrogatorio. ¿Lo entiende usted?

—Sí.

—Y si no tiene abogado o no puede costearse uno, se le proporcionará un abogado libre de todo cargo. ¿Lo entiende?

En este momento, Chandonne toma de nuevo su Pepsi. Berger continúa implacablemente asegurándose de que él y todo el mundo sepa que este proceso es legal y justo y que Chandonne está completamente informado al respecto y habla con ella por propia voluntad, libremente, sin ninguna clase de presión.

—Ahora que se le ha informado de sus derechos —Concluye ella con su introducción obligada—, ¿nos dirá usted la verdad con respecto a lo que sucedió?

—Yo siempre digo la verdad —responde Chandonne en voz baja.

—Sus derechos le han sido leídos frente al oficial Escudero, el capitán Marino y el agente especial Talley. ¿Usted los ha entendido?

—Sí.

—¿Por qué no me dice con sus palabras lo que le sucedió a Susan Pless? —dice Berger.

—Ella era muy agradable —contesta Chandonne, para mi sorpresa—. Lo que pasó todavía me descompone.

—Sí, apuesto a que sí —murmura sardónicamente Marino en mi sala de reuniones.

Berger enseguida oprime el botón de pausa.

—Capitán —Le dice con tono de censura—. Nada de comentarios, por favor.

El malhumor de Marino es como un vapor venenoso. Berger maneja el control remoto y en el video ella le pregunta a Chandonne cómo se conocieron él y Susan Pless. Él contesta que se conocieron en un restaurante llamado Lumi que hay en la calle Setenta, entre la Tercera y Lexington.

—¿Qué hacía usted allí? ¿Comía, trabajaba? —Insiste Berger.

—Comía allá solo. Ella entró, también sola. Yo tenía una botella de muy buen vino italiano, un Massolino Barolo de 1993. Ella era muy hermosa.

El Barolo es mi vino preferido. La botella que él menciona es carísima. Chandonne pasa a contar su historia. Estaba comiendo antipasto —
Crostini di polenta con funghi trifolati e olio rarturato
, dice en perfecto italiano—, cuando advirtió que una hermosísima mujer afroamericana entraba sola en el restaurante. El maítre la trató como si fuera una dienta habitual y muy importante, y la ubicó en una mesa de un rincón.

—Estaba muy bien vestida —dice Chandonne—. Era obvio que no era una prostituta. —Le pidió al maítre que le preguntara si ella quería venir a su mesa y compartir la comida con él, y que ella se mostró «muy dispuesta».

—¿Qué quiere decir con lo de «muy dispuesta»? —Pregunta Berger.

Chandonne se encoge de hombros y toma de nuevo su Pepsi. Esta vez se toma su tiempo chupando de la pajita.

—Creo que quiero otra. —Levanta el vaso y el brazo de manga azul oscura —el brazo de Jay Talley— se lo toma. Chandonne tantea en busca del paquete de cigarrillos y su mano peluda avanza a tientas sobre la mesa.

—¿Qué quiso decir con eso de que Susan estuvo «muy dispuesta»? —Pregunta de nuevo Berger.

—Que no hizo falta insistirle demasiado para que aceptara. Vino a mi mesa y se sentó. Y tuvimos una conversación muy agradable.

Yo no le reconocí la voz.

—¿De qué hablaron? —Le pregunta Berger.

Chandonne se toca los vendajes una vez más y yo imagino a este hombre horroroso con el pelo largo que le cubre todo el cuerpo, sentado en un lugar público, comiendo buena comida, bebiendo un vino fino y eligiendo mujeres. Absurdamente se me ocurre pensar que es posible que Chandonne haya sospechado que Berger me mostraría el video. ¿La comida y el vino italianos es algo que él menciona en mi beneficio? ¿Me está hostigando? ¿Qué sabe acerca de mi persona? Nada, me respondo. No existe ninguna razón para que él sepa algo de mí. Ahora le está diciendo a Berger que él y Susan Pless hablaron de política y de música durante la cena. Cuando Berger le pregunta si estaba enterado de cómo se ganaba la vida Pless, él responde que ella le dijo que trabajaba para un canal de televisión.

—Yo le dije: «Así que eres famosa», y ella se echó a reír —dice Chandonne.

—¿Alguna vez la había visto por televisión? —Le pregunta Berger.

—Yo no miro mucha televisión. —Lentamente deja escapar humo. —Ahora, desde luego, no miro nada. No puedo ver.

—Sólo conteste la pregunta, señor. Yo no le pregunté cuánta televisión veía sino si alguna vez la vio a Susan Pless por televisión.

Me esfuerzo por reconocer la voz de Chandonne y el miedo me recorre la piel y me empiezan a temblar las manos. Su voz me resulta totalmente desconocida. No se parece nada a la voz que oí del otro lado de la puerta de casa. «Policía. Señora, recibimos un llamado en el que nos informaban que en su propiedad había una persona sospechosa.»

—No recuerdo haberla visto por televisión —responde Chandonne.

—¿Qué pasó después? —Le pregunta Berger.

—Comimos. Bebimos el vino y yo le pregunté si le gustaría que fuéramos a alguna parte y bebiéramos un poco de champán.

—¿A alguna parte? ¿Dónde se alojaba usted?

—En el hotel Barbizon, pero no bajo mi verdadero nombre. Yo acababa de llegar de París y hacía pocos días que estaba en Nueva York.

—¿Cuál fue el nombre con que se registró?

—No lo recuerdo.

—¿Cómo pagó el hotel?

—En efectivo.

—¿Y por qué razón había venido a Nueva York?

—Estaba muy asustado.

En mi sala de reuniones, Marino se mueve en su silla y resopla por lo disgustado que está. Una vez más, hace comentarios:

—Agárrense de los asientos, compañeros. Aquí viene lo bueno.

—¿Asustado? —La voz de Berger resuena en la grabación—. ¿De qué tenía miedo?

—De las personas que me persiguen. De su gobierno. De eso se trata todo esto. —Chandonne vuelve a tocarse las vendas, estas
vez
con una mano y luego con la que sostiene el cigarrillo. El humo dibuja volutas alrededor de su cabeza. —Porque me están usando —me han estado usando— para llegar a mi familia. Debido a los rumores falsos sobre mi familia…

—Un momento. Aguarde un momento —Lo interrumpe Berger.

Por el rabillo del ojo veo que Marino sacude la cabeza con furia. Se echa hacia atrás en su silla y cruza los brazos sobre su gran barriga.

—Se consigue lo que se tiene merecido —farfulla, y sólo puedo suponer que quiere decir que Berger nunca debería de haber entrevistado a Chandonne. Fue un error. Esa grabación lastimará más de lo que ayudara.

—Capitán, por favor —La Berger real que está en esta habitación le dice a Marino con un tono muy serio, mientras en e! video su voz le pregunta a Chandonne: —Señor, ¿quién lo está usando?

—El FBI, Interpol. Quizá hasta la CÍA. No lo sé con exactitud.

—Sí, claro —dice Marino sarcásticamente junto a mí— Él no menciona el ATF porque nadie ha oído hablar del ATF.

El odio que siente hacia Tallcy, además de lo que le está sucediendo a Lucy en su carrera, se ha metastatizado en un odio de Marino hacia el ATF Esta vez Berger no dice nada. No le presta atención. En la grabación enfrenta a Chandonne:

—Señor, necesito que entienda lo importante que es ahora que usted diga la verdad. ¿Entiende la importancia que tiene ser absoluta mente veraz conmigo?

—Yo digo la verdad —Asegura él—. Sé que suena increíble. Parece increíble, pero todo tiene que ver con mi poderosa familia. En Francia todo el mundo los conoce. Ellos viven desde hace años en la isla San Luisfe y se rumorea que están conectados con el crimen organizado, como la Mafia, cosa que no es cierta. De allí surge la confusión. Yo nunca viví con ellos.

—Pero usted forma parte de esta poderosa familia. ¿Es el hijo?

—Sí.

—¿Tiene hermanos y hermanas?

—Tenía un hermano. Thomas.

—¿Tenía?

—Está muerto. Usted lo sabe. Es la razón de que yo esté aquí.

—Me gustaría volver a eso. Pero hablemos ahora de su familia en París. ¿Me está diciendo que usted no vive con su familia y nunca vivió con ella?

—Nunca.

—¿Por qué? ¿Por qué nunca vivió con su familia?

—Ellos nunca me quisieron. Cuando yo era muy chico le pagaron a una pareja sin hijos para que me cuidara, para que nadie se enterara.

—¿Que nadie se enterara de qué cosa?

—De que soy el hijo de
monsieur
Thierry Chandonne.

—¿Por qué no quería su padre que la gente supiera que usted era su hijo?

—¿Usted me mira y me hace esa pregunta? —La furia le hace cerrar con fuerza la boca.

—Sí, se lo estoy preguntando. ¿Por qué no quería su padre que la gente supiera que usted es su hijo?

—Bueno, está bien. Fingiré que usted no se ha dado cuenta de mi aspecto. Usted es muy bondadosa al simular no advertirlo.—En su voz se cuela cierto desprecio. —Padezco de un grave trastorno médico. Vergüenza, mi familia se avergüenza de mí.

—¿Dónde vive esa pareja? ¿Las personas que usted me dice se hicieron cargo de usted?

—En el Quai de l'Horloge, muy cerca de la Conciergerie.

—¿La cárcel? ¿El lugar donde María Antonieta estuvo presa durante la Revolución Francesa?

—La Conciergerie es muy famosa, desde luego. Un lugar para los turistas. La gente parece tan preocupada por las prisiones, las cámaras de tortura y las decapitaciones. En especial los norteamericanos. Yo nunca lo entendí. Y ustedes me matarán. Los Estados Unidos me matarán sin problemas. Ustedes matan a todo el mundo. Todo forma parte del gran plan, de la conspiración.

—¿En qué parte exactamente del Quai de l'Horloge? Creí que toda esa enorme manzana era el Palais de Justice y la Conciergerie. —Berger pronuncia el francés como alguien que lo habla con fluidez. —Bueno, sí, hay algunos departamentos, por cierto muy caros. ¿Me está diciendo que su hogar adoptivo estaba allí?

—Muy cerca de allí.

—¿Cuál es el nombre de esa pareja?

—Olivier y Christine Chabaud. Lamentablemente, hace muchos años que los dos murieron.

—¿A qué se dedicaban? ¿Cuál era su ocupación?

—Él era un
boucher
. Ella era una
coiffeurcuse
.

—¿Un carnicero y una peluquera? —El tono de Berger sugiere que ella no le cree y está muy segura de que él se está burlando de ella y de todos nosotros. Jean-Baptiste Chandonne es un carnicero y está cubierto de pelo.

—Sí, un carnicero y una peluquera —Afirma Chandonne.

—¿Alguna vez vio a su familia, los Chandonne, mientras vivía con esas otras personas cerca de la prisión?

—Cada tanto yo me presentaba en la casa. Siempre cuando se hacía de noche para que la gente no me viera.

—¿Para que la gente no lo viera? ¿Por qué no quena que la gente lo viera?

—Es como le dije. —Sacude la ceniza del cigarrillo. —Mi familia no quería que la gente supiera que yo era su hijo. Eso habría tenido consecuencias. El es muy, muy conocido. En realidad, no puedo culparlo. Así que yo iba tarde por la noche, cuando estaba oscuro y las calles de la isla San Luis estaban desiertas, y a veces ellos me daban dinero o alguna otra cosa.

—¿Lo dejaban entrar en la casa? —Berger está desesperada por ubicarlo en el interior de la casa de la familia para que las autoridades puedan tener causa probable para una orden de allanamiento. Ya puedo ver que Chandonne es el maestro del juego. Él sabe perfectamente bien por qué ella quiere ubicarlo adentro del increíble
hotel particulier
de los Chandonne en la isla San Luis, una casa que yo vi con mis propios ojos cuando hace poco estuve en París. No habrá una orden de allanamiento en el curso de mi vida.

—Sí. Pero yo no me quedaba mucho tiempo allí y no entraba en todas las habitaciones —Le dice a Berger mientras ella fuma muy tranquila—. En la casa de mi familia hay muchos cuartos en los que nunca he estado. Sólo conozco la cocina y, déjeme ver, la cocina y las habitaciones de servicio, y justo en el lado de adentro de la puerta. Como ve, en su mayor parte me he cuidado bastante bien.

—Señor, ¿cuándo fue la última vez que visitó la casa de su familia?

—Bueno, no recientemente. Hace por lo menos dos años. En realidad, no lo recuerdo.

—¿No lo recuerda? Si no lo sabe, sólo diga que no lo sabe. No le estoy pidiendo que adivine.

—No lo sé. De lo que estoy seguro es de que no fue recientemente.

Berger acciona el control remoto y la imagen se congela.

—Desde luego, usted se da cuenta de cuál es el juego de Chandonne —me dice—. Primero nos proporciona información que no podemos rastrear. Personas que han muerto. Pago en efectivo en un hotel en el que se registró con un nombre que no recuerda. Y, ahora, ninguna base para una orden de allanamiento para poder registrar la casa de su familia, porque él asegura no haber vivido nunca allí y prácticamente no haber estado en su interior. Y, por cierto, no recientemente. Ninguna causa probable reciente.

—¡Mierda! Ninguna causa probable, punto —Agrega Marino—. No, a menos que podamos encontrar testigos que lo hayan visto entrar y salir de la casa de su familia.

Capítulo 12

Berger pone de nuevo en funcionamiento el videocasete. Le está preguntando a Chandonne:

—¿Está usted empleado o lo estuvo alguna vez?

—Bueno, aquí y allá —responde él—. Lo que podía encontrar.

—Sin embargo, podía darse el lujo de alojarse en un buen hotel y comer en un restaurante caro de Nueva York. Y comprar una botella de un buen vino italiano. ¿De dónde sacaba dinero para todo eso?

Chandonne vacila. Bosteza, con lo cual nos ofrece una visión sorprendente de sus dientes grotescos. Pequeños y puntiagudos, están grises y muy separados entre sí.

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